Sin embargo, tanto nosotros como nuestros descendientes, tenemos la obligación de examinarlo en toda su amplitud si queremos sobrevivir.
Dos son las vías a seguir y son complementarias. Por un lado, contener nuestros descabellados impulsos consumistas mediante la implantación del decrecimiento; por el otro, ajustar nuestra existencia a las graves consecuencias derivadas del cambio climático, porque ya no las podemos «borrar del mapa».
Ha llegado el momento de la contención y los ajustes
Resulta difícil de asumir que ese momento ha llegado, porque somos como niños que se niegan a apartar su atención de una película de dibujos animados para irse a la cama. Si bien los medios de comunicación tampoco se han esforzado por tenernos al corriente invitando a expertos internacionales para que nos informasen de que es ya inaplazable.
En cuanto al tema de la contención —aquí, sinónimo de decrecimiento—, algunas manifestaciones populares europeas —como las de Praga y Colonia— pueden mostrar una vertiente perversa. Ciertamente, resulta acertado exigir a los gobernantes europeos que obliguen a Ucrania y Rusia a dialogar para resolver el conflicto bélico y todos los que de él se han derivado. No lo es tanto que sea para volver a recibir combustibles al precio anterior a la guerra y seguir consumiendo de forma desaforada. No olvidemos —aunque no lo digan ni políticos ni medios de comunicación oficiales— que la carestía no es consecuencia directa de la guerra, sino de la escasez de combustibles y productos básicos que ya veníamos sufriendo desde hace bastante tiempo —lo pudimos constatar el año pasado—, como consecuencia de un estilo de vida que no podemos seguir permitiéndonos, porque nuestro planeta es finito. Nos guste o no Macron —a mí, muy poco—, es suicida obviar que vino a decir que se «acabó el pastel».
Bajar, pues, los precios de los combustibles para continuar abusando de los viajes en coche o avión o nave espacial, volver al turismo intensivo pre-pandemia, subirse en cruceros mastodónticos que envenenan los océanos y matan a su flora y a su fauna, enviar cohetes a otros planetas o ver en ruedas de prensa a «héroes» deportivos burlándose del cambio climático cuando se les pregunta si van a sacrificarse utilizando menos sus aviones privados no es de recibo. Tampoco continuar con una ganadería y agricultura intensivas o hacer la vista gorda ante el envío de armas a países en conflicto. Un cambio radical en ese sentido forma parte de esa contención absolutamente necesaria para nuestra supervivencia y la del resto de seres vivos. El decrecimiento es, pues, la solución.
Pero, además de la contención, el reajuste también es necesario. Tendremos que ir acostumbrándonos a una contaminación que aumenta el índice de mortalidad, unas elevadas temperaturas que matan sin previo aviso, un sinfín de alergias y pandemias que también matan, una sequía persistente que desemboca en falta de higiene y menos comida que llevarnos a la boca y mucho más.
¿Quién debería liderar la contención y los ajustes?
La ciudadanía que vive en las grandes urbes, porque la inmensa mayoría de la población mundial vive ya en ellas. Es en las ciudades donde deberían generarse acciones que obligasen a los políticos y a las administraciones públicas a gobernar por el bien común.
La ciudadanía tiene que implicarse mediante actuaciones sociales, políticas y culturales dirigidas a ese bien común y no dejar en manos de los políticos, la tecnología y la economía toda la responsabilidad.
Su primer objetivo, además, debería ser obligar a los poderes fácticos capitalistas a neutralizar el crecimiento infinito. Porque, en definitiva, o decrecemos o desaparecemos.
Deberíamos matricularnos —los medios de comunicación, también— en un «máster» en divulgación
¿Cómo llegar a la ciudadanía para que sepa la verdad, la interiorice, asuma su responsabilidad y lidere contención y reajuste?
Comunicar siempre ha sido difícil, como podemos constatar en muchos ámbitos: el profesor que no conecta con el alumnado, el médico incomprendido por el paciente, el poeta que no emociona a sus «lectores», el tendero que no consigue vender algo a su cliente, el político que no sabe llegar a sus votantes…
Distintas formas de comunicar de la izquierda y la derecha
Cuando leo las interpretaciones que muchos partidos de izquierdas hacen de resultados electorales negativos para ellos, me pregunto si se han dado cuenta que «externalizan» su discurso de tal forma que, con frecuencia, impiden la captación de posibles votantes. Cuando los escucho justificar sus fracasos, me parece estar ante teorizadores divorciados de la realidad.
Todo lo contrario de lo que ocurre entre los comunicadores de las derechas. En ese sentido, se les han adelantado, pues, mientras las izquierdas continúan recurriendo exclusivamente a la razón, las derechas se centran en las emociones, que es lo que incita a actuar a los seres humanos.
Indudablemente, es difícil elaborar una comunicación eficaz en el caso del cambio climático, porque se puede caer en una minuciosidad y terminología demasiado farragosas. Hablar de emisión de combustibles fósiles y detallar las cantidades mediante números y gráficas aburre al personal. Sin embargo, si se «rebaja» el tono científico y se incluye el ámbito emocional, la gente se sentirá impelida a actuar. Es lo que ocurre cuando se le propone un sacrificio continuado: será fructífero porque, entre otras cosas, mejorará la vida de sus hijos.
Otra corroboración de que la emoción se antepone a la razón es el hecho de que el 90% del público prefiera movilizarse contra políticas adversas —vengan de donde vengan— que apoyar ideologías afines.
En conclusión, habrá que tener muy en cuenta la vía emocional a la hora de conseguir el respaldo de la sociedad.
En cuanto a los medios de comunicación tradicionales, poco podemos esperar, pues están en manos de grupos de presión mundial en la inmensa mayoría de los casos. Ahora bien, las redes sociales se están convirtiendo rápidamente en el principal medio de comunicación de personas con edades inferiores a los 50 años. También en ese ámbito están actuando las derechas con prontitud y eficacia. Ahí está, por ejemplo, el ayuntamiento de Madrid: gobernado por la derecha más ultraconservadora, invierte considerables cantidades de dinero en medios sociales como Instagram y Facebook.
Los frutos de una comunicación eficaz
Los conseguiremos si aplicamos una serie de principios. Por un lado, practicando la escucha activa con la gente para saber lo que le interesa y preocupa, y así comprender y resolver sus necesidades mejor; por el otro, «desinteriorizando» nuestro discurso para que nos comprendan; finalmente, potenciando un acercamiento por medio de las emociones y la razón.
Solo conseguiremos la involucración ciudadana ante el cambio climático utilizando herramientas de divulgación que generen una opinión pública valiente. Favoreceremos así una movilización generalizada que, entre otras cosas, exigirá a sus representantes políticos que lo sean «de verdad» y no solo del 1% más rico, el principal responsable del cambio climático. También reclamará más justicia climática, para que los sacrificios derivados de la contención y el reajuste recaigan de forma equitativa en todos los sectores sociales, y que las consecuencias las paguen en menor grado quienes menos tienen.
Una cuestión de nomenclatura
No hay que perder de vista tampoco que las denominaciones pueden ser auténticas trampas que confundan al público. Por eso, debemos tener claro de qué estamos hablando cuando pretendemos convencer a las personas.
¿Es, realmente, el cambio climático el problema más grave que encaramos? ¿O lo es la acción antrópica —la propia del ser humano— que hemos llevado a cabo desde hace más de tres siglos de forma acelerada?
Si los humanos estamos «extorsionando» al planeta, tendremos que aceptar que el cambio climático es una consecuencia de una acción antrópica, y, si lo aceptamos, tendremos que afrontar dos acciones. Por un lado, cambiar nuestro «comportamiento planetario» y ocupar con humildad el lugar que nos corresponde. Por el otro, contener el cambio climático y reajustar nuestra existencia a lo que ya no se puede cambiar.
Si consultásemos algunos escritos del siglo XIX, sabríamos que ya había expertos que conocían la acción antrópica y que avisaban de sus muy probables efectos adversos. De hecho, a principios de dicho siglo, hubo unos pocos científicos que anunciaron que el planeta padecería en un futuro no muy lejano las consecuencias negativas de nuestras actuaciones. Por desgracia, acertaron.
Por qué nuestra época debería denominarse «Antropoceno»
Porque ya no hay ninguna duda de que hemos ejercido una acción perversa sobre la atmósfera, la hidrosfera y la biosfera; es decir, hemos transformado aceleradamente clima y biodiversidad.
Además, hemos llevado a cabo unos pocos la explotación de miles de millones de seres humanos y hemos esquilmado los cinco continentes. Todo por mantener un estilo de vida basado en el derroche consumista que nos ha llevado a la situación actual.
Dónde está la solución
Con toda probabilidad, en pedir la colaboración conjunta de todas las ramas del saber —científica, tecnológica, artística y humanística— para que sus representantes divulguen lo que saben. Ya ocurrió en el primer tercio del siglo XIX. Con ello, se accionaría la voluntad de la ciudadanía, que neutralizaría las acciones de poderes fácticos y «negacionistas».
No obstante, insisto en que no debemos olvidar que el diálogo entre el saber y la emoción es necesario y debe difundirse lo más ampliamente posible para que el planeta vuelva a ser habitable y ecológicamente respetado.
Pepa Úbeda
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