El 6 de julio de 2015, el Congreso expidió la Ley 1760, a través de la cual se buscaba atender los requerimientos de la Corte Constitucional sobre la detención preventiva de miles de ciudadanos que permanecen en las cárceles de manera indefinida sin que se les resuelva perentoriamente su condición jurídica. Simultáneamente se pretendía restablecer el carácter excepcional de dicha medida, que algunos jueces y fiscales aupados por medios de comunicación y ciertos sectores sociales y políticos, convirtieron en el único remedio infalible para contrarrestar la delincuencia.
La ley 1760 establece que la medida de detención preventiva no puede exceder de un año y que cuando se trata de procesos de conocimiento de la justicia penal especializada, o fueren 3 o más los acusados contra los que estuviere vigente la detención preventiva o se trata de investigaciones o juicios de actos de corrupción previstos en la Ley 1474 de 2011, el término puede prorrogarse hasta por dos años.
Lo anterior, acorde con los postulados de la Convención Americana de Derechos Humanos, que en su artículo 7.5 consagra que “Toda persona detenida o retenida debe ser llevada, sin demora, ante un juez u otro funcionario autorizado por la ley para ejercer funciones judiciales y tendrá derecho a ser juzgada dentro de un plazo razonable o a ser puesta en libertad, sin perjuicio de que continúe el proceso. Su libertad podrá estar condicionada a garantías que aseguren su comparecencia en el juicio”; principios que recoge la Carta Política de 1991, y, unos y otros, han sido desarrollados jurisprudencialmente por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Corte Constitucional de Colombia.
La Corte Constitucional, citando a la CIDH, señala que “esta disposición “impone límites temporales a la duración de la prisión preventiva y, en consecuencia, a las facultades del Estado para asegurar los fines del proceso mediante esta medida cautelar…// 120. Cuando el plazo de la prisión preventiva sobrepasa lo razonable, el Estado podrá limitar la libertad del imputado con otras medidas menos lesivas que aseguren su comparecencia al juicio, distintas de la privación de libertad”.
La mencionada ley entraba en vigencia el 6 de julio de 2016, pero antes de que ello ocurriera, el 1º de julio de 2016 se expidió la Ley 1786, la cual amplió en un año más el inicio de su aplicación; en consecuencia entró a regir el 1º de julio de 2017. Significa lo anterior que entre julio de 2015 y julio de 2017, ni la Fiscalía ni el Consejo Superior de la Judicatura cumplieron con su obligación de tramitar con celeridad y urgencia aquellos procesos penales en los cuales se encuentran personas privadas de su libertad, preventivamente, desde hace varios años.
Para el Fiscal General, Néstor Humberto Martínez Neira, la situación es “deplorable” y ha anunciado que presentará un nuevo proyecto que derogue la Ley 1786 e “impida que violadores, secuestradores e integrantes de bandas criminales se beneficien de esa ley”.
Olvida el Fiscal Martínez Neira que entre septiembre de 2014 y junio de 2015, se desempeñó como Ministro de la Presidencia y que desde tal investidura, además de acomodar su postulación a la Fiscalía General de la Nación, tuvo injerencia en la formulación y presentación de la Ley 1760 que ahora cuestiona desgarrando las vestiduras de la Ley 1786.
El Fiscal General, “elegido” en ese cargo en septiembre de 2016, once meses después es que se percata de las “deplorables” consecuencias de la Ley 1786, sin que la entidad que dirige haya tomado medidas significativas para evitar sus aparentes efectos, como por ejemplo agilizar y priorizar los procesos en los que supuestamente se beneficiarían secuestradores y violadores.
De ahí que resulta disparatado escuchar gritos de alarma del Fiscal General alertando sobre la “excarcelación masiva de peligrosos delincuentes”, cuando no ha hecho mayor cosa por evitarlo. Según el propio Fiscal, hoy se encuentran estancadas más de 100.000 audiencias, de las cuales 4.396 presentan una mora superior a un año; pero por supuesto, la culpa es de las leyes que favorecen la libertad de los delincuentes para seguir acechando a la ciudadanía, mientras las sufridas autoridades están dedicadas a combatirlos.
A los gritos del Fiscal, se suma el eco que de los mismos hace el Secretario de Seguridad del Distrito Capital, Daniel Mejía Londoño[1]: “Nos preocupa que por un problema de ineficiencia en la justicia, y estamos muy de acuerdo con el fiscal general, estas personas terminen en la calle afectando la seguridad. Todo derecho es relativo. Los capturados tienen unos derechos procesales. Pero también los habitantes de Bogotá tienen un derecho a vivir con seguridad”.
Las impertinentes y populistas apreciaciones del locuaz secretario no se quedan ahí. Según él, los capturados tras el reciente atentado en el centro comercial Andino son los “principales líderes” del MRP y que estén capturados le da “tranquilidad” al gobierno distrital. En otras palabras ya los condenó y como considera que todo derecho es relativo, no tiene reparo alguno en aplastar el debido proceso consagrado en la Constitución. El derecho a decir estupideces por encima de la presunción de inocencia.
El aspecto fundamental de esta situación, que niegan quienes ahora aúllan, es la crisis estructural del sistema judicial, y en general del Estado colombiano infestado de funcionarios venales y atravesado por recurrentes y cada vez más graves episodios de corrupción, como por ejemplo el caso del ex Director de la Fiscalía Nacional Especializada contra la Corrupción, Luis Gustavo Moreno Rivera, quien resultó ser un corrupto nombrado en ese cargo por el mismo Martínez Neira y cuyas ramificaciones empiezan a emerger con los nombres de los honorables exmagistrados José Leonidas Bustos y Francisco Javier Ricaurte; agobiado por permanentes violaciones a derechos fundamentales de los ciudadanos, sean o no delincuentes, como el debido proceso y el derecho de acceso a la justicia: procesos cuyas sentencias tardan diez y quince años, tiempos que a los máximos órganos del poder judicial les parecen normales.
Otro de los aspectos que se derivan de esa irregular y abusiva situación es el relacionado con el cúmulo de demandas contra el Estado por fallas del servicio de los operadores judiciales, por detenciones injustas y arbitrarias, que el Fiscal General omite en sus discursos y cartas al Ministro de Justicia.
En 2012, el Ministerio de Defensa pagó $325 mil millones por condenas en su contra y la Fiscalía General de la Nación, $78 mil millones. Para el año 2013 el Ministerio de Defensa tenía 16.660 demandas y la Fiscalía General de la Nación 10.983 demandas en su contra[2].
Entre 2010 y 2014, la Fiscalía General de la Nación fue condenada en 1.283 procesos, los cuales sumaron $294.883 millones; además concilió demandas por $52.000 millones[3].
En el presupuesto de la Fiscalía General de la Nación, correspondiente a la vigencia 2017, aparece el rubro A-3-6-1-1 Sentencias y conciliaciones por valor de Diez mil millones de pesos. Y en el informe[4] de Ejecución presupuestal consolidado a 31 de diciembre de 2016, se indica que se pagaron $72.516.045.560 por concepto de Sentencias y Conciliaciones (99.91% de ejecución); el compromiso era de $72.831.619.356. Sumas que no sobra decir, salen del bolsillo de todos los colombianos, por la negligencia de algunos de los funcionarios, en este caso, de la Fiscalía General de la Nación.
Según el exministro de Justicia, Jorge Londoño, en su momento la Fiscalía acumuló demandas por privaciones injustas de la libertad por 477.000 millones de pesos, en tanto las pretensiones de las demandas en contra del Ministerio de Justicia sumaban 25 billones de pesos.
De acuerdo con el Contador General de la Nación, Pedro Luis Bohórquez Ramírez, la Nación ha debido asumir demandas por $3.186 billones; y las entidades con mayor número de demandas en su contra son los ministerios de Defensa y Hacienda, y la Fiscalía General de la Nación.
Bajo esas circunstancias, lo que está en pugna es el modelo represivo que desconoce el derecho a la presunción de inocencia y mantiene encarcelada por tiempo indefinido a una persona sin ser condenada, es decir el discurso de quienes consideran que por encima de los derechos del individuo están las políticas autoritarias para neutralizar a los presuntos delincuentes; y quienes defienden un modelo que respete los derechos civiles y las garantías individuales. Se enfrentan el derecho a la libertad personal, el derecho a un debido proceso sin dilaciones y el derecho a la seguridad ciudadana – del que hoy se lucran las empresas de vigilancia privada-, en donde el Estado se convierte en violador de los derechos fundamentales de sus asociados, en lugar de cumplir su papel de garante de esos derechos. Y ahí se adentra en los límites de un Estado totalitario.
José Hilario López Rincón
15 de agosto de 2017
NOTAS
[1] http://www.semana.com/nacion/articulo/las-excarcelaciones-va–n-a-ser-un-desastre-daniel-mejia/531773
[2] http://www.elespectador.com/noticias/judicial/266711-demandas-contra-el-estado-articulo-453211
[3] http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-15286797
[4] http://www.fiscalia.gov.co/colombia/wp-content/uploads/Copia-de-EJEC-CUARTO-TRIMESTRE-DICIEMBRE-2016.pdf