El cambio más radical, fue convertir el Estado Demoliberal de la Constitución de 1886, de la inspiración de Miguel Antonio Caro y Rafael Núñez, que era un Estado autoritario, restrictivo de las libertades ciudadanas, férreamente centralista, guiado por un Presidente que tenía poderes inmensos amparado en el uso casi permanente del “Estado de Sitio” (que era uno de los “estados de excepción”) con menoscabo clarísimo del poder legislativo pues el Presidente legislaba a través de Decretos con fuerza de ley, restringiendo derechos y libertades, en un Estado que se contentaba con reconocerlos, pero sin que hubiera una forma expedita para volverlos realidades, para pasar a un Estado SOCIAL, que tiene como punto de partida, como centro y como fin al hombre y la efectividad de sus derechos fundamentales. En esta clase de Estado, por lógica, los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución Política tienen singular importancia, al punto de que es el Estado, el GARANTE de ellos.
De la Constitución anterior vienen la división de poderes, la independencia de las ramas del poder público, y la necesidad de colaboración armónica entre ellas, con miras a conseguir un “orden justo”, como dice ahora nuestra Carta Fundamental.
La organización del Estado también cambió, y en concreto, en la rama judicial se crearon 3 importantes instituciones: la Corte Constitucional, la Fiscalía General de la Nación y el Consejo Superior de la Judicatura. Y aunque no pertenece al poder judicial, también se creó la Defensoría del Pueblo, que entre sus funciones cumple la de proveer de defensor público gratuito a quienes no tienen cómo pagar un defensor en el proceso penal.
A la Corte Constitucional, que es la cabeza de la jurisdicción constitucional, se le confió “la guarda de la integridad y supremacía de la Constitución” (art. 241) y su función central es verificar la constitucionalidad de los plebiscitos, de la convocatoria a referendo y a Asamblea Constituyente, de las leyes, los decretos-ley, las modificaciones que el Congreso de la República haga a la Constitución Política –para que no sea sustituida–, determinar la exequibilidad de los tratados internacionales, etc., y hacer la revisión final de las tutelas para desarrollar los derechos fundamentales y unificar la jurisprudencia de forma vinculante para los jueces, pues todos los jueces, individuales o colegiados, son jueces constitucionales.
Es de suma trascendencia la acción de tutela (art. 86), que sirve para garantizar a todas las personas, colombianas o no, la incolumidad y vigencia de sus derechos fundamentales, cuando se vean amenazados o vulnerados por una autoridad, para lo cual puede acudir a un juez en busca de que ordene a la autoridad que amenaza o violenta el derecho, y en el término de 10 días, que actúe o deje de actuar. Sin la menor duda, es la acción que ha protegido a más de la mitad de la población colombiana y la más efectiva, porque ni siquiera requiere de abogado para ejercerla, sino que la persona puede ejercerla en forma directa.
De la misma manera, la Constitución consagró la posibilidad de que los ciudadanos puedan obligar al Estado a cumplir las leyes o los actos administrativos –cuando hay omisión de la autoridad para cumplirlos– (art. 87) advirtiendo que “la protección de los derechos e intereses colectivos, relacionados con el patrimonio, el espacio, la seguridad y la salubridad públicos, la moral administrativa, el ambiente, la libre competencia económica y otros de similar naturaleza que se definen en ella”, entre otros, y pueden protegerse mediante acciones populares o de grupo.
Otra de las innovaciones que trajo consigo la Constitución de 1991, fue la creación de la Fiscalía General de la Nación, a la que asignó la obligación de adelantar la investigación criminal y acusar ante los jueces de la República, a los infractores de las normas penales. Es importante tener presente que, a diferencia de lo que ocurre en otros países como Estados Unidos o Venezuela, donde la Fiscalía pertenece al Poder Ejecutivo, o en Perú y Ecuador, donde es entidad autónoma e independiente, en Colombia la Fiscalía pertenece al poder judicial, lo que teóricamente obedeció al deseo del Constituyente de 1991 de que las investigaciones penales se adelantaran acatando los principios de legalidad, igualdad, imparcialidad, proporcionalidad, razonabilidad, necesidad, tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad; en general: debido proceso, con una visión exclusivamente jurídica y con completa independencia de los otros poderes del Estado, buscando que la sanción solo sea determinada por la confrontación de la ley con la conducta punible, sin que medien criterios diferentes.
La Constitución Política de 1991 también creó el Consejo Superior de la Judicatura, que se dividió en dos Salas: la Sala Disciplinaria, encargada de disciplinar a todos los jueces y fiscales del país y la Sala Administrativa, encargada de manejar las finanzas del poder judicial –judicatura– con total independencia del poder ejecutivo (bajo la Constitución precedente el presupuesto lo manejaba el Ministerio de Justicia) y por supuesto, del poder legislativo. Hoy, el Consejo de la Judicatura se modificó pues se creó la Comisión de Disciplina Judicial, que reemplazó a la Sala Jurisdiccional Disciplinaria.
A su turno, la Corte Suprema de Justicia, –cabeza de la jurisdicción ordinaria–, también fue modificada, pues en lugar de una sola Sala, tiene en la actualidad tres, así: la Sala de Instrucción, la Sala Especial de Primera Instancia (de juzgamiento) y la Sala de Casación Penal –la original–, que quedó encargada, además del trámite de los recursos extraordinarios de Casación y Revisión, de la segunda instancia en los procesos penales que la Corte Suprema tramita por mandato constitucional y legal, contra los más altos Dignatarios del Estado, de las tres ramas del poder público. Con esta reforma, Colombia se puso a tono con los instrumentos internacionales de Derechos Humanos que reconocen el derecho a la segunda instancia de las decisiones judiciales adversas, para todas las personas penalmente investigadas, derecho que anteriormente no aplicaba a esos altísimos servidores públicos.
Hasta aquí, debemos decir que la Constitución Política de 1991 es una verdadera carta de navegación con miras a disfrutar de un mejor país, al menos en lo que hace al tratamiento de los derechos humanos de las personas, aunque muchas de las fórmulas que se adoptaron originalmente no dieron los resultados que los Constituyentes esperaban, y a 30 años de su promulgación, sus efectos, buenos o malos han podido identificarse.
Pensamos que el Constituyente se equivocó en lo que toca a la justicia, por ejemplo, al atribuir a las corporaciones judiciales la nominación de candidatos a algunos altos cargos del Estado, como la Corte Constitucional, el Procurador General y otros, pues ello posibilitó algo que era impensable antes del establecimiento de esa fórmula electoral: que los magistrados sucumbieran a los acuerdos clientelistas –que no políticos, porque la política, que es parte de la Filosofía, es otra cosa, que resume muy bien Hanna Arendt, citando a Aristóteles: “…siendo la ciudad… una pluralidad, debe conducirse mediante la educación a la comunidad y unidad” (Aristóteles. La Política)”[1]–, es decir, la política, que no es ajena a ningún ser humano que viva en sociedad, por ser el arte de gobernar y organizar las sociedades humanas, especialmente los Estados y sus bienes, así como las relaciones entre quienes conforman esas sociedades y quienes las manejan, con miras a conseguir una sociedad donde todos sean felices.
Lamentablemente, el uso corriente de la palabra “política” ha hecho que se asocie, indebidamente, con el clientelismo, que no es otra cosa que la simpatía que siente una persona por unas ideas, y por las personas que las comparten, o por una persona en particular sin importar lo que piensa, lo que hace o sabe, sino en la posibilidad de conformar con esa persona, un grupo de poder que pueda manejar los altos intereses de la sociedad a la que pertenece.
Y se equivocó el Constituyente, porque eso produjo que la tentación de responder a vínculos clientelistas se apoderara de algunos miembros de las Corporaciones judiciales, que no desperdiciaron la oportunidad de sacar provecho de la elección de un servidor público, vinculado con una persona o un grupo poderoso, o a buscar su propia elección, saltando de una corporación a otra, captando los votos necesarios para poder ser elegido. Empezó entonces a salir a flote el favorecimiento de intereses personales, bien distantes de la ética constitucional que impone la elección de cualquier servidor público, por méritos con miras a la realización de los más altos fines del Estado.
Finalmente, no podemos dejar de destacar el desacierto de que la Corte Suprema de Justicia, que elige al Fiscal General, deba escoger al indicado, de terna enviada por el Presidente de la República, pues la independencia que debe tener el Fiscal General, se echó a perder con la reelección del Presidente Álvaro Uribe Vélez, pues originalmente el Presidente mandaba la terna a la Corte para que ella eligiera el Fiscal que ejercería el cargo en el gobierno del siguiente mandatario, pero con la reelección, por primera vez el Fiscal debió cumplir su función durante la Presidencia de su nominador. Eso parece haber determinado que la garantía de independencia del Fiscal General se perdiera, porque éste siempre tendrá que agradecer su nominación al presidente en funciones, y hay quienes piensan que eso ha posibilitado que se hagan “ternas de uno” designando una persona con las mejores calidades frente a otras dos, que no las tienen, desde la evaluación de méritos que se exige para ello, sin descartar la intervención de simpatías políticas, por un candidato determinado-
En la Fiscalía actual, es evidente que el Fiscal General se siente más ligado al presidente de la República, que a la función judicial que constitucionalmente cumple y es fácil advertirlo oyendo las declaraciones que el Alto Funcionario hace. Lo cierto es que, más temprano que tarde, esto deberá modificarse, para que la Fiscalía cumpla a cabalidad la función que la Constitución le asignó.
Podríamos anotar otras situaciones que 30 años de funcionamiento constitucional han mostrado como posibles desaciertos, pero con lo señalado basta. No nos queda sino la esperanza de que la modificación que requieren esas normas constitucionales no tarde mucho, para que vuelva a brillar, con todo esplendor, la ética constitucional.
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[1] Arendt, H. (1997). ¿Qué es la política? Barcelona: Paidós.
María Cristina Bucheli-Espinosa, Doctora en Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Nariño, Magister en Criminología de la Universidad Santiago de Cali, Especialista en Ciencias Jurídico-Penales de la Universidad Nacional de Colombia. Exfuncionaria judicial de carrera, por más de 26 años, habiendo ocupado los cargos de Juez Promiscua Municipal, Juez de Instrucción Criminal, Fiscal Delegada ante el Tribunal Superior de Pasto, Fiscal Auxiliar de la Unidad Delegada ante la Corte Suprema de Justicia, Directora Seccional de Fiscalías de Nariño (encargada), Fiscal Jefe de la Unidad Delegada ante El Tribunal Superior de Pasto, Fiscal Delegada ante la Corte Suprema de Justicia. Ex Conjuez de la Sala Penal del Tribunal Superior de Pasto y Conjuez de la Sala de Primera Instancia de la Corte Suprema de Justicia. Catedrática universitaria desde 2013. Autora de varios libros de derecho publicados por la Editorial Jurídica Gustavo Ibáñez Carreño, de Bogotá.
Foto tomada de: El Colombiano
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