El principal mecanismo que, por antonomasia, ejerció una mediación entre el Estado –sus instituciones y estructuras– y los variados intereses de la sociedad es el partido político. Esclerotizados por la corrupción, el uso patrimonialista de lo público y la desconfianza ciudadana, los partidos políticos enfrentan –a nivel mundial– un colapso de legitimidad que no solo ahonda la limitada cultura política en las sociedades contemporáneas, sino que exacerba la orfandad ciudadana y restringe todo cauce de acceso al Estado, a sus mecanismos de construcción del poder y a sus procesos de toma de decisiones.
La crisis de los partidos políticos hunde sus raíces en la pérdida de fe en el Estado como macroestructura institucional capaz de resolver los más acuciantes problemas públicos. Desvanecido el pacto social de la segunda posguerra entre el sector público, el capital y la clase trabajadora –con sus consecuentes matices en el Estado desarrollista del Sur del mundo–, los partidos políticos no solo incursionaron en una crisis de las ideologías con el agotamiento del liberalismo a partir de 1968 y con el desmoronamiento del régimen soviético y su modo de producción estatista, sino que también fueron lapidados por el mismo desmonte del sector público y el vaciamiento del Estado respecto a sus funciones y decisiones estratégicas.
Más aún, el colapso de los partidos políticos como organizaciones representativas de los múltiples intereses de las sociedades, se relaciona con la incapacidad de las élites políticas e intelectuales para imaginar y proyectar escenarios alternativos de formas de vida y organización social. Sin esa capacidad para desplegar el pensamiento utópico (https://bit.ly/30kbnsV), los partidos políticos no solo se muestran postrados ante el maremágnum de acontecimientos que aceleran problemas estructurales de las sociedades contemporáneas, sino que naufragan en el mar de la confusión epocal cuyas aguas provienen de la desigualdad extrema global, la pobreza, la economía de la precariedad, el hiper-desempleo masivo y el fin de la sociedad salarial, y los múltiples mecanismos de exclusión social radicalizados en la era de la incertidumbre. Lo que subyace en esta crisis del sistema de partidos no solo es su falta de brújula de cara a múltiples flagelos sociales, sino que es la consustancial y contradictoria relación capitalismo/democracia lo que eclipsa toda posibilidad de igualdad social y de bienestar generalizado. Mientras persista el carácter explotador, excluyente, desigual, rentista, extractivista y expoliador del capitalismo, se torna imposible materializar el ideal ilusorio de la democracia liberal.
En condiciones de subdesarrollo, las sociedades enfrentan esta misma contradicción capitalismo/democracia, y se agrava con la inserción desventajosa en el curso de la economía mundial, la desnacionalización de las decisiones estratégicas fundamentales, y con la cooptación y captura del Estado desde múltiples intereses creados. En ese escenario, los partidos políticos son un apéndice más de la correlación de fuerzas propia de las estructuras de poder, riqueza y dominación. En sociedades como la mexicana la esclerosis del sistema político y los intereses facciosos se fusionan con la crisis de Estado, y en esa vorágine los partidos políticos privilegian la confrontación por encima de la propuesta razonada; la lapidación de la palabra por encima del diálogo constructivo; las prerrogativas públicas como negocios cupulares por encima de la apertura y participación activa en debates respecto a los grandes problemas nacionales; y la trivialización de la praxis política por encima de la construcción de soluciones y alternativas viables.
Debilitados institucionalmente y asediados por la desconfianza y el descrédito endilgados por los ciudadanos, los partidos políticos atraviesan –en general– una crisis de identidad que no solo los coloca en el sendero de la pérdida de rumbo (https://bit.ly/2ZKkZgg), sino que los hunde en un déficit de aceptación por parte de la ciudadanía. De organizaciones de interés público, los partidos políticos –desde hace décadas– son raptados por los poderes fácticos que pretenden posicionarse en las estructuras de poder del Estado y hacer valer desde allí sus intereses facciosos o de grupo.
Enajenados por el mantra del fundamentalismo de mercado, los partidos políticos se tornan incapaces de brindar respuestas respecto a los problemas públicos. Y ello no hace más que incrementar el malestar en la política y con la política, en lo que ya se perfila como una era del desencanto, la desilusión y el descontento. Esta resignación se magnifica por el hecho constatable de que los partidos políticos experimentan una desconexión respecto al mundo fenoménico y sus contradicciones; en tanto que el sentido que les sostiene de píe es una rivalidad a ultranza fundamentada en la denostación y el odio a “el otro”. Extraviados en el laberinto de la post-verdad, sus liderazgos hacen de la mentira y el rumor (https://bit.ly/3ivDXOQ) un terreno para diferenciarse del adversario; al tiempo que se elevan a la plaza pública digital para anteponer las emociones al mínimo ejercicio razonado de diálogo y debate constructivo. Las redes sociodigitales no solo sepultan toda posibilidad de debate razonado en torno a los problemas públicos, sino que hacen aflorar lo más vil de las entrañas que rigen la ignorancia tecnologizada.
El mismo fundamentalismo de mercado torna borrosas las fronteras ideológicas entre un partido y otro. Sean organizaciones políticas conservadoras, liberales o socialdemócratas, la distinción ideológica no es el rasgo definitorio de su identidad, como sí lo son los intereses creados y ocultos que no declaran defender ante la opinión pública, pero que sí son delatados por el adversario al evidenciar los actos de corrupción. Convertidos en gobierno, los distintos espectros discursivos se ciñen a los imperativos restrictivos del “austericidio” y del “Estado mínimo”, sucumbiendo con ello a las posibilidades de modelación de la sociedad desde un proyecto político reivindicado o defendido. Esta orfandad ideológica se evidencia en la renuncia a toda posibilidad para formar cuadros políticos y reivindicar derechos ciudadanos.
Con la intensificación de los procesos de globalización, el dislocamiento o desanclaje entre poder y política (Estado) conduce a que las decisiones estratégicas sobre la vida de una sociedad no se tomen única y exclusivamente en los espacios locales/nacionales, sino que dichas decisiones estén en función de los intereses y proyectos propios de actores y agentes posicionados en la órbita de espacios globales y altamente transnacionalizados (redes empresariales globales, agencias calificadoras y banca privada transnacional, organismos internacionales y comunidades epistémicas, organizaciones no gubernamentales internacionales, etc.). Ello, en buena medida, explica el extravío del sistema de partidos en las sociedades nacionales y su desconcierto para comprender los poderes fácticos y la génesis y alcances de las estructuras de poder y riqueza.
Esta crisis institucional es el telón de fondo de la crisis de la política que, en otro espacio, definimos como una crisis civilizatoria (https://bit.ly/2OdSmBL). Los partidos políticos son parte de esa crisis institucional generalizada; al tiempo que son subsumidos por la lógica desbocada del individualismo hedonista, la resignación impuesta por el social-conformismo atomizado, y el ancestral distanciamiento entre el Estado y el ciudadano de a píe. Lo privado se impone a lo público, y en esa tensión los partidos políticos contribuyen a la privatización de la política tras reducir la jurisdicción de esta praxis a las decisiones, prácticas y hábitos de las élites y las oligarquías. Las mismas luchas intestinas protagonizadas por sus miembros y facciones contribuyen a esa erosión de la identidad y estructura de los partidos; al tiempo que se erigen en simples organizaciones en búsqueda del poder por el poder como fin primordial.
Este malestar en la política y con la política se explica también por un acelerado agotamiento de los procesos de democratización reducidos al ejercicio de la representatividad popular. No solo el Estado y los partidos políticos se muestran ajenos y distantes respecto a los lacerantes problemas públicos, sino que también tomaron distancia respecto al ciudadano y sus intereses y urgencias inmediatas. Remozadas las nuevas formas de autoritarismo y exclusión, los partidos políticos son incapaces de generar mecanismos de cohesión social entre la ciudadanía; más aún lo son en los márgenes de un patrón de acumulación regido por la desigualdad, la explotación y el avasallamiento sistemático de la clase trabajadora.
El sistema de partidos no logra eslabonar los intereses y necesidades de la ciudadanía con las instituciones y estructuras el Estado; ni mucho menos propician que la conducción de éstas se torne cercana a la sociedad. Más que la resolución de los problemas públicos, lo que priva es una labor de gestión tecnificada para que dichos problemas no se tornen ingobernables y comprometan el patrón de acumulación imperante. Ello mismo es otro de los grilletes que abren círculos viciosos en la misma esencia de los partidos políticos; convirtiéndose estas organizaciones en parte de las causas mismas de los problemas públicos tras entorpecer la mediación entre el Estado y la sociedad.
En el mundo subdesarrollado, los cascarones vacíos que aún se denominan partidos políticos son entidades amorfas carentes de ideología y distantes del Estado en su relación simbiótica y en cuanto a los mecanismos que éste puede desplegar para supervisarles, controlarles e imponerles límites en sus funciones y atribuciones. El sistema de partidos en estas sociedades no solo navega en el río caudaloso de la arbitrariedad, sino que es parte de la confrontación facciosa (https://bit.ly/3hv0c63) que no propiamente disputa el hacer valer un proyecto de nación, sino que pretende defender los intereses creados de los poderes fácticos que controlan dichas organizaciones.
La misma pandemia, como hecho social total, y el cambio de ciclo histórico (https://bit.ly/3fULDsl) que de ella se desprende, coloca a los partidos políticos en el sendero de la inviabilidad histórica. Su silencio cómplice y su sectarismo nubla el pensamiento de sus liderazgos para imaginar escenarios alternativos en el contexto del colapso de legitimidad (https://bit.ly/33wx5KC) y postración (https://bit.ly/2Z3YYre) del Estado ante la crisis epidemiológica global, sus causas y consecuencias.
Ante la despolitización de la sociedad y la misma orfandad ciudadana, es pertinente reivindicar el pensamiento utópico y la formación de una cultura política a partir del despliegue del pensamiento crítico y la imaginación creadora. Ello en aras de atemperar las ausencias del Estado (https://bit.ly/3jBTnBo) y de abonar a la construcción de proyectos de nación con base en formas de organización social alternativas que posicionen como eje central las necesidades e intereses de los ciudadanos. Sin información oportuna, veraz y atinada, el ciudadano corre el riesgo de mantenerse a la deriva y de ser cooptado por esas entidades facciosas que se autodenominan partidos políticos, y que son parte del extravío experimentado por las sociedades contemporáneas.
Isaac Enríquez Pérez, Investigador, escritor y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos (de próxima aparición).
Fuente: https://www.alainet.org/es/articulo/208899?utm_source=email&utm_campaign=alai-amlatina
Foto tomada de: https://www.alainet.org/es/articulo/208899?utm_source=email&utm_campaign=alai-amlatina
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