Hasta ahí todo normal y previsible. Lo realmente sorprendente y lo que más expectativa había generado, no era ni siquiera el interés de varios países por desconocer la legitimidad del gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela (ante lo cual Uruguay rechazó la presencia de una delegación del autoproclamado presidente, Juan Guaidó en la Asamblea), era el tratamiento que recibiría la propuesta enviada dos meses atrás por el gobierno de Colombia en representación de cinco países, para limitar las funciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y el resultado de la votación para elegir a los nuevos comisionados.
Que Colombia oficiara como país anfitrión de la Asamblea General, por tercera vez en su historia (la última vez fue en 2008) no le garantizó el triunfo al gobierno Duque en un nuevo e innecesario pulso político. Por un lado pretendía limitar el alcance del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, bajo un llamado a garantizar la “autonomía de los Estados” y a considerar “las realidades políticas y sociales de los mismos”, como afirmó en la misiva suscrita por los gobiernos de Chile, Paraguay, Argentina y Brasil, los más conservadores del continente. Y por el otro, intentaba introducir un ‘Caballo de Troya’ como artimaña destinada a minar la CIDH desde su interior. Ambas iniciativas, que en realidad eran dos estrategias con intereses ocultos, fracasaron para fortuna de los pueblos del continente.
El canciller colombiano definió la carta como “una reflexión sobre el estado actual del sistema interamericano”, en la cual se plantean algunas sugerencias destinadas a mejorar su funcionamiento, agilizar el trámite de las peticiones y superar su congestión; pero a la vez que los países firmantes ratifican su compromiso de con la protección de Derechos Humanos, se habla de margen de autonomía, margen de apreciación y se hace un llamado a reconocer “el sistema individual de las peticiones”.
Sin embargo, esto hay que mirarlo con lupa. Cuando se habla de aplicar un margen de apreciación más amplio en relación con la toma de decisiones, y de garantizar la autonomía de los Estados, se está haciendo referencia a situaciones concretas y temas puntuales que tienen que ver con un concepción moderna de los derechos humanos y la indivisibilidad de estos, en contraposición a conceptos tradicionales de familia, orden social y estructura política hegemónica. Pero la propuesta va más encaminada hacia la aplicación de medidas de impunidad; y en el caso colombiano debe leerse dentro de un contexto de oposición al Acuerdo de Paz y a la JEP.
Para gobiernos de extrema derecha, como el de Brasil, que han expresado abiertamente su oposición al reconocimiento pleno de los derechos de la población LGTBI, o como llegó a plantearlo el mismo Duque estando en campaña electoral, es un error que la Corte reconozca el derecho al matrimonio, a la sucesión o la herencia por parte de una pareja del mismo sexo o que una familia homoparental pueda adoptar hijos. De hecho, la misma semana en la que los cinco gobiernos enviaron la carta a la CIDH, Jair Bolsonaro, con el apoyo de las iglesias pentecostales, declaró a la prensa de su país: “Si quieres venir a tener sexo con una mujer, adelante… pero no podemos dejar que este lugar sea conocido como un paraíso para el turismo gay. Tenemos familias”.[1] Un mes después, la Corte Suprema de Brasil equiparó la homofobia con el delito de racismo, y propuso criminalizarla, como una medida importante a favor de los derechos de las minorías sexuales en uno de los países con más asesinatos de personas LGBT del mundo. “Todo prejuicio es violencia. Toda discriminación es causa de sufrimiento”, afirmó una juez que votó a favor de la iniciativa[2].
Pero en realidad, como señaló una analista de La Fundación Paz y Reconciliación-Pares, la carta hacía referencia a cuatro modificaciones en apariencia formales, pero que en el fondo buscaban poner en tela de duda la legitimidad de las decisiones de la Corte y de la Comisión Interamericana. El objetivo de la misiva y de la postulación de un miembro del Centro Democrático, era limitar el alcance del Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH), disminuir sus competencias y debilitar su estructura para impedir que los países miembros cumplan con sus obligaciones en relación con la observancia de los derechos humanos y la lucha contra la impunidad.
La principal función de la CIDH es “promover la defensa de los derechos humanos en las Américas”, y eso incomoda a los gobiernos con tintes autoritarios, sean de izquierda o derecha, como en el caso de Colombia. El actual gobierno se resiste a aceptar la nueva realidad que surge de la firma del Acuerdo de paz, avalado y reconocido internacionalmente, a reconocer el desarrollo jurisprudencial a nivel mundial como un avance democrático, y a entender que varios instrumentos de la justicia internacional, tratados y protocolos, son parte del bloque de constitucionalidad del país.
Desde mediados del Siglo XX, luego del horror de la segunda guerra mundial, de los crímenes y las sistemáticas violaciones a los derechos humanos en varios países y continentes, como los que se registraron en América Latina bajo sangrientas dictaduras militares de derecha, se hizo necesario impulsar profundas reformas institucionales, sociales y políticas en pro de las libertades, las garantías individuales, la justicia, la democracia y la participación política, en especial en aquellos países que habían estado sometidos por gobiernos autocráticos y tiranos. De este modo, mientras se empezaba a reconocer una gama de derechos, algunos derivados de la Revolución Francesa de 1789, y se hacía hincapié en la defensa de los derechos sociales, económicos, políticos y culturales en América y en todo el mundo, fueron surgiendo nuevos mecanismos para la exigibilidad de esos derechos a nivel internacional, y apareció una nueva corriente de movimientos sociales y organizaciones no gubernamentales comprometidas con la defensa y la promoción de los derechos humanos, y la denuncia de sus violaciones, tanto por parte de los mismos Estados como por acción de grupos alzados en armas.
Con estos avances empezaron a reconocerse alternativas eficaces capaces de garantizar la observancia y protección de los derechos individuales y colectivos, e imponer sanciones ejemplares, concordantes con las atrocidades cometidas, con la posibilidad de sancionar ya no solo personas, sino Estados. Sin embargo, durante la últimas décadas, con el resurgimiento de nuevas formas de autoritarismo al interior de algunos sistemas democráticos, como en Colombia o Brasil, empezaron a manifestarse serias contradicciones en relación con el manejo del poder y la defensa de los Derechos Humanos, desde el reconocimiento a la igualdad y el acceso a una justicia eficaz como el deber de garantizar que las graves violaciones, en especial las cometidas por los Estados y sus agentes, no queden en la impunidad.
“El Sistema Interamericano de los Derechos Humanos es un mecanismo que ha sido especialmente eficaz en los últimos años para frenar leyes de amnistía, investigar denuncias de tortura, desaparición forzada o en contra de la libertad de expresión en las que está involucrado el Estado”[3].
El alcance y sus implicaciones en un contexto de posconflicto como el que intenta consolidarse en Colombia, permite entender que la oposición al funcionamiento de la CIDH y a las decisiones que toman tanto la Comisión como la Corte Interamericana, va más allá del interés de gobiernos conservadores en revertir importantes avances democráticos relacionados con el reconocimiento de los derechos de sectores históricamente excluidos y vulnerados, como las minorías étnicas, la población LGTBI y las mujeres; se trata, en concreto, de buscar la exoneración de crímenes del pasado.
“Algunos piensan que se trata de un recorte para frenar la agenda igualitaria sobre aborto o matrimonio homosexuales pero es más que eso. Hay una agenda para impulsar amnistías militares, encubrir represión o graves violaciones en asuntos de libertad de expresión” afirmó al diario El País, Viviana Krsticevic, directora del Centro por el Derecho y la Justicia Internacional (CEJIL). Todo ello aplica perfectamente a la agenda oculta del gobierno colombiano, pero hay otros elementos que se deben tener en cuenta. Hay un interés por eliminar la amenaza de la justicia internacional para agentes del Estado comprometidos en crímenes de lesa humanidad, como una forma de combatir la Jurisdicción Especial para la Paz y modificar o, mejor, “hacer trizas” el Acuerdo de Paz suscrito por el anterior gobierno a nombre del Estado colombiano, con la extinta guerrilla de las FARC.
¿Que buscaba el gobierno de Colombia al proponer el nombre de un exsenador de derecha, ajeno por completo al mundo de los Derechos Humanos? Tener una mayor incidencia en el trámite de algunas iniciativas, para lo cual contar con un “infiltrado” que pudiera actuar bajo la lupa del cuestionado exprocurador Alejandro Ordoñez, facilitaría su objetivo de socavar el sistema desde su interior.
Aunque osada -torpe o perversa- la jugada del gobierno podría interpretarse de distintas maneras, pero dentro del contexto nacional no sería lógico desligarla de la ya consabida cruzada uribista contra el proceso de paz; cruzada que va desde la reducción presupuestaria de la JEP, la ausencia de alguna meta para la consolidación de la paz dentro del Plan Nacional de Desarrollo 2018-2022, la falta de voluntad para garantizar los derechos de las víctimas del conflicto armado interno y entregarles las 16 curules pactadas, hasta el absurdo llamado a un referendo para derogar el tribunal de paz y relevar a los actuales magistrados de las altas Cortes, como propuso Uribe, incluyendo a los de la Corte Suprema de Justicia que lo investigan por los delitos de soborno en actuación penal y fraude procesal.
La obsesión de Duque y de su mentor no es otra que acabar con la JEP; pero todas las iniciativas que han impulsado han fracasado o no han tenido el suficiente eco. Las seis objeciones a la ley estatutaria fueron rechazadas por la Corte Constitucional en mayo pasado, el proyecto para reformar el sistema de Verdad, Justicia y Reparación pactado en La Habana no ha suscitado mayor apoyo, y los llamados para que la ciudadanía manifieste en las calles su repudió a las altas cortes y a la JEP, tampoco han alcanzado la contundencia que requieren para configurar una compacta fuerza social y política que amenace la Paz posible que el país democrático se ha propuesto realizar mediante la implementación del Acuerdo, la desmovilización del ELN y la desarticulación de los nuevos grupos narcoparamilitares.
Entre los muchos obstáculos que enfrenta el gobierno Duque/Uribe para el logro de sus objetivos, figura la falta de opciones para que agentes del Estado comprometidos en graves violaciones a los derechos humanos, varios de ellos acogidos por la JEP, logren por una vía alterna, evadir, sin mayor costo, la acción de la justicia. “La posibilidad de obtener la libertad inmediata cuando están presos –aunque esta sea condicionada– y de lograr penas mucho más bajas que en la justicia ordinaria se convirtió para militares y policías investigados o condenados por delitos cometidos durante el conflicto armado en un atractivo irresistible de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). La prueba es que sigue creciendo el número de integrantes de la Fuerza Pública que se somete a esta justicia especial. Según la JEP, ya son 1.914 los militares y policías que han firmado actas de compromiso en esta justicia, entre los cuales hay 5 generales y 20 coroneles”[4].
La realidad es que Colombia no puede desconocer su obligación en relación con los principales instrumentos internacionales sobre derechos humanos, tanto del Sistema Universal (ONU) como del Sistema Interamericano (OEA). Por tanto le asiste el deber de investigar, procesar y sancionar violaciones a los derechos humanos y garantizar el derecho a la verdad, la justicia, la reparación de las víctimas y la no repetición de los crímenes. No existe la posibilidad de amnistías, indultos y prescripciones ni de acudir a los variados mecanismos que adoptan algunos Estados para generar impunidad y proteger a los victimarios.
“La CIDH y la Corte Interamericana de Derechos Humanos han establecido que las disposiciones de cualquier naturaleza –legislativas, administrativas u otras-, que impidan la investigación y sanción de los responsables de graves violaciones a los derechos humanos, son incompatibles con las obligaciones en materia de los derechos humanos. Por esto, han indicado que en el caso de que una persona acusada de un delito en este contexto solicite la aplicación de una ley de amnistía, el tribunal tiene la obligación de investigar y esclarecer la situación porque de conformidad con las obligaciones estatales no se pueden aplicar leyes o medidas de amnistía a graves violaciones a los derechos humanos.
En este orden de ideas, la Corte Interamericana en reiteradas sentencias ha establecido que son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos”[5].
La aplicación de una ley de amnistía en Colombia, además de impunidad, buscaría obstruir el derecho a la verdad histórica, en especial en lo concerniente a la responsabilidad de actores civiles en la perpetración de graves violaciones a los derechos humanos en el marco del conflicto armado, lo que beneficiaría al expresidente Álvaro Uribe. Una medida de este tipo jamás sería posible en tanto exista el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, como se demuestra con las decisiones que adoptó en relación con las leyes de amnistía impulsadas por el expresidente Alberto Fujimori. “En este caso la Corte no solo obligó castigar a los culpables de las masacres y desapariciones, sino que dejó sin efecto las leyes de amnistía en vigor, lo que provocó el procesamiento y condena de cientos de personas vinculadas a abusos a los Derechos Humanos”[6].
Otra razón por la que al gobierno de Colombia se ha propuesto limitar el alcance de la CIDH, organismo que es reconocido en la última esperanza de miles de víctimas que no logran obtener justicia en sus respectivos países, es nuevas y costosas condenas.
Hasta el 2012, Colombia había sido juzgada y condenada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos a través de trece sentencias en las que se declaró al Estado responsable de haber violado los derechos humanos y vulnerado las normas contenidas en la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969. La primera condena la recibió en 1995 por la desaparición forzada del sindicalista Isidro Caballero Delgado y de María del Carmen Santana, por acción de una patrulla militar adscrita a la Quinta Brigada de Bucaramanga. En el 2018 el Estado colombiano fue sancionado cuatro veces, y se convirtió en el país con más condenas proferidas por el tribunal interamericano.
Entre las condenas por acción y omisión que han recaído sobre el Estado, algunas tuvieron enorme impacto nacional, como el caso de los Diecinueve (19) Comerciantes el Santander; el secuestro y tortura de Wilson Gutiérrez Soler a manos de agentes del Estado, las masacres de La Rochela, Mapiripán, Pueblo Bello, Ituango y Santo Domingo, los desaparecidos en la retoma del Palacio de Justicia, los asesinatos de Jesús María Valle Jaramillo y del dirigente comunista Manuel Cepeda Vargas, entre otros. Pero no solo han sido fallos. Tanto la Corte como la Comisión se han pronunciado en reiteradas ocasiones, rechazando los asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos, y llamando al Estado colombiano para que adopte medidas urgentes tendientes a proteger la vida de personas amenazadas, garantice el cumplimiento de las medidas cautelares, investigue los asesinatos, identifique a los determinadores de los crímenes e impida que estos queden en la impunidad. Sin embargo, estos pronunciamientos han sido insuficientes y han caído en oídos sordos.
No sólo porque los asesinatos continúan, incluso se vienen incrementando en los últimos meses, también porque la respuesta del gobierno a través de sus altos funcionarios ha sido totalmente errada. Por un lado se limita a negar lo evidente, a minimizar los hechos o a justificar los crímenes. Pero además no se advierte ninguna voluntad política para detener el genocidio en marcha, el que incluye el asesinato de más de cien desmovilizados de la guerrilla que se acogieron al proceso de paz, tampoco se contempla la implementación de una política eficaz que brinde reales medidas de seguridad en las regiones, logre desarticular las estructuras criminales que operan en casi todo el territorio nacional e identifique a los miembros de fuerza pública y representantes de los poderes políticos locales que actúan en connivencia con estas bandas o les suministran apoyo logístico y financiero. Esta denuncia no es nueva; y la prueba más reciente es un camión del ejército que salió de Bogotá y fue interceptado hace dos días por las autoridades de Antioquia cuando transportaba elementos de uso privativo de la fuerza pública que serían entregados a grupos criminales que operan en el Urabá, según confesó el conductor, un funcionario no uniformado del Ejército Nacional.
Las expresiones de preocupación de la CIDH, los señalamientos de la Oficina del Alto Comisionado sobre el daño que esta situación de violencia e inseguridad provoca al Acuerdo de Paz y a la democracia de Colombia, no fueron respaldadas, o al menos no con la contundencia que se esperaba, por los gobiernos que participaron en la Asamblea celebrada en Medellín. Ni siquiera el Secretario General de este organismo, Luis Almagro, reconoció la gravedad de la situación que afronta el país en materia de Derechos Humanos, y solo se limitó a repetir las cifras oficiales haciendo referencia a una falsa reducción del 33% en los homicidios y señalando que estos solo se presentan en el 4% del territorio nacional, “lo cual prácticamente ha dejado libre de este flagelo al 95% del país”, se atrevió a decir, generando una enorme indignación.
El Defensor del Pueblo, Carlos Alfonso Negret, negó esta apreciación, por errada, indolente y complaciente con los intereses del gobierno Duque, y señaló que los asesinatos de los líderes en el país no debe reducirse a simples cifras: “En estos eventos, con buen aire acondicionado tenemos que decirnos las verdades. Entonces uno se pregunta: ¿por qué tan frio Almagro con Colombia? Él intervino en dos oportunidades y dijo que aquí se había reducido en el último tiempo el 30% del asesinato de los líderes, el problema no son las cifras, el problema es que en Colombia no se puede asesinar a ningún líder de derechos humanos o social. Él no debió incurrir en ese yerro. Pero además, nosotros si le preguntaríamos al Secretario: ¿qué estamos haciendo para resolver la situación en que está la Procuraduría de los derechos humanos en Guatemala donde el gobierno le quitó casi todos los recursos para que pudiera funcionar? ¿Qué ha hecho la OEA para acabar la guerra sistemática que tiene el Congreso de Panamá contra el Defensor del Pueblo? De manera que, debemos meternos en menos cocteles y más en la situación humana que están viviendo estos países”[7]. Otras organizaciones como el Programa Somos Defensores y la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ), niegan que los crímenes hayan disminuido, y por el contrario advierten que estos, así como las amenazas van en aumento.
Aunque el gobierno haya fracasado en sus pretensiones, seguirá en su empeño de acabar con el sistema de justicia transicional, en sabotear el proceso de paz, en debilitar la Corte y la Comisión -columna vertebral del Sistema Interamericano de Derechos Humanos y en profundizar la grave crisis que afronta el país en materia de seguridad, paz y derechos humanos. Pero hoy es más claro su juego gracias a su incomoda participación en la Asamblea de la OEA, y la comunidad internacional, así como sus organismos ya están advertidos.
___________________________________________________________________________
[1] BBC Mundo; “Bolsonaro: “No podemos dejar que Brasil sea conocido como un paraíso para el turismo gay”. Abril 26 de 2019. Consultado en: https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-48065852
[2] El Espectador; “Corte Suprema de Brasil criminaliza la homofobia”. Sección El Mundo. Bogotá, junio 14 de 2019. Consultado en: https://www.elespectador.com/noticias/el-mundo/corte-suprema-de-brasil-criminaliza-la-homofobia-articulo-865877
[3] El País; “Derrotada la iniciativa encabezada por Colombia para reformar la defensa de Derechos Humanos en la OEA”. Junio 29 de 2019
[4] El Tiempo; “Por qué crece la romería de militares a la criticada JEP”. Sección Paz y justicia. Octubre 21 de 2018. Consultado en https://www.eltiempo.com/justicia/jep-colombia/por-que-tantos-militares-quieren-ir-a-la-jep-283700
[5] OEA. Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH); “Amnistía y violaciones a los derechos humanos”. Washington D.C., Estados Unidos, diciembre 26 de 2012
[6] El País, Op., Cit;
[7] El Espectador; “La fría posición de la OEA frente al asesinato de líderes sociales en Colombia”. Sección país. Junio 28 de 2019. Consultado en: https://www.elespectador.com/colombia2020/pais/la-fria-posicion-de-la-oea-frente-al-asesinato-de-lideres-sociales-en-colombia-articulo-
Maureén Maya, Periodista, integrante Corporación Latinoamericana Sur
Foto tomada de: ELTIEMPO.COM
Deja un comentario