En el pasado, el debate moral de Israel sobre sus acciones militares podía ser limitado e hipócrita, pero al menos existía. Esta vez no
A las 05:40 horas del 10 de agosto, el portavoz de las FDI envió un mensaje a los periodistas para informarles de un ataque aéreo israelí contra un “cuartel general militar situado en el centro escolar de Al-Taba’een, cerca de una mezquita en la zona de Daraj [y] Tuffah, que sirve de refugio a los residentes de la ciudad de Gaza”.
“El cuartel general”, prosiguió el portavoz, “era utilizado por terroristas de la organización terrorista Hamás para ocultarse, y desde allí planeaban y promovían atentados terroristas contra las fuerzas de las FDI y ciudadanos del Estado de Israel. Antes del ataque, se tomaron muchas medidas para reducir las posibilidades de dañar a civiles, incluido el uso de municiones de precisión, equipos visuales e información de los servicios de inteligencia”.
Poco después de este anuncio, circularon por todo el mundo imágenes estremecedoras de la escuela de Al-Taba’een, en las que se veían montones de carne despedazada y partes de cuerpos que se retiraban en bolsas de plástico. Las imágenes iban acompañadas de informes según los cuales, en el ataque israelí, unos cien palestinos habían muerto y muchos más habían sido hospitalizados. La mayoría de los muertos se encontraban en medio del fajr, o rezo del alba, en un lugar designado para ello dentro del recinto escolar.
Como era de esperar, en las horas y días siguientes se desató una guerra de versiones sobre el número de víctimas civiles. El portavoz de las FDI publicó las fotos y los nombres de diecinueve palestinos que, según afirmó, eran “operativos” de Hamás o de la Yihad Islámica muertos en el ataque; a muchos se les dio esa etiqueta sin especificar su supuesto cargo o rango.
Hamás negó las acusaciones. El Observatorio Euromediterráneo de Derechos Humanos también rebatió la información del ejército israelí: la ONG descubrió que algunas de las personas que figuraban en la lista del ejército habían muerto en ataques anteriores en Gaza, que otras nunca habían sido partidarias de Hamás y que algunas incluso se oponían al grupo. El ejército publicó posteriormente una lista adicional de otros trece palestinos que, según afirma, eran operativos muertos en el bombardeo.
A pesar de que únicamente una investigación independiente puede determinar de forma definitiva la identidad de todas las víctimas del ataque, la declaración inicial del portavoz de las FDI es indicativa del drástico cambio que ha experimentado la sociedad israelí respecto a la vida de los palestinos de Gaza.
El comunicado de las FDI afirmaba explícitamente que la escuela “sirve de refugio a los residentes de la ciudad de Gaza”, lo que significa que las FDI sabían que los refugiados habían huido allí por miedo a los bombardeos del propio ejército. El comunicado no afirmaba que se hubieran producido disparos o ataques con cohetes desde la escuela, sino que “terroristas de Hamás… planeaban y promovían… actos terroristas” desde ella. Tampoco afirmaba que los civiles que se refugiaron en la escuela recibieran advertencia alguna, únicamente que el ejército había utilizado “armas de precisión” e “inteligencia”. En otras palabras, el ejército bombardeó un refugio poblado sabiendo muy bien las repercusiones mortales que su asalto infligiría.
Como si matar de hambre a millones de personas fuera un pasatiempo
No debería sorprender que los medios de comunicación israelíes hicieran suyas las afirmaciones del portavoz de las FDI. Cuando se trata de los estrepitosos fallos de seguridad que condujeron al 7 de octubre, a los medios israelíes, y especialmente a los de derechas, se les permite ser críticos y escépticos con el ejército. Pero cuando se trata de matar palestinos, ese escepticismo se descarta: en Gaza, el ejército siempre tiene razón.
“En la guerra, las escuelas están vedadas”, escribió en Haaretz el profesor Yuli Tamir, exministro de Educación de Israel. “¿No hay un solo comandante que diga: ‘Ya basta’?”. La respuesta es un rotundo no. Toda guerra conlleva un cierto nivel de deshumanización del enemigo. Pero parece que en la actual guerra de Gaza, la deshumanización de los palestinos es prácticamente absoluta.
Después de cada guerra en la que han luchado los israelíes en las últimas décadas, ha habido muestras públicas de remordimiento. Esto a menudo se ha criticado por tratarse de una mentalidad en la que “primero se dispara y luego se llora”, pero al menos los soldados lloraban.
Tras la Guerra de los Seis Días de 1967, se publicó el libro de gran éxito The Seventh Day: Soldiers’ Talk about the Six-Day War, que contenía testimonios de soldados que intentaban resolver los dilemas morales a los que se enfrentaron durante los combates. Tras las masacres de Sabra y Shatila que tuvieron lugar en 1982, cientos de miles de israelíes –entre ellos muchos que sirvieron en la guerra del Líbano– se echaron a la calle para protestar contra los crímenes del ejército.
Durante la Primera Intifada, muchos soldados denunciaron los abusos contra los palestinos. La Segunda Intifada dio origen a la ONG Rompiendo el Silencio. El discurso moral sobre la ocupación podía ser limitado e hipócrita, pero existía.
Esta vez no. El ejército israelí ha matado al menos a 40.000 palestinos en Gaza, aproximadamente el 2 % de la población de la Franja. Ha causado la devastación más absoluta al destruir sistemáticamente barrios residenciales, escuelas, hospitales y universidades. Cientos de miles de soldados israelíes han combatido en Gaza durante los últimos 10 meses y, sin embargo, el debate moral es casi inexistente. El número de soldados que han hablado de sus crímenes o dificultades morales adoptando una seria reflexión o arrepentimiento, incluso de forma anónima, se puede contar con los dedos de una mano.
Paradójicamente, la destrucción gratuita y sin sentido que los militares están sembrando en Gaza puede verse en los cientos de vídeos que los soldados israelíes han grabado y enviado a amigos, familiares o parejas, orgullosos de sus acciones. En sus grabaciones observamos cómo las tropas vuelan universidades en Gaza, disparan al azar contra casas y destruyen una instalación de agua en Rafah, por citar solo algunos ejemplos.
El general de brigada Dan Goldfuss, comandante de la 98 División, cuya extensa entrevista con motivo de su jubilación se presentó como ejemplo de un comandante que defiende los valores democráticos, dijo: “No siento lástima por el enemigo… no me verán en el campo de batalla sintiendo lástima por el enemigo. Lo mato o lo capturo”. No se dijo una sola palabra sobre los miles de civiles palestinos muertos por disparos del ejército, ni sobre los dilemas que acompañaron a tal matanza.
De manera similar, el teniente coronel A., comandante del Escuadrón 200 que opera la flota de drones de las Fuerzas Aéreas israelíes, concedió una entrevista a Ynet a principios de este mes, en la que afirmó que su unidad había matado a “6.000 terroristas” durante la guerra. Cuando se le preguntó, en el contexto de la operación de rescate para liberar a cuatro rehenes israelíes en junio, que se saldó con la muerte de más de 270 palestinos, “¿Cómo se identifica a un terrorista?”, respondió: “Atacamos a pie de calle para alejar a los civiles, y quien no huía, aunque estuviera desarmado, para nosotros era un terrorista. Todos los que matamos debían morir”.
Esta deshumanización ha alcanzado nuevas cotas en las últimas semanas con el debate sobre la legitimidad de violar a prisioneros palestinos. En un debate en la popular cadena de televisión Channel 12, Yehuda Shlezinger, un “comentarista” del diario de derechas Israel Hayom, pidió que se institucionalizara la violación de prisioneros como parte de la práctica militar. Al menos tres miembros de la Knesset del partido gobernante, el Likud, también defendieron que se permitiera a los soldados israelíes hacer cualquier cosa, incluida la violación.
Sin embargo, el premio se lo lleva el ministro de Finanzas y adjunto del Ministerio de Defensa de Israel, Bezalel Smotrich. El mundo “no nos permitirá provocar que dos millones de civiles mueran de hambre, aunque esté justificado y sea moral hasta que nos devuelvan a nuestros rehenes”, se lamentó en una conferencia del periódico Israel Hayom a principios de mes.
Los comentarios fueron condenados rotundamente en todo el mundo, pero en Israel se recibieron con indiferencia, como si matar de hambre a millones de personas fuera un mero pasatiempo mundano. Si las semillas de la deshumanización no hubieran sido ya sembradas y ampliamente legitimadas, Smotrich no se habría atrevido a decir tal cosa públicamente. Después de todo, él ve la facilidad con la que el gobierno y el ejército israelíes han adoptado efectivamente su “Plan Decisivo” en Gaza.
“Si nosotros matamos, significa que ellos merecen morir”
Al hablar de la corrupción moral que conlleva la ocupación, a menudo recordamos las palabras del profesor Yeshayahu Leibowitz. En abril de 1968, cuando aún no había transcurrido un año desde el comienzo de la ocupación israelí de Cisjordania y Gaza, escribió: “El Estado que gobierna sobre una población hostil de 1,4 a 2 millones de extranjeros se convertirá necesariamente en un Estado Shin Bet, con todo lo que ello implica para el espíritu de la educación, la libertad de expresión y pensamiento, y el gobierno democrático. La corrupción característica de todos los regímenes coloniales también infectará al Estado de Israel”.
Cuando observamos el abismo moral en el que se encuentra la sociedad israelí en estos momentos, es difícil no atribuirle dotes proféticas a Leibowitz. Pero un examen detenido de sus palabras revela una visión más compleja.
Se podría argumentar que el Israel de 1968 era incluso menos democrático que el actual. Era un Estado unipartidista gobernado por Mapai (el antecedente del actual Partido Laborista), que excluía no solo a sus ciudadanos palestinos, que tan solo dos años antes habían salido del régimen militar israelí, sino también a los judíos mizrahí procedentes de países árabes y musulmanes, y mantenía arrinconados a los judíos religiosos y ultraortodoxos. Los medios de comunicación israelíes apenas criticaban al gobierno, y los libros de texto escolares con los que aprendí en las décadas de 1960 y 1970 no eran especialmente progresistas.
Dentro de la Línea Verde, Israel es hoy mucho más liberal que en 1968. Las mujeres ocupan cada vez más puestos de poder, por no hablar de las personas LGBTQ+, cuya mera existencia era un delito. Desde el punto de vista económico, Israel es un país mucho más libre que durante la economía estatalista centralizada de la década de 1960 (con el correspondiente aumento de las desigualdades), y el país está mucho más conectado con el resto del mundo.
Se podría argumentar que no se trata de una contradicción, sino más bien de procesos complementarios. La ocupación no solo ha enriquecido a Israel (las exportaciones de defensa han alcanzado la cifra récord de 13.000 millones de dólares en 2023, por ejemplo), sino que le ha ayudado a mantener dos sistemas de gobierno paralelos –el colonialismo y el apartheid en los territorios ocupados, y la democracia liberal para los judíos dentro de la Línea Verde– y quizá incluso dos sistemas morales paralelos. La desconexión entre la ampliación de los derechos de los ciudadanos israelíes y la eliminación de los derechos de los súbditos palestinos se ha convertido en una parte inseparable del Estado. “Villa en la jungla” no es solo un término pintoresco; describe la esencia del régimen israelí.
El actual gobierno fascista ha alterado lo que antes era un equilibrio más delicado. Al convertir el ‘liberalismo’ en un enemigo, políticos como Yariv Levin, Simcha Rothman y sus socios intentan derribar la barrera entre estos mundos paralelos mediante su golpe judicial. Los altos cargos otorgados a racistas y fascistas como Smotrich e Itamar Ben Gvir han contribuido a este proceso.
Ante las atrocidades infligidas por Hamás el 7 de octubre, el discurso de estos fascistas israelíes sigue siendo la voz principal en el discurso público, ya que el Israel supuestamente liberal, que ignoró la ocupación durante años, no supo situar la violencia de Hamás en un contexto más amplio de opresión estructural y apartheid. Así es como hemos llegado al punto en el que, en la sociedad israelí predominante, no existe una oposición real a la deshumanización total de los palestinos.
La máquina de matar israelí no sabe cómo detenerse, escribió Orly Noy de +972 y Local Call en Facebook tras el bombardeo de la escuela de Al-Taba’een, porque funciona por inercia y tautología. “Actúa por inercia porque detenerlo obligará a Israel a interiorizar lo que ha causado, la atrocidad a escala histórica que se registra a su nombre..”. Y ahí es donde entra la lógica tautológica: “Si matamos, es obvio que siguen mereciendo morir”. Como dijo el comandante del 200 Escuadrón unos días después.
No obstante, dentro de la Línea Verde sigue existiendo una sociedad civil y un bando liberal que tiene un poder considerable, como se ve en las manifestaciones semanales contra el gobierno. La cuestión es qué ocurrirá si se alcanza un alto el fuego y se obliga a la “máquina de exterminio” israelí a detenerse. ¿Se dará cuenta parte de la sociedad israelí de que la violencia desenfrenada que Israel ha desatado desde el 7 de octubre, y las fuerzas de deshumanización que la impulsan, amenazan la existencia misma del Estado?
“El silencio es infame”, escribió Ze’ev Jabotinsky en el poema que se convirtió en el himno del movimiento sionista revisionista Beitar, antecesor del Likud. Que Netanyahu y sus socios quieren el ruido de la guerra constante está claro. La cuestión es por qué el bando liberal calla.
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Este artículo se publicó originalmente en inglés en +972 Magazine. Traducción de Paloma Farré.
Meron Rapoport
Fuente: https://ctxt.es/es/20240801/Politica/47237/deshumanizacion-palestinos-israel-gaza-meron-rapoport.htm
Foto tomada de: https://ctxt.es/es/20240801/Politica/47237/deshumanizacion-palestinos-israel-gaza-meron-rapoport.htm
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