Mas allá de la adherente demostración pro fascista de aquel oficial, el hecho desnudó no solo el talante de las fuerzas armadas del Estado colombiano y los métodos que utilizan las cuatro fuerzas que las integran a la hora de controlar el orden público y reprimir las luchas sociales, sino el carácter de su formación y la doctrina militar que orienta las acciones del aparato represivo del establecimiento.
Se trata de la Doctrina de la Seguridad Nacional adoptada por los Estados Unidos para combatir el enemigo exterior, como estrategia de defensa de su soberanía y de sus intereses hegemónicos en el mundo, para enfrentar “la amenaza comunista” representada principalmente por la desaparecida Unión Soviética. La caída del muro de Berlín significó el ascenso del país imperialista a su condición de hegemón mundial, pero no hubo cambio de doctrina sino una reorientación de esta para combatir el enemigo interno, el terrorismo y el narcotráfico principalmente en el caso colombiano.
En aplicación de dicha doctrina, mediante convenios de cooperación firmados por gobiernos colombianos, desde el gobierno de Mariano Ospina Pérez, años 50 del siglo pasado, oficiales y tropas militares y de policía son formados y entrenados en las escuelas norteamericanas y asesorados en terreno por oficiales y especialistas militares estadounidenses para la aplicación de tácticas y métodos de lucha contrainsurgente y de represión a la protesta social, popular y de las clases trabajadoras campesinas y urbanas. Tales métodos fueron extraídos del fascismo alemán por los EE. UU. y aplicados a rajatabla en nuestro país. Para combatir a los grupos guerrilleros el ejército y la policía recibieron apoyo norteamericano en la formulación de su estrategia contrainsurgente y su puesta a tono con la Doctrina de la Seguridad Nacional. Las fuerzas militares y policiales recibieron entrenamiento como dos ejércitos armados y equipados prácticamente con el mismo armamento y la misma estructura militar jerarquizada. Ambos cuerpos, desde entonces, fueron y permanecen adscritos al ministerio de defensa.
La aplicación de métodos fascistas por estas dos fuerzas represivas, aunque por obvias razones no los denomina de esta manera, es confirmada en el informe de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) el cual concluyó que “el Estado colombiano ha perseguido, bajo políticas estatales y de forma sistemática, a diferentes grupos sociales, siguiendo los lineamientos de una “Doctrina de Seguridad Nacional” que vulneró los derechos fundamentales al concebir un enemigo interno, y promoviendo la creación de grupos paramilitares para enfrentar a ese enemigo interno mediante actividades criminales” (CIDH, 2018).
La aplicación de dichos métodos se profundizó de manera brutal en los gobiernos de Álvaro Uribe, mediante la aplicación de la llamada política de seguridad democrática, que centró sus esfuerzos en la seguridad y el cuidado de las instituciones y de los bienes públicos y privados, así como los intereses de los inversionistas extranjeros y nacionales, desconoció el conflicto interno, cerró toda posibilidad de una salida negociada y calificó los grupos insurgentes de narcoterroristas, para justificar la profundización de la guerra contra los mismos, judicializar y reprimir violentamente la protesta social, eliminar la oposición y el pensamiento crítico, asesinar líderes y lideresas sociales, ambientalistas. Campesinos/as, indígenas, juventudes, sindicalistas, LGBTIQ+, defensores/as de los Derechos humanos, y eliminar cualquier expresión de oposición y de inconformidad. Lo que se instaló fue un régimen autoritario y de terror para gobernar a base del miedo y de la muerte.
Como consecuencia de la experiencia tomada del fascismo se recurrió a la creación de bandas paramilitares, que contaron con asesoría, dotación de armas y equipos militares y entrenamiento por parte del ejército y la policía nacional, como una estrategia de combate al terrorismo que derivó en que las fuerzas armadas regulares (ejército y policía) terminaran desarrollando cooperación mutua y acciones conjuntas con dichas bandas, para desatar la ola de terrorismo de Estado y terror paramilitar más cruel y sanguinaria de nuestra historia, causando centenares de miles de víctimas, miles de masacres, decenas de miles de cadáveres encontrados en fosas comunes, descuartizamientos con motosierra, miles de cadáveres calcinados en hornos crematorios, tal como ocurrió en la larga noche del fascismo, amén de los ríos y los territorios convertidos en cementerios como lo recuerda reiteradamente la precandidata presidencial de Soy porque Somos, Francia Márquez.
La cooperación entre la fuerza pública y los paramilitares se hizo efectiva para dar cumplimiento a la orden del alto gobierno y los altos mandos de presentar resultados solo en bajas causadas el enemigo, en combates y supuestos combates, a cambio de incentivos en dinero o en asensos, vacaciones, traslados, etc. Lo que importaba eran los muertos causados, “los litros de sangre” exigidos por el entonces comandante de las FF. AA., general Mario Montoya, según declaraciones de sus subalternos ante la JEP. Tal es el origen de los mal llamados “falsos positivos”, de los cuales, hasta ahora, la JEP ha logrado documentar 6.402 casos ejecutados durante los ocho años de gobierno del señor Uribe; los cuales, sumados a los centenares de miles de masacrados y encontrados en fosas comunes, constituyen el más gigantesco genocidio que superó con creces los cometidos por las dictaduras del cono sur.
La participación de militares y policías en estos hechos ha sido deliberada y sistemática, “no se trataba de hechos aislados o de una repetición accidental” afirmó la magistrada de la JEP Catalina Díaz, tampoco se trataba de manzanas podridas, como suelen afirmar los medios de comunicación masiva oficiosos del régimen uribista; hay que decirlo sin rodeos, fue la ejecución de una política de Estado, como lo afirmó el exjefe paramilitar Mancuso, tanto en los dos periodos del gobierno de Uribe, como en el actual gobierno Uribe – Duque. Basta con citar los siguientes apartes de algunos informes de la JEP sobre imputación a miles de militares (generales y oficiales de alto rango, suboficiales y soldados) “en cumplimiento del régimen de condicionalidad que, entre otras exigencias, demanda el compromiso del compareciente de aportar a la verdad, la no repetición y la reparación de las víctimas”, a quienes “la JEP recibió la versión número –, sobre el caso…, denominado “Muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combate por agentes del Estado”, quienes, luego de sus declaraciones reconociendo la comisión de estos crímenes, pasaron a ser: “militares imputados por falsos positivos, por crímenes de guerra y de lesa humanidad” y concluyen que “estos hechos no hubieran ocurrido sin alianzas con los paramilitares y sin un conjunto de incentivos, amenazas y presiones que ejercieron los comandantes sobre sus subordinados para obtener muertos “en combate”.
Son muchos los militares que se sometieron a la justicia transicional, según el reciente informe de la JEP; en total, hasta ahora van 2.124 uniformados del ejército, 255 oficiales, 488 suboficiales y 1.380 soldados. Entre los generales condenados por la justicia ordinaria colombiana y la justicia de los EE. UU., se encuentran Mauricio Santoyo, ex jefe de seguridad del presidente Uribe, condenado pr nexos con el paramilitarismo y narcotráfico, Flavio Buitrago, también exjefe de seguridad del mismo expresidente, condenado por enriquecimiento ilícito y vínculos con el mafioso Marco Antonio Gil, alias “El papero”, Flavio Alejandro Castañeda Mateus, condenado por la masacre del Nilo en Caloto, Cauca, Rito Alejo del Rio y Mario Montoya, entre muchos otros.
Así mismo, recientes informes desclasificados del Departamento de Estado y de la CIA revelan “nexos del ejército con los paramilitares”, como en el documento divulgado en el juicio contra el ex paramilitar alias ‘Macaco’. En el mismo, se revela que el general Rito Alejo del Río ordenó a sus subordinados “cooperar con los paramilitares cuando él no estuviera presente en el área” y el “desvío de un avión con armas y municiones a paramilitares del Magdalena Medio”. También se refiere al general Humberto Uzcátegui, vinculado a la masacre paramilitar de Mapiripán en 1997” y a los generales Fernando Millán Pérez y Rafael Hernández López vinculados con los paramilitares”, así como al “general Torres Escalante como responsable de falsos positivos”.
De otra parte, en la entrevista otorgada por el paramilitar Henry López Londoño, alias “Carlos Mario” o “Mi Sangre”, preso en Argentina, al periódico Verdad Abierta, declara sobre los estrechos nexos de la policía nacional con los paramilitares y afirma que “la policía nacional armó el frente capital en Bogotá”. Y, a la pregunta sobre cómo se articuló la Fuerza Pública al proyecto de las A. U.C., respondió diciendo que “la Policía ponía a nuestro servicio las zonas que ellos tenían bajo su control: eran permisivos con nosotros, nos brindaban seguridad, nos avisaban de algún operativo. Ellos estaban pendientes de todo lo que nos ponía en riesgo para alertarnos. Yo me senté con oficiales de la policía de Medellín y Bogotá. Me senté con gente del Gaula, DIJIN y SIJIN. Varios de ellos ya me conocían del Bloque de Búsqueda en Medellín, cuando perseguíamos a Pablo Escobar. Se trabajó también con el RIME 5 del Ejército, pero lo mío siempre fue con la policía”. […]No creo que haya una región a donde no hayamos llegado sin el apoyo de los políticos y de la Fuerza Pública. Bogotá no fue la excepción”.
Así mismo, se debe agregar la brutalidad policial con que el tenebroso ESMAD ha tratado las movilizaciones y protestas sociales y ciudadanas; basta recordar las decenas de chicos/as mutilados de sus ojos y los centenares de jóvenes asesinados a mansalva por aquellos energúmenos “agentes del orden”, el pánico sembrado durante los paros del 21 N-19 y el 28 A-21, las extorciones y los atropellos cotidianos de policías a los vendedores/as ambulantes y estacionarios, las torturas y las violaciones ocurridas dentro de los CAI de jóvenes de la comunidad LGBTIQ+, los desalojos violentos de familias de extrema pobreza que construyen sus covachas en territorios invadidos, las cuotas impuestas por policías a las pandillas y a los distribuidores al menudeo de las drogas alucinógenas, etc. etc. etc.
Lo reseñado en este escrito nos muestra que los cuerpos militares y policiales fueron formados en la doctrina de la seguridad nacional y de combate al enemigo interno para violar los derechos humanos y matar con licencia en defensa de las instituciones, hoy tomadas por el uribismo, y la gran propiedad capitalista; en este sentido se ha expresado la vocera del uribato, la senadora María Fernanda Cabal. Estos cuerpos militares y policiales, entrenados, dotados y pertrechados con dineros del erario, están en avanzado estado de descomposición; en honor a la verdad, someterlas a un proceso de reformas democráticas y de formación en derechos humanos, sería una misión imposible. Lo que se requiere es la deconstrucción de dichos cuerpos y su total restructuración de arriba hacia abajo, para crear unas nuevas fuerzas a tono con la perspectiva de construir, hacia el mediano y largo plazo, una sociedad y un Estado realmente democráticos.
José Arnulfo Bayona, Miembro de la Red Socialista de Colombia.
Foto tomada de: Blu Radio
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