La globalización y las nuevas tecnologías, dos fuerzas humanas que se retroalimentan, han producido una brecha económica y social enorme, sobre todo en Europa y EE UU. Algunos piensan que hay que dar marcha atrás y volver a los años sesenta pero eso no es posible. La globalización o explota o seguirá avanzando. Eso significa que el trabajador europeo, bien sea de clase obrera sin formación o de clase media con un trabajo eminentemente mecánico, se enfrenta a dos tsunamis: la automatización y la competencia de millones de nuevos trabajadores de los mercados emergentes, principalmente de China e India.
La rebelión contra la globalización
Estos dos ciclones se están llevando por delante muchos puestos de trabajo, pero con ellos también el establishment político. La victoria del Brexit, de Trump y del Movimiento 5 Estrellas y La Liga en Italia así lo confirman. Incluso Francia y Alemania, dos bastiones de la estabilidad política, tienen a los neonacionalistas del Frente Nacional y Alternativa para Alemania llamando a la revolución nativista. El orden liberal vuelve a estar cuestionado y eso está reavivando peligrosos fantasmas del pasado.
¿Qué hacer frente a semejante desafío? Los liberales creen que la solución está en el individuo y las Administraciones públicas. Indican que hay que invertir más en educación para que nuestros jóvenes tengan las habilidades para competir en el siglo XXI y destinar más recursos a I+D+i para poder mantener nuestra competitividad y nuestro alto nivel de vida. Los más social-liberales incluso aceptan que hay que compensar a los perdedores de la globalización, bien sea con un complemento salarial o incluso una renta básica universal. Para que esto funcione, indican, además, que hay que reducir la burocracia, facilitar el emprendimiento, flexibilizar la contratación y el despido público, incrementar la transparencia en las Administraciones e introducir más rendición de cuentas de los políticos. Solo así se volverá a recuperar la confianza del electorado.
Sin embargo, intelectuales de corte socialdemócrata como Dani Rodrik o Joseph Stiglitz discrepan. Compensar a los perdedores y hacer el Estado más eficiente no va a ser suficiente, si no, no habría nacionalpopulistas en Holanda. La gente quiere empleos, no compensación. Las respuestas no pueden ser individuales, tienen que ser estructurales. Los políticos tienen que tener mayor poder de maniobra (se necesita más política y menos tecnocracia) y capacidad de recaudación de impuestos, y si para ello hay que establecer aranceles o controles de capitales y limitar la entrada de inmigrantes, que así sea.
China demuestra que todavía se pueden aplicar controles de capitales en el siglo XXI
La idea de fondo es volver a los 30 años gloriosos del periodo de Bretton Woods después de la II Guerra Mundial, durante los cuales integración económica, crecimiento y protección social fueron de la mano. En su conocido trilema, Rodrik explica que de las tres opciones: integración económica profunda —es decir, la hiperglobalización—, soberanía nacional y democracia plural, solo podemos optar por dos. Durante mucho tiempo, privilegiamos la primera, descuidando las otras dos, y por eso han crecido los partidos nacionalistas y antisistema.
Rodrik es además muy crítico con los liberales que aceptan su trilema pero lo resuelven de otra manera. Sobre la base del concepto de la aldea global, estos piensan que lo mejor sería optar por el lado del triángulo que incluye la integración económica progresiva y la democracia, descartando el polo de la soberanía nacional. Optarían así por fortalecer la gobernanza global, haciéndola más justa y democrática. Rodrik dice que eso es una quimera. La soberanía popular reside en el nivel nacional y ahí es donde hay que actuar.
Puede ser. La idea de un Gobierno y Parlamento mundial parece algo sacado de Star Trek pero altamente improbable por ahora. No obstante, cabe preguntarse quién es más naif: ¿los que creen en mejorar la gobernanza global o los que quieren volver a los años sesenta? ¿Realmente es posible y deseable introducir aranceles y controles de capitales en la era de las cadenas de valores transnacionales, el fintech y la blockchain?
China demuestra que todavía se pueden aplicar controles de capitales en el siglo XXI, incluso restringir la información e intercambio por Internet, pero el gigante asiático lo puede hacer porque en el triángulo de Rodrik ha optado por descartar la democracia. Justamente, el discurso tan de moda hoy de recuperar la soberanía nacional tiene el peligro de volver a una era más autoritaria y nacionalista. Lo estamos viendo en Oriente, pero cada vez más en Occidente.
El discurso de recuperar la soberanía nacional tiene el peligro de volver a una era más autoritaria
Las medidas proteccionistas de Trump son, en este sentido, preocupantes, ya que van a generar tensiones geopolíticas y no van a crear más puestos de trabajo. La apertura es fuente de riqueza. Introducir aranceles cuando la especialización está dispersa por la globalización es como construir muros en una fábrica. Igualmente, la diversidad cultural aumenta la innovación. No es una casualidad que la mayoría de las grandes empresas tecnológicas de Silicon Valley hayan sido creadas por inmigrantes. Si EE UU cierra ese flujo perderá esa ventaja.
¿Qué debe hacer Europa en este contexto? Lógicamente, continuar reforzando su democracia trasnacional y preservar sus principios liberales, pero también tiene que desplegar una agenda más social. La globalización —definida por el anhelo humano de comprimir espacio y tiempo— es un coche que no tiene marcha atrás. O va hacia delante o se estrella, como sucedió en la caída del Imperio Romano y las dos guerras mundiales. Pero como todo coche, necesita un chasis adecuado para mantener su velocidad.
Esa carrocería deber ser construida hoy por alianzas internacionales y coaliciones ideológicas. No se trata de parar la globalización sino de gobernarla mejor. Para ello, la UE se tiene que aliar con otros países que comparten unos principios sociales y liberales parecidos en el G20. Japón, Corea del Sur, Canadá, México y Brasil son posibles candidatos. Uno de los primeros objetivos tendría que ser luchar contra los paraísos fiscales y la evasión fiscal, quizás el mayor cáncer de nuestras democracias. Y aquí la UE debería empezar en casa, y por Luxemburgo.
Pero también hay que actuar en el plano nacional. Es vital que las fuerzas socialistas y liberales formen coaliciones de grupos de interés amplios que puedan apoyar una agenda reformista que combine tanto políticas liberales que actúen sobre la oferta como políticas sociales que sustenten la cohesión y participación social y la demanda. Es imperioso buscar un equilibrio entre libertad e igualdad, ya que, frente al previsible inmovilismo propio del conservadurismo, si esta unión pragmática social-liberal no se produce, aumentará el atractivo de las fuerzas nacionalistas y crecerá la posibilidad de que el coche de la globalización se estampe.
MIGUEL OTERO: Investigador principal del Real Instituto Elcano.
En sección TRIBUNA de EL PAÍS, 20-03-18
Anexo:
Trum resucita el mercantilismo
Editorial, El País
Después de más de un año de Gobierno, el mundo ya ha caído en la cuenta de que Donald Trump está en posesión de una concepción premoderna de la economía. La resurrección del mercantilismo operada por Trump es una anomalía comparable a que la sanidad en los países occidentales volviese a practicar el curanderismo como norma. Y no es que el proteccionismo estuviera erradicado antes de la era Trump, sino que se consideraba un mecanismo de reacción marginal, limitado, frente al progreso del comercio mundial y del multilateralismo. La política económica de Trump tiene un aire añejo, un poco pueril (sus consecuencias no lo son, desde luego), como volver a los juguetes de metal y a las cartas franqueadas. Esa puerilidad es peligrosa, aunque por el momento se manifieste más en amenazas que en daños considerables. Que llegarán, si sigue por este camino.
Este carácter rancio e infantil se manifiesta no sólo en la voluntad entusiasta de provocar guerras comerciales, sino también en el carácter simbólico y animista de sus decisiones. Sube los aranceles del acero (25%) y del aluminio (10%), quizá porque está jugando con el valor nostálgico de la industria del acero en el imaginario industrial estadounidense. De nuevo un guiño a los obreros blancos que se encuentran cómodos lamentando la invasión de inmigrantes y recuerdan la América perdida. El mensaje de los aranceles al acero y al aluminio está un poco por encima del nivel subliminal, pero, eso sí, en el grado de tosquedad requerido. Ni el acero ni el aluminio tienen una relevancia especial para la economía estadounidense, pero son motivo para demostrar que, frente a China, se están “haciendo cosas”.
Ante esta colección de muecas mercantilistas —el aluminio y el acero no son las únicas; Trump ya había vetado recientemente la compra de Qualcomm por el grupo Broadcom, de Singapur— importa mucho la calidad de las respuestas. China ha recurrido a la amenaza velada y Europa parece dispuesta a imponer aranceles a los vaqueros y al bourbon. Son reacciones obligadas, causadas por la sorpresa y el desaliento. Pero el mejor tratamiento posible a la infección proteccionista es mantener la confianza en el libre comercio mundial y resolver, en la medida de lo posible, los conflictos (o baladronadas) de Trump a través de los organismos multilaterales vigentes.
Hay varios motivos de peso para la moderación. Los asesores políticos de Trump, aunque sigan creyendo mágicamente en los aranceles, deben estar informados de que el proteccionismo daña el crecimiento y el empleo (de hecho, sólo los aranceles al acero y al aluminio le pueden costar a Estados Unidos unos 146.000 puestos de trabajo) y acaba produciendo rebrotes de la inflación. Al final de esa cadena de causas y efectos aparece la política monetaria como principal damnificada: Powell tendría que acelerar la retirada de estímulos monetarios, lo cual provocaría un grave desequilibrio financiero y daños inciertos, pero considerables, en la confianza de los mercados. No es muy verosímil hoy que Trump, más allá de su exhibicionismo complaciente, corra el riesgo de abrir una guerra económica global y se arriesgue a poner a todas las áreas económicas en situación de abierta hostilidad a Washington. Trump debe medir bien todos sus pasos, porque esto es exactamente lo que está a punto de suceder. En el BCE ya han expresado su malestar por lo que consideran una política deliberada de depreciación del dólar. La cuestión es ¿hasta qué extremos va a llevar Trump su gamberrismo económico?
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