Un programa económico que organiza la sociedad alrededor del mercado tiene poco de progresista o feminista.
Ninguna nostalgia nos hará iguales y libres
Es habitual que en tiempos de debilidad de las luchas sociales emerjan en la izquierda discursos conservadores. Siempre están ahí, pero únicamente se vuelven relevantes cuando perdemos fuerza. Si las plazas están tomadas o hay manifestaciones, okupaciones o huelgas, –en tiempos de potencia– ¿quién se va a preocupar de discutir el sujeto del feminismo o si el activismo antirracistas o LGTBI es “neoliberal”? Por desgracia, estamos en uno de esos momentos de discusiones abstractas de interés discutible.
No se puede culpar, sin embargo, a los movimientos sociales existentes de la incapacidad colectiva de oponerse al avance del neoliberalismo. No se puede responsabilizar al feminismo, a las luchas LGTBI o al antirracismo de la debilidad –o integración– de los sindicatos o de la desarticulación del movimiento obrero que fue un proceso histórico multifactorial y complejo (Esto no implica que no se pueda articular una crítica a las derivas identitarias de algunos de esos movimientos, o sus políticas de demanda de integración estatal, pero en cualquier caso eso implicaría análisis más afinados, no una impugnación total a riesgo de tirar al niño con el agua sucia del baño). Los derechos que se obtuvieron en cuestiones que algunos llaman “de representación” fueron fruto de arduas movilizaciones. Muchos de estos movimientos, además, tenían una impronta fuertemente anticapitalista, pero su derrota –no fueron quienes efectivamente lidiaron las políticas feministas o LGTBI– es el signo de los tiempos.
¿Es el neoliberalismo progresista?
Ejem. El neoliberalismo triunfó en los 80 de la mano de Thatcher y Reagan, que sumaron a los elementos de radicalización del liberalismo su preocupación por la familia y la tradición. En ese sentido, el neoliberalismo en la teoría se presentaba como una forma revolucionaria capaz de sacudir los cimientos de toda la sociedad –y así fue– pero también como una doctrina y práctica perfectamente compatible con la preservación de la familia o los valores tradicionales. Aún antes de esta pareja maléfica, el neoliberalismo se empezó a experimentar sin cortapisas durante la dictadura de Pinochet en Chile. Aquí el neoliberalismo no es que no fuese progresista, es que directamente no era ni democrático. (De hecho, para el neoliberalismo la democracia suele ser una metáfora del mercado y poco más mientras que la libertad es concebida como libertad económica. El mercado es la expresión material, concreta, de la libertad. No hay otra posible. Todo lo demás es secundario).
Precisamente, como explica Melinda Cooper, el individualismo neoliberal encaja perfectamente con la defensa de la familia tradicional –esa que funciona de estabilizador social, espacio de control social y de subordinación de la mujer, niños y personas LGTBI y donde se reproduce buena parte de la violencia patriarcal–. El trabajo de Cooper, que se centra en Estados Unidos, muestra cómo los recortes neoliberales del gasto público en educación, salud y bienestar se basaron en el supuesto de que las relaciones familiares reemplazarían estos servicios públicos a partir de la deuda intergeneracional. En ese sentido, los neoliberales no estaban tan alejados de los conservadores en sus propuestas, si bien, a diferencia de estos –o del orden fordista–, su propuesta no estaba sujeta a costumbres sexuales disciplinarias específicas o a una defensa de la familia heteronormativa.
Los lazos familiares se muestran así imprescindibles para absorber los choques e indeterminación que provoca el libre mercado, ya que se pretende desmontar cualquier soporte bienestarista mientras se liberaliza –se precariza– el trabajo y se deja los bienes básicos a merced de “la mano invisible”. Así, el neoliberalismo utiliza a la familia para retrotraer funciones al Estado. De hecho, después de la crisis del 2008, con los recortes y la austeridad –la salida neoliberal– la familia se ha vuelto más importante para la supervivencia de las personas.
Recordemos, esa institución sin la que no habría trabajadores listos para ser explotados –mujeres que reproducen la mano de obra–. Y que es fundamental para reproducir la estructura de clases. En el orden neoliberal, además, el origen social cada vez importa más para las posibilidades económicas y de vida de las personas. La herencia aquí es un mecanismo esencial, pero también la educación, los contactos, las posibilidades de endeudamiento, etc. El problema no es la familia en sí, sino no disponer de alternativas que te den autonomía. Como señala Cinzia Arruzza, a pesar de la multiplicación de las identidades y prácticas sexuales, la mayor visibilidad de las personas trans y los estilos de vida no conformes con el género, –así como su mercantilización y promoción como nichos de mercado y nuevas fuentes de ganancias y sitios de inversión–, la familia ha seguido ganando peso, también la sujeción que implica. El neoliberalismo, por tanto, no solo no ataca a esa institución fundamental para el sostén del orden social sino que la refuerza al hacer recaer más peso en ella.
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