Los científicos del Panel Intergubernamental contra el Cambio Climático han recogido en sus detallados informes los impactos que causará el calentamiento del planeta. Los efectos serán devastadores en mayor o menor grado dependiendo de la rapidez con la que empecemos a adoptar medidas contundentes dirigidas a la raíz del problema. No es en absoluto lo mismo que el calentamiento del planeta suba a 1,5ºC, como contempla el Acuerdo de París, a que suba 3ºC, 4ºC ó 6ºC. Los efectos son radicalmente distintos: de un escenario grave, pero manejable en el primer caso, a un colapso total de los sistemas naturales a partir de los 2,5ºC. Y serán precisamente los grupos más pobres y vulnerables, tanto dentro de nuestras sociedades como entre territorios, quienes soporten con mayor crudeza ‒en algunos casos ya lo están haciendo‒ los efectos del cambio climático.
La gravedad de estos escenarios no debería, sin embargo, oscurecer otro hecho que ya está ocurriendo y que podría contribuir en gran medida a agravar los futuros escenarios: la mercantilización de bienes naturales básicos. Aunque mucho menos conocido, este proceso plantea serias amenazas sobre las cargas que tengan que soportar los desposeídos y, por ende, sobre la cohesión social.
Un sector de negocio codiciado es la agricultura. Con el argumento de “hacer frente al cambio climático”, promover la necesidad de aumentar la producción de alimentos para contrarrestar una posible escasez futura, e incrementar la productividad y la eficiencia actualmente corporaciones y gobiernos, bajo el paraguas de la ONU, impulsan la llamada “agricultura inteligente”. Bajo esta amable etiqueta básicamente se abre la puerta a la agricultura industrial. Aunque ese modelo pueda lograr aumentos de productividad, como promete, en un primer estadio, será a base de utilizar mucha agua —a veces en zonas de estrés hídrico—, emplear grandes cantidades de fertilizantes y herbicidas químicos, que agotan la fertilidad de los suelos, y reducir la biodiversidad a través de los monocultivos. También genera efectos sociales importantes: la expansión de la “agricultura inteligente” se produce a costa de la agricultura tradicional, que hoy representa el sustento de 3.000 millones de personas en el mundo. También alimenta el acaparamiento de tierras y la expulsión de sus habitantes. La “agricultura inteligente” (industrial), con apoyo de los organismos económicos internacionales, abre toda una línea de negocios para los inversores (como en los años 60 y 70 lo hizo la “revolución verde”) en tierras hasta ahora cultivadas por el campesinado y se conecta con la “economía verde” capitalista al vincularse con los mercados de carbono. Lejos de abrir una vía para mitigar el cambio climático, como dicen pretender, la “agricultura inteligente” acelerará el deterioro ecológico, climático y también social.
Un segundo bloque de negocio se configura en torno al agua. Como ocurre con los alimentos, aquí también se construye una narrativa de escasez, que si bien tiene una parte de realidad, enfatiza los aspectos físicos, eclipsando los aspectos derivados del hacer humano. Con la perspectiva de la escasez en el horizonte, corporaciones del sector han identificado el agua como el recurso perfecto para hacer negocio: es resistente a la inflación, todo el mundo lo necesita y se prevé que la demanda vaya en alza. Así, se repiten las predicciones de futuros escenarios de estrés hídrico, pero se oscurece el hecho del uso despilfarrador que se hace en las sociedades opulentas de este bien común e insustituible, por ejemplo, a través de la agricultura industrial y de los sectores extractivos, ambos intensivos en el uso de agua.
Empresas o fondos de inversión como PICO Holdings, Water Asset Management, Nile Trading and Development, BHP Billinton y Unitech, o Suez Environment, Veolia y Coca-Cola se aprovechan del boom especulativo del agua. Este sector está cada vez más financiarizado; de hecho, ya hay fondos de inversión especializados en agua. Todo ello suscita serias preocupaciones en torno al acceso al agua en las próximas décadas, que podría verse comprometido y quedar restringido según la capacidad adquisitiva de los grupos sociales, a pesar de ser un derecho humano reconocido por la ONU.
Un tercer sector crucial para el funcionamiento social como es la energía también está en el punto de mira del sector corporativo. La “seguridad energética” aparece hoy como una de las máximas prioridades de los Estados de los países industrializados, muy por encima del cambio climático, que no pasa de ser un “desafío” que hay que “gestionar”, y con este argumento se da vía libre a cualquier iniciativa que prometa proporcionar energía sin hacer cambios profundos del sistema energético. Así se justifica continuar con la exploración y extracción de combustibles fósiles, pese a su responsabilidad en el calentamiento climático, incluso empleando técnicas más peligrosas y contaminantes como los llamados “combustibles no convencionales” (fracking, extracción de las arenas bituminosas o del subsuelo marino), además de los llamados biocombustibles, que conforman buena parte de los monocultivos de la agricultura industrial en países del Sur global. A menudo, toman la forma de las llamadas “cosechas flexibles”, como caña de azúcar, cereales, soja o colza, que pueden emplear igualmente como carburante, fibras, alimento humano o forraje animal, y que se destina a un uso o a otro dependiendo de la cotización de estos productos en los mercados financieros internacionales. Sobra decir que la financiarización de estas cosechas es un factor de primer orden en el aumento del precio de lo que son alimentos ‒y no combustible‒ para millones de personas.
Actualmente empieza a perfilarse una pugna, aunque muy desigual en fuerzas y poder, entre quienes pretenden mantener o incrementar las actuales estructuras energéticas centralizadas en manos de un puñado de corporaciones, precisamente aquellas con responsabilidad en la generación del cambio climático; y entre quienes quieren avanzar hacia modelos energéticos basados en energías renovables y que sean más descentralizados, democráticos y justos. Dependiendo de qué opción vaya ganando terreno podemos prever la orientación que adquiere la gobernanza del cambio climático en las próximas décadas.
Un cuarto sector en liza es el de la geoingeniería, técnica que coquetea con un tecnooptimismo ilimitado al proponer la manipulación a gran escala de los sistemas ambientales terrestres con el fin de modificar el clima. Bajo esta etiqueta se engloban dos grandes bloques: el manejo de la radiación solar y el secuestro de CO2, aunque algunos autores contemplan una tercera categoría dirigida a la modificación del tiempo atmosférico. Esta tecnología incluye propuestas tan sorprendentes como lanzar millones de partículas a la estratosfera para que actúen de parasoles, blanqueamiento de las nubes para reflejar la luz solar, cubrir grandes extensiones de los desiertos con plásticos reflectantes, almacenar CO2 comprimido en minas abandonadas, enterrar grandes cantidades de carbón vegetal (biochar) para eliminar CO2, fertilizar los océanos con nanopartículas de hierro para aumentar la capacidad de absorción de carbono del plancton o incluso desviar las corrientes marinas. Pese a ser una tecnología altamente especulativa y presentar suficientes incógnitas para que la ONU estableciera en 2010 una moratoria por sus efectos imprevisibles —algo a lo que también se ha referido el IPCC— sus promotores presionan no solo aumentar la inversión en investigación, sino para sacar la geoingeniería del laboratorio y experimentarla en entornos reales. De hecho, una serie de países ‒entre ellos España‒ reconoce ya haber realizado experimentos.
No está nada claro que estas propuestas puedan realmente frenar el cambio climático y, sobre todo, sin causar nuevos y mayores daños, pero eso no es obstáculo para que muchas empresas esperen lucrarse con estos proyectos. La geoingeniería resulta más una huída hacia adelante, arriesgada y costosa, que una verdadera solución porque ignora las complejas interconexiones de los sistemas naturales; elude las verdaderas causas del problema para fijarse en los efectos; y plantea numerosas incógnicas. Todo ello no augura llegar a buen puerto.
Mientras las corporaciones trazan sus planes de negocio en torno al cambio climático con la aquiescencia ‒y apoyo‒ de algunos gobiernos, florecen en todo el mundo miles de iniciativas que abogan por dar continuidad a la agricultura familiar y otras tantas que impulsan la agroecología, que defienden el agua pública y la remunicipalización de las empresas privatizadas y que abogan por la democratización del sistema energético. Este abanico de proyectos afronta cada día mil y un obstáculos estructurales para construir sus propuestas.
El cambio climático es hoy la principal amenaza a la que se enfrenta la humanidad y afectará a todas las dimensiones de nuestra vida. En estos momentos afrontamos el riesgo de que la planificación para entrar en una nueva época de calentamiento global quede al arbitrio de corporaciones, cuya principal objetivo es salvar la cuenta de resultados, o de los gobiernos, a menudo más preocupados en alianzas y equilibrios diplomáticos que en garantizar el bienestar de toda su ciudadanía. Las políticas y prácticas que estos agentes pueden trenzar solo conducen a procesos excluyentes, injustos y de abuso masivo de derechos humanos, como ya empezamos a atisbar. Si queremos evitar este desenlace, es necesario un giro radical en el signo de la gobernanza del cambio climático y de los elementos que la sustentan. Para ello, hace falta que la ciudadanía se involucre y presione para generar un debate abierto sobre el cambio climático, sus implicaciones y cargas diferenciadas sobre territorios y clases sociales. El objetivo último es impulsar un proceso de decisión política participado para navegar esta época de incertidumbre con justicia y equidad.
Nuria del Viso
Fuente: https://ctxt.es/es/20180725/Firmas/21037/Cambio-climatico-recursos-calentamiento-global-Nuria-del-viso.htm
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