El ministro Ricardo Bonilla ha dejado su cargo, como director de la Economía y las finanzas, justo después de que María Alejandra Benavides, su antigua asesora en la conexión con el Congreso, le volteara la espalda, reconociendo ante la fiscalía General de la Nación que el “ministro lo sabía todo”; en otras palabras, que sabía del re-direccionamiento de contratos y la entrega de Cupos Indicativos, los mismos “auxilios” y transferencias que habrían beneficiado a los parlamentarios dadores de sus votos, allí donde fueran necesarios, conductas aviesas si las hay, cuya ocurrencia fuera negada obviamente por el alto funcionario y por otros ministros igualmente mencionados en estas diligencias, interrogatorios y delaciones. Dijo además la exasesora, que en esos presuntos tejemanejes, Ricardo Bonilla “la utilizó”, expresión que no podría referirse sino a prácticas indebidas, seguramente conductas nada ortodoxas en los enlaces con unos parlamentarios, movidos por el ansia de conseguir partidas presupuestales para sus proyectos en los municipios, veredas o regiones, en donde no solo promueven obras, sino en los que sobre todo hacen política y trabajan lealtades.
El ministro y sus encrucijadas
Bonilla, por supuesto, se ha mostrado seguro de convencer a los operadores judiciales de que no hay nada en su actuación que lo pueda incriminar en el campo de los delitos contra la recta administración; y de hecho no han aparecido evidencias claras, de las que se desprenda con nitidez una tipicidad penal. Por otro lado, el funcionario ha exhibido un historial intachable en el servicio público y en la cátedra; un profesor “serio y honesto”, lo ha llamado su último jefe, el presidente de la República. Por cierto, la circunstancia de que hubiera indagado en alguna ocasión sobre proyectos de inversión local de los que eran “dolientes” algunos políticos, son manifestaciones que quizá no sean indicios contundentes, ya que está la excusa de que se trata de una preocupación explicable acerca del desarrollo en las comunidades y territorios, una coartada en principio plausible.
Con todo, la posición en que se encuentra este respetable profesor de economía no es tan confortable, como muchos lo desearan; y no lo es, si se piensa en la posibilidad explosiva de que los recaudos testimoniales entreguen elementos probatorios, en el sentido de que se haya inmiscuido, de una u otra manera, en las “intrigas” discretas que conducen al favorecimiento de congresistas, gestiones quizá abusivas, por más nobles que sean las motivaciones y por más que esos ejercicios palaciegos se revistan de técnicas rutinarias y aceptadas en el proceso legislativo.
Composición compleja
De cualquier forma, de un hecho tan incondicionalmente punible y crapuloso emerge una situación compleja por la variedad de actores y conductas intervinientes, una especie de doble dimensión. En la una coexisten dos esferas, una judicial y otra política, ambas con efectos deslegitimadores. En la segunda dimensión los agentes en este tipo de latrocinios constituyen, o bien, un núcleo duro o bien una periferia, relativamente blanda e indirecta.
En el primer orden de problemas, la órbita judicial incluye la persecución penal a quienes hayan cometido peculados, cohechos, concusiones, lavado de activos o tráfico de influencias. La órbita política, por su cuenta, relaciona a los que han mostrado pasividad o una débil complicidad en la cadena de abusos y felonías, tal vez portadores de justificaciones ideológicas y pragmáticas, que merecen por supuesto el desenmascaramiento en el debate público.
En el segundo orden de problemas, el núcleo duro está habitado por los que han robado, también por los que han incurrido en sobornos, si estos han tenido lugar; a su turno, la periferia suma naturalmente a los que han colaborado o, incluso, tolerado los estropicios contra el bien público.
Un acto de corrupción, como el robo en la UNGRD, se extiende en derivaciones, se abre en ramificaciones. Hasta puede semejar una expansión en círculos concéntricos, con participaciones progresivamente blandas a medida que el movimiento se desplaza a la periferia, un efecto parecido al de las ondas que avanzan después de que un objeto cae con la fuerza de la gravedad en el centro de un estanque.
Este “epicentro” del fenómeno pasa a ser ocupado por los comportamientos de quienes pertenecen a la lumpen-política y a una de sus peores versiones, la lumpen-burocracia. Luego, vienen las actuaciones más “suaves”, pero que terminan contemporizando con el intercambio de favores indebidos, así se trate de simples “errores”, no de delitos propiamente dichos; pero que de todas maneras configuran conductas resbalosas, todas ellas entrampadas en las rutinas del clientelismo, el que campea en las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo, una forma de viabilizar el proceso de decisiones en el Congreso, es decir, el de crear mayorías, a veces sin el tributo riguroso que debe rendirse a las buenas prácticas.
Quizá a ese tipo de ocurrencias o, así mismo, a técnicas “extorsivas”, es a lo que haya hecho alusión el ministro saliente cuando en su carta de renuncia se quejó de la forma como funciona la Comisión Interparlamentaria de Crédito Público, particularmente por sus “permanentes dilaciones en el otorgamiento de conceptos, no vinculantes, que se prestan para (unas) maniobras, que dejan al ministro de turno en aprietos”.
El monstruo siempre ahí
En todo caso, la investigación penal deberá validar la incriminación y el castigo a los delincuentes. Por lo demás, debería acercar su verdad jurídica a la verdad histórica, algo que seguramente confirmaría un hecho insoslayable: por la circulación sanguínea del régimen político viajan imbatibles los virus de la corrupción y del clientelismo. Lo hacen con independencia del signo ideológico que asuma el gobierno correspondiente, sea de derecha o de izquierda. Es un monstruo omnipresente y asfixiante pero también sedicente, que parece dominar a muchos de los agentes institucionales. No son ellos los que lo controlan. Y lógicamente, no se deciden a liquidarlo, como hizo el ingenioso Ulises con el cíclope Polifemo, que pretendía devorar a sus compañeros.
En la medida en que avance la investigación judicial y se lleguen a consolidar algunas denuncias, pueden crecer las sombras de desconfianza sobre el régimen todo, un régimen con cuyo cambio nadie ha querido comprometerse, sencillamente por el temor que invade a las élites políticas, con indiferencia de su color político, ante el riesgo de hundirse en la ingobernabilidad, como si temieran abandonar los estímulos y premios que depara el engrasamiento clientelista, lo que resulta en un apego inmoral a la trampa, a los torcidos y a los favores ilegales: expresiones “tristes” del poder, para hablar en las claves del filósofo Spinoza, que obviamente causan la ruina de la ética, aunque tampoco salvan finalmente la gobernabilidad.
Por lo pronto, sin que importe mucho la renuncia del ministro, el gobierno ha conservado algunos márgenes de gobernabilidad, lo que queda ilustrado con la muy amplia aprobación de la reforma constitucional que contenía la modificación en el Sistema General de Participaciones, reforma que está destinada a fortalecer la descentralización. En igual dirección también marcharía auspiciosa la conformación de la justicia agraria. Pero no ha sucedido lo mismo con la ley de financiamiento, hundida por las comisiones económicas del Congreso; y que estaba destinada a ajustar hacia arriba el presupuesto nacional, desfinanciado en 12 billones de pesos, faltante que traerá dificultades en el gasto y la inversión, presagio de las incertidumbres que rodearán parte sustancial de la agenda.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: La Silla Vacía
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