El conflicto armado colombiano no fue impactado por el acelerado proceso de urbanización que vivió el país, empujado por el mismo recurso de la violencia, al pasar de rural a urbano. “En el transcurso de cinco décadas (1940-1990) se ha cumplido en lo fundamental el proceso de urbanización de la población, de la economía y de la cultura del país. Las tasas de crecimiento urbano se duplican en este período, alcanzando entre 1951 y 1964 su máximo nivel histórico (54 por mil). La población urbana se incrementó en 21.3 millones, pasando de 2.7 a 24 millones en el período. La inmensa mayoría de esta población se concentró en las grandes ciudades y áreas metropolitanas y en las ciudades intermedias. Colombia observó en estas décadas el surgimiento de una malla urbana equilibradamente distribuida en el territorio nacional, ejemplar en los procesos de urbanización en América Latina, por el que se le reconoce como “un país de ciudades”. Al finalizar el siglo XX, más del 70 % de la población nacional, equivalente a 30 millones de colombianos, está residiendo en las áreas urbanas.” El campo y la ciudad: Colombia, de país rural a país urbano, Rueda Plata, José Quinto.
Mientras el país se transformaba de rural a urbano, el conflicto armado no se trasladó. Según la Comisión de la Verdad la principal víctima siguió siendo el campesinado. Por algo, de los más de ocho millones de victimas que se reconocen en los registros oficiales, el 90% sufrieron las consecuencias del desplazamiento forzado, constituido en el principal hecho victimizante en la historia reciente de Colombia. Por la penetración de las lucrativas rentas ilegales que permearon las organizaciones que enarbolaban las banderas del cambio y la lucha por el poder político, el conflicto armado se degradó, dejó de ser una lucha de clases o de sectores sociales por hacerse al control del gobierno para cambiar los cimientos de la sociedad, para convertirse en una confrontación donde la población fue la mas afectada, la violencia fue indiscriminada y las victimas brotaban de todas las condiciones socio económicas, étnicas, etarias y culturales. El narcotráfico llegó y todo lo corrompió.
Pero el mercado de las drogas no se forjó como el principal combustible del conflicto en el campo, sino en las ciudades. Así germinó otro frente de la violencia colombiana. En Medellín apareció Pablo Escobar inicialmente como traficante de mariguana y luego de cocaína hasta construir un emporio delincuencial capaz de poner en jaque al Estado y la sociedad por su capacidad militar, económica y soporte social y político. El narcotráfico es un fenómeno eminentemente urbano, aparecido al calor del derrumbe del modelo proteccionista imperante durante el siglo XX y la instalación del neoliberalismo denominado “apertura económica” que acabó el andamiaje industrial de una ciudad como Medellín que pasó de ser un territorio con fortalezas en el sector secundario de la economía, al sector terciario o de servicios, con la consabida crisis de ingresos para los pobladores, muchos de los cuales encontraron una oportunidad en la comercialización, al por mayor y al por menor, de drogas como la cocaína. Desapareció Pablo Escobar, pero las estructuras incubadas bajo su mandato y el de sus enemigos, los pepes, crecieron y se consolidaron hasta convertirse en los pilares de la otra faceta del conflicto armado, sin ninguna pretensión de tipo político respecto al control del Estado, excepto por su capacidad de penetración corrupta en la institucionalidad, lo que facilitó su permanencia en el tiempo y el fortalecimiento y diversificación de sus rentas ilegales y también legales.
Medellín fue considerada la ciudad más violenta del mundo en los comienzos de los años 90 con cerca de 5.000 homicidios año y una tasa de 380 asesinatos por cada 100.000 habitantes. Con picos y bajas, paulatinamente, las afectaciones a la vida fueron decayendo al mismo tiempo que la ferocidad de las disputas por el control de los territorios. Era necesario ceder para aprovechar con cierta tranquilidad los beneficios de la economía subterránea y al margen de la ley, que el Estado ha sido incapaz de controlar. En ese proceso de consolidación de las estructuras armadas ilegales, en Medellín y el valle de aburra, miles de personas fueron victimizadas, pero en realidad fue toda la población, con una doble tragedia: la institucionalidad no sabe quienes son y tampoco le interesa reconocerlas, porque supuestamente el victimario no tiene una sigla con alguna connotación política. La personería de Medellín en su Informe de derechos humanos de 2020, se atrevió a considerar que 698.289 personas fueron afectadas directamente por el conflicto urbano en la ciudad, en los últimos 35 años.
Ni el ELN, ni las disidencias de las Farc o estado mayor central, tienen en sus filas más miembros que las estructuras armadas de Medellín y la región metropolitana. El gobierno nacional y en general las autoridades, reconocen que la cifra de personas vinculadas, directa o indirectamente, en su mayoría jóvenes, con estas organizaciones supera los 12.000. Su capacidad de hacer daño y generar perturbación, está incólume. Hablamos solo de Medellín y su entorno, no de lo que ocurre en otros territorios urbanos del país, donde sus habitantes sienten el abandono para garantizar su protección a la vida, su integridad y sus bienes, por parte de las autoridades.
La sensación fuerte de inseguridad que agobia a la población y que la televisión no se cansa de mostrar para pasarle cuentas de cobro al gobierno Petro, tiene su epicentro en los centros urbanos, más que en la ruralidad. Puede que la paz total logre callar los fusiles de los guerreros ilegales del campo colombiano, lo cual es un respiro, pero si no se avanza en el desmonte de las estructuras armadas ilegales urbanas, cuyas raíces penetran los cimientos de la sociedad y los territorios, la paz seguirá siendo una insatisfacción. Lo primero es reconocer el conflicto urbano, como parte sustancial del interminable y degradado conflicto nacional. Lo responsable con el presente histórico de Colombia, es darles la cara a los fenómenos de violencia urbana, intrincados con la inconclusa implementación del Estado Social de Derecho en todo el territorio, en particular en las ciudades, lo que explica la pervivencia de ejércitos sin uniforme en las calles, mucho más fuertes que los que azotan el campo colombiano.
Es una paradoja que los ejércitos ilegales de connotación política, considerados beligerantes, evidencien tanta dificultad para recorrer el camino de la paz, mientras las estructuras urbanas armadas ilegales interpretan con mayor sentido el anhelo de la población de chulear la violencia como una herencia del pasado. En eso son más políticos que los políticos. Basta leer esta primera parte del reciente reportaje de Verdad Abierta:
https://verdadabierta.com/es-el-momento-de-la-paz-total-urbana-voceros-de-la-oficina-de-envigado/
Estamos ante una oportunidad, tal vez única, de alcanzar la paz urbana en Medellín, piloto nacional e internacional. Si no le damos la espalda.
Jorge Mejía Martínez
Foto tomada de: Verdad Abierta
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