La Policía inició su profesionalización en 1940, con la creación de la Escuela de Cadetes General Santander y la reglamentación de la carrera de oficiales, suboficiales y agentes. La revuelta popular del 9 de abril de 1948 –“Bogotazo”– tras el asesinato de Gaitán, contó con la participación de una parte de sus miembros. Con la violencia desatada, el Partido Conservador en el gobierno convirtió a la Policía en su brazo armado. En 1951, el gobierno conservador ubicó a la Policía bajo el mando de un oficial del Ejército, sin que dejara de depender del Ministerio de Gobierno. Tras el golpe del general Rojas Pinilla, en 1953, la Policía fue trasladada al Ministerio de Guerra y pasó a ser la cuarta de las Fuerzas Armadas. Además, fue sometida al régimen de justicia penal militar. Se completó así un perfil de corte militar, incluida una estructura jerárquica vertical, a semejanza del Ejército.
En 1960, el primer gobierno del Frente Nacional nacionalizó la Policía, separándola de las Fuerzas Militares. Quedó bajo la dependencia directa del ministro de Guerra, un general del Ejército en servicio activo –en 1965, este ministerio cambió su nombre por el de Defensa–. En 1966, con su primer estatuto orgánico, la Policía comenzó su actividad investigativa con la policía judicial, además de la orientación institucional hacia el control urbano. En 1971 se definió como un cuerpo armado de carácter permanente, creado para la guarda del orden público interno. En 1991, con el nombramiento del primer ministro de Defensa civil en casi 40 años, la Policía pasó a depender de un funcionario civil y la nueva Constitución la definió como un cuerpo civil armado que hace parte de la Fuerza Pública. En 1993 fue aprobado un nuevo estatuto para la institución, luego de un escándalo por violación de derechos humanos. En 1995 se amplió la profesionalización de la institución, con el denominado nivel ejecutivo policial y la conformación de cuatro especialidades: Policía Urbana, Policía Rural, Policía Judicial y Cuerpo Administrativo.
Con el crecimiento del narcotráfico en los años ochenta, la Policía sufrió la violencia derivada de esa actividad delincuencial y el Estado pasó a ser un factor más de violencia, atizada por la derivada de la expansión guerrillera. Con ello, las crecientes violencias confirmaron la militarización de la Policía y cierta “polivización” de los militares, confusión difícil de solucionar sin que se termine el enfrentamiento bélico entre organizaciones delictivas e instituciones armadas estatales. Pero, además, la expansión globalizadora y el debilitamiento de funciones estatales tradicionales configuran factores que se agregan a la complejidad de los procesos nacionales que ubican a la Policía en la situación actual del país.
La autonomía relativa de la Policía Nacional, al depender de un ministro civil –generalmente sin experiencia al respecto–, la convirtió en rueda suelta institucional, lo que ha dificultado que incorpore reformas que cambien su estructura jerarquizada y la supuesta injerencia de autoridades civiles e instancias ciudadanas. De ahí que con la reforma de 1993 el nuevo Consejo Nacional para Policía y Seguridad Ciudadana (presidente de la República, algunos ministros, el Comisionado Nacional para la Policía, un gobernador y un alcalde) no logró operar, pues el énfasis de la institución siguió centrado en el mando interno jerarquizado y no en el intercambio de propuestas con otras autoridades. Además, la creación del Sistema Nacional de Participación Ciudadana a nivel nacional, departamental y municipal, base de la articulación con la sociedad civil, no funcionó como estaba previsto en la reforma y terminó por diluirse. Y, para completar, el control interno diseñado –Comisionado Nacional para Asuntos de Policía, Oficina de Auditoría Interna y Oficina de Diagnóstico y Autoevaluación– se enfrentó a una contrarreforma, entre 1995 y 2000, con origen en decisiones internas de la Policía. El desmonte de la Oficina del Comisionado Nacional para la Policía y otras instancias terminó por reafirmar la autonomía relativa de la Policía, sustentada en nuevos decretos y la desidia de organismos que subsistieron.
En 2002, un escándalo por corrupción alertó sobre la relativa autonomía policial. En 2004, las recomendaciones de una misión para corregir ese problema y otros entuertos se orientaron al control disciplinario: se propuso la creación de una Consejería Especial para Asuntos de Policía en el Ministerio de Defensa, una Unidad Especial en la Fiscalía, reactivación del Consejo Nacional de Policía y decretar la emergencia disciplinaria. Sin embargo, el gobierno de Uribe terminó ignorando esas recomendaciones y la Policía ejecutando cambios cosméticos. Sin duda, el peso de la estructura militar, adicionado a la autonomía relativa, tuvo de nuevo consecuencias negativas.
Pero los escándalos de la Policía no cesan. Basta recordar unos pocos casos entre los muchos que ha habido, según fuentes periodísticas, como El Tiempo, Semana, El Colombiano, El Espectador, El Heraldo y otros, para apreciar la complejidad de los problemas que acosan a la institución, amen de los que se derivan de las incompetencias institucionales y de funcionarios que tienen que ver directamente con el funcionamiento de la Policía.
En 2007, la institución fue parte de investigaciones por interceptaciones telefónicas (chuzadas) a funcionarios del gobierno, miembros de la oposición, fiscales y periodistas. En 2011, fue exonerada la Policía por este escándalo, pero la agencia de inteligencia nacional (DAS) fue liquidada por el gobierno. En el mismo 2011 fue muerto un “grafitero” por un disparo de un policía, que declaró que lo había atacado e intentado huir. Se comprobó luego que la escena había sido cambiada, así como falsos testimonios, incluidos mandos que cohonestaron trampas. En 2012, el general Santoyo fue extraditado a Estados Unidos donde confesó que asesoró, apoyó y suministró personal a paramilitares en Colombia a cambio de sobornos. Además, vinculó al general Pinzón (exdirector de la policía antinarcóticos) con la conformación de empresas con actos de corrupción. En 2016, algunos sucesos que afectaron la imagen de la institución provocaron la renuncia del director de la Policía –general Rodolfo Palomino–, debido a casos de prostitución masculina por parte de alumnos de la Escuela de Cadetes de Policía, que brindaban contra su voluntad servicios sexuales a oficiales de la institución, congresistas y personas con altos cargos gubernamentales, en una red conocida como “Comunidad del Anillo”. En 2018, fue retirado el coronel Óscar Pinzón, comandante de la Policía del Huila por acoso sexual a una patrullera y, en el mismo año, policías del CAI Bachué de Bogotá fueron involucrados por robo a una mujer que acababa de retirar 90 millones de una entidad bancaria. En 2020, el agente Elías Miguel Madera violó a una mujer en un bus de la Policía por haberse colado en Transmilenio. También, desde 2018, 167 pilotos de la policía antinarcóticos reportaban horas de vuelo falsas, robando 100 millones de pesos a la nación. En ese mismo 2020, cayó una banda de secuestradores –Los Minions–, conformada por policías y ex-policías. Además, en ese año, el abogado Javier Ordóñez murió por efecto de armas eléctricas por parte de agentes en el CAI Villa Luz, en Engativá, y luego, con protestas en Bogotá por tal hecho, policías dispararon a los manifestantes, con al menos 14 personas muertas y 58 heridas. Finalmente, en 2021, durante protestas en varias ciudades del país, se denunciaron 1181 casos de abusos policiales y 26 víctimas mortales.
Ante este complejo panorama, habría que adelantar reformas políticas –no técnicas– en el Estado, que irían por etapas, como trasladar inicialmente la Policía Nacional al Ministerio del Interior o a uno nuevo de seguridad ciudadana, para iniciar luego su indispensable desmilitarización, con una estructura que no sea vertical y jerarquizada, y con más efectivos. Esto permitiría que el gobierno central adquiriera más control en materia de seguridad en las regiones, además de servir de medio para contrarrestar corrupciones en la institución y en esas zonas. Ese traslado implicaría, además, una reforma interna del ministerio del caso, como crear un viceministerio adicional (o quizás dos: uno para entidades de inteligencia con función complementaria), para ubicar a la Policía y sus directivos. El Cuerpo de Carabineros –fortalecido– debe ser una dependencia para atender zonas rurales, en territorios donde el Estado no hace presencia legítima en más del 50%. Esa unidad contaría con apoyo de otras instituciones oficiales. La Infantería de Marina sería necesaria en territorios con predominio fluvial. En el fondo, la esencia de la Policía Nacional deberá ser la seguridad ciudadana, de manera preventiva, con más autonomía individual y mayor legitimidad. Habría que mirar también la estructura del ministerio del caso, para cambiar o adicionar elementos institucionales que contribuyan al objetivo de integración nacional.
Según la Constitución, como los alcaldes de los municipios son los jefes de policía en sus localidades, con el eventual traslado de la Policía al Ministerio del Interior habría posibilidad de articular en forma directa al Ejecutivo central con los niveles regionales y locales. Así, la Policía tendría menos autonomía relativa con respecto a las autoridades de estos dos niveles, pero sobre todo del nivel nacional, lo que facilitaría el cumplimiento de su función esencial de garantizar la seguridad ciudadana. A su vez, la relación horizontal entre gobernaciones y asambleas departamentales, y entre alcaldías y concejos municipales, sería más fluida a través de las funciones de Policía y su control directo por parte del Ejecutivo.
Esta eventual reforma sería el paso más importante para iniciar un proceso de desmilitarización de este cuerpo armado de naturaleza civil, lo que permitiría redefinir sus funciones sin interferencias. Al tener en cuenta que el país continúa en situación de conflicto armado, es fundamental la articulación y coordinación política –con mayor eficacia– de los tres niveles del poder ejecutivo. Y al pensar en el posconflicto y la fortaleza que mantienen grupos de delincuencia organizada, existe la posibilidad de crear una fuerza de policía transitoria, bajo la dirección de la Policía, como una Guardia Nacional Rural, que facilitaría que el control del orden público no tenga los traumatismos sufridos por otros países en situación similar.
En fin, cualquier reforma que se adelante con esta orientación, sería un paso adelante para avanzar en la democratización del Estado y la nación. Pero la pregunta que habría que hacer al respecto sería: ¿tendrá capacidad suficiente un nuevo gobierno nacional –como el que se avecina– para buscar mayorías institucionales y/o en la opinión pública, para empujar una iniciativa al respecto.
Amanecerá y veremos…
Francisco Leal Buitrago
Foto tomada de: redcolombia.or
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