La educación superior como derecho fundamental implica necesariamente su reconocimiento social e institucional como una necesidad cultural, individual y colectiva, indispensable para la vida en sociedad y la convivencia pacífica. Al tiempo que el acceso universal al bien común del conocimiento, conlleva la garantía política para que todas las personas de una sociedad puedan participar, compartir y profundizar los conocimientos científicos y académicos, las expresiones artísticas y los saberes culturales, creados o producidos dentro de procesos, que solo pueden ser colectivos. Sin embargo, en Colombia durante los últimos sesenta años, la privatización de la educación superior ha sido una constante que hunde sus raíces en un capitalismo rentista y elitista anterior al neoliberalismo. No debemos olvidar que, entre la década del sesenta del siglo pasado y el comienzo del nuevo milenio, las matriculas en las instituciones privadas de educación superior pasaron de representar el 38 % del total a constituir el 69%, gracias a la proliferación institucional permitida por el Estado. Las IES privadas transitaron de 13 a 93 en treinta años, dentro de una multiplicación que no tenía parangón en América Latina. El aumento de la cobertura se hizo sin grandes gastos públicos.
Mediante un discurso meritocrático simple, alimentado con frecuencia desde las mismas universidades públicas, las élites y las clases dominantes en la sociedad colombiana fueron instalando la idea de que la educación superior estatal era un privilegio para los estudiantes que lograran ingresar a ella, una suerte de mercancía escasa a la que se podía acceder mediante el subsidio estatal o el pago de los derechos académicos, de acuerdo con la capacidad adquisitiva de los quintiles poblacionales con mayores ingresos, mientras los demás estudiantes podían escoger las instituciones privadas, en función del tipo de bienes educativos que les ofrecían como mercancías cognitivas, con frecuencia a precios muy altos, o ante la inexistencia de otra alternativa.
En la última década del siglo XX, la financiación estatal de las universidades públicas y de la educación superior en general estuvo dominada por un síndrome fiscal[1] que, debido al ajuste estructural impuesto por las políticas públicas de orientación neoliberal, hizo girar el debate gubernamental en este campo alrededor de la eficiencia del gasto público, valorada de acuerdo con una concepción del desarrollo determinada en buena medida por el mercado financiero. Dentro de este nuevo horizonte, la función de la educación fue definida en virtud de su pertinencia para la formación de una fuerza de trabajo que garantizara el crecimiento económico y para la creación de una cultura productivista en este sentido. Las instituciones empezaron a ser valoradas de acuerdo con la “gestión eficiente” de los recursos estatales en la formación de técnicos, tecnólogos, profesionales o científicos, en consonancia con el mercado laboral, con el libre juego de la oferta y demanda educativa, y con la cultura de desarrollo predominante, dentro de la hegemonía neoliberal. Para legitimar la nueva orientación de la política pública en educación superior se recurrió a los “pobres”, a los estratos uno y dos de la población, conforme a la segmentación económica de la sociedad, o, más bien, a un sector de ellos que por sus competencias educativas justificaban la focalización del gasto público. Todo esto, en medio de las dudas generadas por la tesis del Banco Mundial según la cual ante los recursos públicos escasos se debía privilegiar la financiación de la educación básica sobre la superior, la cual solo debería mantenerse para los más competentes y para quienes tuvieran el poder adquisitivo.
Los resultados del síndrome fiscal dirigido a transformar la educación universitaria y superior en una mercancía cognitiva y a limitar el acceso a ella a quienes tuvieran el capital monetario necesario para tal efecto o reunieran los “méritos” para poder incorporarla a sus propios capitales privados, se manifestaron inmediatamente en este sector educativo. Los aportes de la nación para las universidades públicas, que ya eran exiguos por la concepción mercantil de las mismas, empezaron a descender como porcentajes del PIB, al tiempo que la presión por aumentar los denominados recursos propios se intensificó, bajo la exigencia implacable de mayor productividad, en términos económicos y mercantiles, acatadas por rectores o rectoras nombrados de acuerdo con las preferencias y conveniencias gubernamentales. Así, por ejemplo, entre 2002 y 2016, los recursos de la nación destinados a las universidades públicas descendieron del 0,50% del PIB al 0,42%, con el pico más bajo del 0,38% en 2011; mientras entre 1993 y este último año su participación en el presupuesto total de dichas instituciones disminuyó del 79% al 55%.
Empero, en el mismo período en que el Estado debilitó su aporte a las universidades “estatales”, aumentó el asignado al conjunto de la educación superior del 0,9 % al 1,4% del PIB, pues fortaleció el crédito educativo otorgado por el ICETEX, que implica el endeudamiento de los estudiantes y sus familias, y la oferta del SENA para ampliar artificialmente los indicadores de cobertura ofreciendo una mercancía cognitiva mucho menos costosa, de más rápida circulación y de mayor impacto en la formación inmediata de la fuerza de trabajo. Más relevante aún, dio el paso para institucionalizar definitivamente el crédito generalizado a la demanda, con la aprobación de la ley 1911 de 2018, de Financiación Contingente al Ingreso, y decidió apoyar decididamente la mercantilización de las universidades con el programa Ser Pilo Paga y el componente de excelencia del programa Generación E. El síndrome fiscal sentó así las bases institucionales y financieras para transformar definitivamente la educación superior en una actividad productora de mercancías cognitivas y de cualificación de la fuerza de trabajo, entendida también como mercancía, indispensable para el funcionamiento del capitalismo nacional.
A pesar de las restricciones financieras que se le han impuesto a las universidades públicas colombianas y en virtud de presiones estatales, que van desde lo presupuestal hasta los mecanismos de acreditación, la cobertura en la universidad pública colombiana creció en forma inusitada, pues las comunidades académicas tuvieron que hacer más con lo mismo o, lo que sería, más preciso, las administraciones universitarias continuaron con el proceso de precarización del trabajo ocasional, y el Estado, animado por docentes-investigadores con un fuerte sentido mercantil, impulsó el productivismo académico y científico. Entre 2004 y 2014 el número de estudiantes de pregrado en las universidades públicas aumentó en un 57.88% (de 365.085 a 576.393) y los programas en un 34.04% (de 1.078 a 1.445). En postgrado el incremento fue más fuerte, pues resulta un mejor negocio, el número de estudiantes creció en un 184.44% (de 16.492 a 46.974) y los programas en un 96.01% (de 852 a 1670)
Este aumento de cobertura, que se suma al de la educación superior en su conjunto que pasó del 6% de las personas en edad de estudiar en los años sesenta al 50% en la segunda década del nuevo milenio, el cual incluye trampas estadísticas como la de sumar también a estudiantes del SENA que no hacen parte del sector, se hizo principalmente sobre los hombros de los profesores y las profesoras ocasionales o temporales, de su plusvalía absoluta, que llegaron a formar más del 70% del total, y, en menor medida sobre el incremento de lo que podríamos llamar la plusvalía relativa de los profesores de planta.
En lo relacionado con los docentes ocasionales, la precarización de las condiciones laborales y el tratamiento de su fuerza de trabajo como una mercancía con un “valor de cambio” más rentable que el de los docentes de planta, ha creado una dualidad en las universidades públicas que permite hablar de una planta minoritaria de empleados públicos y una nómina contractual y comercial mayoritaria de trabajadores con contratos temporales, llamados órdenes de prestación de servicios. Como un dispositivo silencioso y tolerado por las comunidades académicas, la racionalidad instrumental del mercado ha colonizado la labor docente en las instituciones estatales. Al mismo tiempo, una parte de los profesores y las profesoras de planta han encontrado un mecanismo netamente mercantil para subir los salarios, mediante la publicación de artículos y libros que en virtud de los Decretos 1444 de 1992, 2912 de 2001 y 1279 de 2002 representan puntos salariales, siempre y cuando respondan a estándares que cada vez están más ligados a otro tipo de colonización, la cultural.
Este mecanismo mercantil se suma a la transformación de muchos y muchas docentes de planta en gestores de su propio proceso productivo, mediante el desarrollo de proyectos de investigación o de extensión destinados a aumentar los recursos propios de las universidades, aunque con frecuencia traicionen la autonomía del conocimiento académico, en función de los imperativos del mercado. La racionalidad instrumental mercantil también ha colonizado la vida estudiantil, que en medio del sistema de créditos académicos y de programas diseñados en función de competencias o conocimientos estandarizados definidos con frecuencia por el mercado de la fuerza de trabajo o las políticas de desarrollo, tienen que trazar sus trayectorias académicas más en función del cálculo de costos y beneficios que de su propia formación y de sus intereses cognitivos. Los postgrados merecen una mención aparte, pues en muchas de las disciplinas constituyen el negocio mercantil que le permite a las universidades públicas sobreaguar en medio de lo que en Colombia llamamos las afugias presupuestales.
Entre las acciones de protesta de 2011 realizada por la MANE, y 2018, en cabeza de un movimiento estudiantil más heterogéneo, se pusieron en evidencia estas vulnerabilidades de la educación superior colombiana. Sin, embargo, la pandemia ha impedido nuevas articulaciones, debido a un escenario más desfavorable y una tendencia cada vez más autoritaria en el gobierno colombiano y en las fuerzas armadas, incluidas en ellas a la policía. La extensión y aceleración de la actual política pública en educación después de la pandemia, que además ha puesto en evidencia la debilidad del debate pedagógico dentro de las comunidades académicas y la ausencia de una reflexión rigurosa sobre los alcances y limitaciones de las nuevas tecnologías en los procesos educativos, está destinada a ocasionar una “inmunidad del rebaño académica”, en la que los sobrevivientes van a ir a instituciones privadas y públicas de élite, de acuerdo con su capacidad de pago o endeudamiento, y el resto quedará marginado de la educación superior, con la excusa del coronavirus o relegados a instituciones pertinentes para el desarrollo del mercado de trabajo, con finalidades meramente reproductivas de las relaciones sociales dominantes. La educación como derecho fundamental o acceso al bien común del conocimiento quedará condenada a la extinción.
Las desigualdades en la conectividad; las dificultades de sobrevivencia en el estudiantado, que se expresan como ausencia de un bienestar mínimo para poder realizar las actividades académicas con dignidad en medio de la crisis; la sobreexplotación del trabajo docente de la mayoría del profesorado, sometido a una reinvención tecnológica forzada, sin las herramientas pedagógicas necesarias; la agudización de la excepcionalidad en los gobiernos de las instituciones que acuden a una suerte de estados de sitio universitarios; la alteración de la comunicación en los procesos educativos, donde la dimensión afectiva, tan importante en la cartografía de la mente que orienta la creatividad y el acceso al conocimiento, queda en el olvido; la deshumanización corporal de las relaciones pedagógicas y la maquinización de nuestro acceso al conocimiento humano; la individualización de los docentes encerrados detrás de las pantallas y de los dicentes acosados por agotadoras sesiones virtuales; la violencia sexual y de género agazapada en los hogares sin las posibilidades, limitadas, pero posibilidades, de resistencia que ofrecen los campus públicos; el silencio de las manifestaciones colectivas y el ruido de los disparos contra civiles desarmados; la asfixia de la impotencia ante los agentes de la muerte que siguen asesinando líderes y lideresas sociales y frente a la impunidad de quienes nos siguen gobernando; las nuevas verdades construidas a partir de mentiras mediáticas y la pérdida del contacto con los otros, las otras, les otres; todo eso y mucho más, ocurre en comunidades académicas vulnerables que debemos proteger buscándole caminos a nuestras acciones colectivas, para evitar que esta excepcionalidad eterna se nos vuelva la nueva normalidad que nos anuncian.
_________________________
Esta es una guía de lectura en construcción que, en diferentes versiones y con distintos énfasis, ha sido presentada en los eventos siguientes realizados en 2020: Jueves 11 de junio, Universidad, Pandemia y Sociedad, organizado por la MANPUP (Mesa Amplia de Profesoras y Profesores de las Universidades Públicas); 27 de julio, Los imperativos economicistas de la educación en los tiempos pandémicos: los desafíos de la universidad pública, organizado por el Comité de Currículo y el Instituto Universitario de Educación Física y Deportes de la Universidad de Antioquia; 19 de agosto, Ciclo de debates. La colonización mercantil de la universidad pública, organizado por la Mesa Amplia de Profesores, el Consejo Superior Estudiantil, el Programa de Ciencia Política, la Escuela de Formación Pedagógica y el Grupo de Investigación PACA de la Universidad Surcolombiana; 26 de septiembre, Congreso Mundial de Educación. En defensa de la educación pública y contra el neoliberalismo, Organizado por: Otras Voces en Educación.
[1] . Conjunto de signos o fenómenos reveladores de una situación generalmente negativa.
Leopoldo Múnera Ruiz, Profesor de la Universidad Nacional de Colombia, Miembro de la MANPUP (Mesa Amplia Nacional de Profesoras y Profesores de las Universidades Públicas) Aula Libre
Foto tomada de: RCN Radio
Deja un comentario