En los últimos años, McKinsey & Company se ha convertido en un nombre muy conocido, pero por todas clase de razones erróneas. Como una de las “tres grandes” consultoras, su trabajo para grandes empresas y gobiernos se ha convertido cada vez más en fuente de escándalos e intrigas en todo el mundo.
En los Estados Unidos, por ejemplo, McKinsey se avino a pagar casi 600 millones de dólares por el papel que había desempeñado en la mortal epidemia de opioides, tras las acusaciones de que había asesorado a Purdue Pharma sobre cómo “turboalimentar” las ventas de OxyContin. En Australia, el trabajo de la empresa en la estrategia nacional de reducción a cero del gobierno anterior fue objeto de críticas como un intento flagrante de proteger el sector de los combustibles fósiles del país. Y en Puerto Rico, una investigación del New York Times concluyó que la filial de inversiones de McKinsey, MIO Partners, había maniobrado para beneficiarse de la misma deuda que sus consultores ayudaban a reestructurar.
La lista sigue y es interminable. Pero tal como mostramos en nuestro nuevo libro, The Big Con: How the Consulting Industry Weakens our Business, Infantilizes our Governments, and Warps our Economies, [La gran estafa: Cómo el sector de consultoría debilita nuestros negocios, infantiliza nuestros gobiernos y deforma nuestras economías] estos escándalos no son más que la punta del iceberg. Aunque en todas las empresas hay algunas manzanas podridas, el verdadero problema radica en el modelo de negocio subyacente al sector de la consultoría.
Oleadas de disfunciones
En 2021, el mercado mundial de servicios de consultoría se estimaba en 700.000-900.000 millones de dólares. Sin embargo, a pesar del creciente papel del sector en la vida económica y política, sus actividades casi nunca se cntemplan como lo que son: síntomas de problemas estructurales más profundos del capitalismo contemporáneo. Puede que el sector de la consultoría no sea totalmente responsable de la financiarización de la economía, del “cortoplacismo” empresarial o del desmantelamiento del sector público, pero sin duda se nutre de ellos. A lo largo de la historia del capitalismo moderno, ahí ha estado la Gran Estafa (como denominamos al sector) para capear cada nueva oleada de disfunción.
En lo que respecta a los gobiernos, las grandes consultoras promovieron y se beneficiaron masivamente del impulso de privatización, la reforma de la gestión, la financiación privada, la externalización, la digitalización y la austeridad. En lo que toca a las empresas, contribuyeron a afianzar nuevos modelos de gobernanza, de la difusión de la contabilidad de costes y las corporaciones con multiples divisiones en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial al auge del Accionista Rey a la hora de establecer prioridades y asignar recursos.
Hoy en día, el sector de la consultoría promete revertir los mismos problemas que ayudó a crear: de ahí el auge de los nuevos contratos para ofrecer asesoramiento “medioambiental, social y de gobernanza” (ASG). No es sorprendente que esta nueva línea de negocio venga acompañada de todo tipo de conflictos de intereses. McKinsey, por ejemplo, ha asesorado anteriormente al menos a 43 de las 100 empresas más contaminantes.
El papel desempeñado por las consultoras en la crisis del Covid-19 fue especialmente revelador. Durante los dos primeros años de la pandemia, los gobiernos desembolsaron enormes sumas en contratos de consultoría, pero los resultados han sido dudosos en el mejor de los casos y perjudiciales en el peor. En Francia, las consultoras participaron activamente en la campaña de vacunación. Sin embargo, lejos de ser ejemplo de eficacia, se ha considerado que el programa francés ha sido un desastre. A principios de enero de 2021, sólo se habían administrado 5.000 dosis, frente a las 316.000 de Alemania y las 139.000 de España (los tres países iniciaron sus programas más o menos al mismo tiempo).
Enfoque por defecto
En ciertas ocasiones, los gobiernos contratan consultores para cubrir las lagunas que hay en su propia capacidad. Desgraciadamente, la adjudicación a consultoras de contratos lucrativos y de gran alcance se ha convertido en el enfoque por defecto, incluso en terrenos que evidentemente deberían ser competencia del gobierno. Así, por ejemplo, en 2020, un parlamentario conservador británico se quejaba de que a los funcionarios se les privaba sistemáticamente “de la oportunidad de trabajar en algunos de los asuntos que suponen mayores desafíos, son más gratificantes y exigen mayor consciencia” y de que la “inaceptable” dependencia de consultoras privadas estaba infantilizando la función pública.
Cuando todo se externaliza, los organismos públicos no pueden desarrollar las capacidades y conocimientos internos necesarios para gestionar los nuevos retos. Se trata de algo que debería preocuparnos a todos. Los epidemiólogos advierten de que la próxima pandemia mundial es una cuestión de “cuándo”, no de “si” va a suceder. Necesitamos invertir urgentemente en la capacidad de los gobiernos y las agencias de salud pública para detectar nuevos brotes y contenerlos antes de que puedan propagarse.
Al fin y al cabo, no hay que confiar en que las grandes consultoras tengan los conocimientos para los que se las contrata. Tal como concluyó el New York Times, citando a un investigador del Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS) francés, las consultoras que estuvieron detrás del caótico despliegue de vacunas en Francia “tendían a importar modelos operativos utilizados en otros sectores que no siempre resultaban eficaces en el ámbito de la salud pública”.
Para empeorar las cosas, los jóvenes profesionales inteligentes y bienintencionados se ven cada vez más atraídos por la promesa de un trabajo útil (y mejor pagado) en el sector de consultoría (aunque, afortunadamente, hay indicios de que muchos jóvenes consultores se están desilusionando con el sector).
Cuestionar las ortodoxias
La lucha contra cualquier adicción empieza por reconocer el problema. Sólo entonces podemos reducir nuestra dependencia. En un momento en que hay más gente que nunca que cuestiona las ortodoxias económicas y busca alternativas, desentrañar el papel de la Gran Estafa en la economía actual puede indicar el camino hacia las soluciones. Para construir una economía que funcione mejor, debemos invertir en la capacidad y los conocimientos del Estado, devolver la función pública al sector público y librar al sistema de la costosa e innecesaria intermediación del sector de consultoría.
Por todo el mundo los gobiernos van dándose cuenta de los peligros de la excesiva dependencia de las consultoras y de la forma de capitalismo que han contribuido a crear. Los reformistas están desarrollando modelos de gobernanza innovadores, desde consultorías internas del sector público hasta “laboratorios” de políticas y programas de contratación locales orientados a la comunidad.
Transformar nuestras economías en aras del interés público exige cambiar nuestra forma de pensar y hablar sobre el papel del gobierno. Debemos dejar de ver al Estado como mero rescatador y reductor de riesgos del mercado, y reconocerlo como agente económico fundamental. Las organizaciones privadas y los particulares con auténticos conocimientos y capacidad pueden seguir siendo valiosas fuentes de asesoramiento. Pero deben asesorar y “consultar” de forma transparente desde la barrera, en lugar de que se les ponga al mando y se les pague independientemente de cómo se desempeñen.
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