El problema
Puede decirse que uno de los avances más significativos en el desarrollo de la teoría política marxista comienza con la recuperación y el trabajo analítico sobre el concepto de hegemonía para, a través de ese camino, reelaborar la problemática de la constitución política de las clases como sujetos de acción histórica, nivel al que solo pueden ascender en la medida en que un proceso de identidad, que comienza en el plano corporativo, es capaz de negarse a sí mismo, progresivamente, hasta llegar a la descorporativización.
Es en el interior de esta problemática donde se coloca, como un derivado natural, el tema de lo «nacional-popular» y se concibe expresamente a la hegemonía como capacidad de una clase para la construcción de una «voluntad colectiva nacional popular» sostenida sobre una gran «reforma intelectual y moral». Teórica y prácticamente, a partir de esta concepción no reduccionista de la hegemonía, otros temas se redefinen: la relación entre intelectuales y masas; entre sentido común y conciencia crítica; entre distintas formas de organización-constitución de sujetos sociales. Todo esto implica una superación de la forma clásica de tratar las «alianzas de clases», a menudo entendidas como un agregado mecánico de realidades sociales preexistentes que «pactaban», a través de representaciones políticas, la constitución de un «frente»1.
No casualmente esta nueva problemática comienza a alcanzar una gran importancia en América Latina: el eje polémico que ella plantea permite recuperar los puntos más altos de un debate «clásico» (el entablado entre Haya de la Torre y Mariátegui a finales de los 20), colocándolo en un nivel dentro del cual muchas contradicciones -y concretamente la que enfrentó al nacionalismo con el socialismo como alternativas de masas- pueden ser reflexionadas de otra manera. Si ese desencuentro es una clave central de la crisis secular en las políticas populares en América Latina, en la medida en que su presencia bloqueó la consolidación de fuerzas contrahegemónicas (y los casos del castrismo y del sandinismo, experiencias revolucionarias triunfantes, operan aquí como contrastes ejemplares frente a otras como la de la unidad de las izquierdas en Chile y el peronismo en Argentina), su superación, como construcción de «lo socialista» en el interior de «lo nacional-popular» conlleva una tarea histórica y teórica de reconocimiento particular en la producción de acción hegemónica en la que cada situación supone un irrepetible hecho de cultura.
Pero, como es obvio, esta «solución» trae muchos más problemas que los que resuelve, aunque coloque la indagación y la posibilidad de práctica política en un nivel superior de la espiral del conocimiento, como estímulo para la introducción de una voluntad política transformadora.
Nos interesa anotar algunos de estos problemas, en un listado de modo alguno exhaustivo, y alrededor de ellos trataremos de articular los temas de este ensayo, sin por supuesto agotarlos. Por ejemplo:
– necesidad de diferenciar entre una concepción organicista y una concepción pluralista de la hegemonía
– necesidad de definir el contenido de «lo nacional-popular» como problema teórico y como problema histórico
– necesidad de establecer una relación entre símbolos populares (o sentido común, si se quiere) con una voluntad «nacional-popular»
– necesidad de establecer la relación entre continuidad («nacional-popular») y ruptura («reforma intelectual y moral») en el proceso de producción de hegemonía
– necesidad de discutir el papel de la intervención externa de la cultura crítica y de sus portadores -los intelectuales- en el mismo proceso.
Todos estos problemas se plantean agudamente a propósito de los populismos latinoamericanos, movimientos (y en algunos casos formas estatales) que, en regla general, definen su modo de articulación de los antagonismos «nacional-populares» dentro de un espacio alternativo al del socialismo.
El objetivo de estas notas es el de considerar la relación entre populismo(s) y socialismo tratando de superar un enfoque por el cual a este último solo se lo ve en sus formas «realmente existentes» y a los populismos, en su forma discursiva, sin introducir un análisis de sus manifestaciones históricas.
En este marco nos referiremos: 1) a casos latinoamericanos de populismo, genéricamente considerados, tratando de analizarlos no solo como formas ideológicas sino como movimientos políticos y fases estatales; 2) dentro de ellos, y solo a título de ejemplo, nos detendremos en el caso del peronismo, que ha sido calificado como la forma más avanzada de populismo, entre otros factores por la decisiva presencia que en él ha tenido siempre la clase obrera urbana organizada sindicalmente.
La única tesis de estas notas es la siguiente: ideológica y políticamente no hay continuidad sino ruptura entre populismo y socialismo. La hay en su estructura interpelativa; la hay en la aceptación explícita por parte del primero del principio general del fortalecimiento del Estado y en el rechazo, no menos explícito, de ese mismo principio por la tradición teórica que da sentido al segundo. Y la hay en la concepción de la democracia y en la forma de planteamiento de los antagonismos dentro de lo «nacional-popular»; el populismo constituye al pueblo como sujeto sobre la base de premisas organicistas que lo reifican en el Estado y que niegan su despliegue pluralista, transformando en oposición frontal las diferencias que existen en su seno, escindiendo el campo popular a base de la distinción entre «amigo» y «enemigo».
Conocemos algunas objeciones que pueden oponerse a esta tesis: que no ha sido la convocatoria socialista sino la populista la que más frecuentemente ha recuperado lo «nacional-popular»; que, en general, estos procesos populistas han sido indudablemente progresivos como movilización de antagonismos populares frente a específicos bloques dominantes; sabemos, por fin, que el socialismo al que aspiramos solo existe como proyecto.
Pero también estamos ciertos que aquello que los socialistas asumimos como problema no será el populismo quien nos lo suministre como solución.
Lo nacional-popular y lo nacional-estatal en los populismos
Si la emergencia de los populismos no puede ser mecánicamente ligada a un estadio de desarrollo, es evidente, en cambio, que ella es resultado de una crisis estatal como superación de la cual la populista es una de las alternativas probables. La desagregación del bloque dominante se combina con una activación de masas que la retroalimenta y, en circunstancias históricas dadas, todo ello cuaja en una organización populista de masas y, eventualmente, en una opción estatal de este tipo.
En esa ocasión se produce un doble proceso: el «pueblo» se constituye en sujeto político y, a la vez, un orden estatal nuevo se conforma. Si esto es así, el examen del populismo debe ser desagregado en tres niveles: el de las demandas y tradiciones nacional-populares (no clasistas) que se inscriben en su ideología; el del populismo como movimiento de nacionalización y ciudadanización de las masas; el del populismo como forma particular de compromiso estatal. Estos tres niveles marcan tres órdenes problemáticos diferentes que, aunque relacionados, es posible y útil analizar separadamente. En este caso nos interesarán sobre todo los dos últimos niveles, que remiten a cómo procesan los populismos reales las demandas nacional-populares.
Puede decirse esquemáticamente que la lucha política de las clases fundamentales bajo el capitalismo implica el enfrentamiento entre dos principios centrales de agregación: el dominante, «nacional-estatal»; el dominado, «nacional-popular».
En el primero de los polos del conflicto, el Estado -como forma «universal» de una dominación particular- opera como articulación de lo «nacional» que, a su vez, es definido como el sentido de la acumulación y la reproducción de la sociedad. Esta idea de lo nacional como sentido que tiene lo dado encuentra en el Estado su propia materialidad como contenido histórico. Es a partir de esta vinculación entre Nación y Estado que la dominación en el capitalismo adquiere su legitimidad, en la medida en que ella engloba y supera -«ilusoriamente» diría Marx- las parcialidades del cuerpo social fragmentado.
En esta visión, el Estado como «orden» que estructura a la vez la nacionalidad y la ciudadanía actúa para las masas como el espacio en el que los conflictos particulares pueden resolverse en nombre de una totalidad. Los conflictos no son anulados, pero sí fragmentados por una lógica corporativa, siendo el Estado quien opera la reconciliación entre los diversos intereses privados.
La eficacia de esta apariencia deriva del hecho que, para la vida cotidiana, ella es no solo descriptiva sino también prescriptiva. Cualquiera sea la teoría del mandato político que esté detrás, el Estado es la idea racional: el «dios mortal» de Hobbes, el «juez imparcial» de Locke o el «yo común» de Rousseau, para no mencionar la culminación hegeliana sobre la cuestión.
El principal elemento de legitimidad del Estado nace de esa fusión transformada en sentido común; como señala Lukácz, «los puntos fuertes o débiles del Estado se hallan en la manera en que este se refleja en la conciencia de los hombres».
Pero por supuesto que esa unidad no es eterna: estos dioses también mueren. Si la Nación-Estado se muestra incapaz de seguir corporativizando lo político, manteniéndolo como choques de intereses en el interior de un orden hegemónico dotado de legitimidad porque recompone esa fragmentación, estamos en presencia de un proceso de desagregación de lo «nacional-popular» en relación con lo «nacional-estatal»; de un acto de expropiación por parte del pueblo de la percepción nacional que había enajenado en el Estado. Así debe ser entendido el sentido profundo de la producción de contrahegemonía. Las masas intentan el difícil camino de recuperar para sí, desestatizándolo, el sentido de lo nacional. Fetichizada en el Estado, la nación comienza a ser reclamada en propiedad por el pueblo: lo nacional-estatal pasa a ser nacional-popular.
Es archisabido que el privilegiamiento del concepto de lo «nacional-popular» dentro de la tradición marxista se debe a Gramsci. A través de ese concepto busca plantear la centralidad, teórica y práctica, de la problemática de la relación entre intelectuales y masas como eje de la política (en su carácter de «fundadora de estados») y a la vez propone bases para una comprensión diferente de esa relación. Lo nacional-popular es para Gramsci una forma de la realidad sociocultural producida y/o reconocida por una articulación entre intelectuales y pueblo-nación que, al expresar y desarrollar un «espíritu de escisión» frente al poder, es capaz de distinguirse de este.
Toda política revolucionaria coincide con la expansión de una «voluntad colectiva nacional-popular» y ella se liga con la producción de una «reforma intelectual y moral». Captado en su totalidad, ese proceso es el de la construcción de hegemonía, como lucha contra otra opción hegemónica.
La pugna entre propuestas hegemónicas es posible porque existe un espacio común en disputa. Es la burguesía -como titular de la dominación que debe ser subvertida- la que ha constituido ese campo a través de un doble movimiento que, por un lado, disocia sociedad y Estado, y por otro, recompone la escisión mediante una asociación ilusoria entre Estado y nación. Es el principio estatal el que ordena la relación entre los valores de nacionalidad, libertad e igualdad que se hallan detrás de las demandas de identidad comunitaria y de participación política, social y cultural, absorbiendo en su discurso de poder la dimensión popular de esos reclamos.
El sentido que se otorga a esos valores identifica el campo de conflicto y confronta lo «nacional-popular» con lo «nacional-estatal». Ambos conceptos recortan espacios diferenciados: el Estado es una construcción compleja de las clases dominantes (que obviamente penetra a las clases subordinadas) y «el pueblo» es una construcción compleja de las clases dominadas (mucho más fragmentada y dispersa; subordinada). Lo que interesa marcar es que ambos son producciones sociales: así como no hay transparencia en la relación entre clases dominantes y Estado, tampoco la hay entre clases dominadas y pueblo: los sujetos de la acción histórica no se constituyen como tales en las relaciones económicas sino «fuera» de ellas. Así, la hegemonía definida como una actividad de transformación, desde lo clasista-corporativo hasta la unidad de lo político, lo económico y lo ético cultural, es un camino de producción de un sentido colectivo de la acción: de una voluntad colectiva nacional-popular.
Pero lo nacional-popular no es ni un espacio homogéneo ni un dato metasocial. Por lo pronto, si partimos de la simple idea de que la fortaleza de una dominación se mide por la manera en que se incorpora a los hábitos de la tradición, es impensable la existencia de un reducto de valores, de creencias y de comportamientos en estado de incontaminación. Toda dominación se interioriza de alguna manera en los dominados, que acumulan en sí residuos históricos de la opresión.
El terreno donde lo nacional popular se produce es el de esa cultura, de ese «sentido común», como efectiva manifestación de un proceso de constitución de cada pueblo-nación. Pero -y esto lo dice Gramsci- «el pueblo mismo no es una colectividad homogénea de cultura».
Esas «numerosas estratificaciones culturales» que aparecen en lo popular forman un todo contradictorio (y esa contradicción se expresa bien en los «conflictos de roles» con que la sociología funcionalista ha analizado el entrecruzamiento de «interpretaciones» diversas en cada individuo), que podríamos calificar como «moral del pueblo».
Pero -sigamos con Gramsci- esa moral expresa, a la vez, estratos «fosilizados que reflejan condiciones de vida pasadas y que son, por lo tanto, conservadores y reaccionarios, y estratos que constituyen una serie de innovaciones frecuentemente progresivas, determinadas espontáneamente por formas y condiciones de vida en proceso de desarrollo y que están en contradicción o en relación diversa con la moral de los estratos dirigentes».
En este punto genérico, equidistante lejano del kautski-comunismo y de la reivindicación mitológica de un Volkgeist que solo crece para conocer su propia esencia, es donde quisiéramos colocarnos: la materia prima con que la voluntad nacional-popular va a ser producida es expresión de un conflicto secular, interno, que abarca en conjunto a «intelectuales» y «pueblo», entre tendencias a la ruptura y contratendencias a la integración. Desde el interior de esta contradicción se produce lo nacional-popular como sentido de la acción histórica, en la medida en que los aspectos críticos que penetran la materia prima puedan ser desplegados; en la medida, por lo tanto, en que actúe sobre ellos una «reforma intelectual».
Así planteadas las cosas, la introducción del concepto de lo «nacional-popular» como clave para entender los procesos de producción de hegemonía (en un plano no reduccionista: ni a favor de la «verdad popular», ni de la «conciencia exterior») no disuelve el viejo problema de la relación entre intelectuales y pueblo; más bien apenas lo plantea, aunque por cierto de una manera no «iluminista», lo que es un gran progreso frente a las tradiciones de la II y de la III Internacional.
De todos modos, el problema de la alteridad entre intelectual y pueblo sigue presente, aunque su resolución no venga por el camino de una distinción abstracta entre «conciencia» y «espontaneidad» o entre «ciencia» e «ideología». Este terreno de lo nacional-popular es un campo de lucha en la medida en que coexiste en él una aglomeración de «todas las concepciones del mundo y de la vida que se han sucedido en la historia» (otra vez Gramsci). De ninguna manera las tradiciones populares constituyen in toto un sistema coherente en el que se condena la resistencia a la opresión: ese es solo un aspecto entremezclado con otros que lo niegan. Si esto es así, menos serán los populistas realmente existentes (es decir, los populismos como organización y como fase estatal) una articulación antagónica de las demandas nacional-populares frente al principio de dominación.
A nuestro juicio la forma típica de esquematizar la captura, por parte de los populismos, de «lo nacional-popular», sería la siguiente:
1. Por un lado, desplazan los elementos antagónicos a la opresión en general, efectivamente presentes en las demandas populares, solo contra una expresión particularizada de aquella, «un bloque en el poder» históricamente dado. (Por ejemplo, en la Argentina en los 40, contra «la hegemonía oligárquica»).
2. Por otro, interfieren en esas demandas con la propia matriz doctrinaria de la elite que dirige al movimiento (con lo que el tema de la relación entre intelectuales y pueblos se replantea).
3. Finalmente, como una combinación natural de los pasos anteriores, recomponen el principio general de dominación, fetichizando al Estado («popular», ahora) e implantando, de acuerdo a los límites que la sociedad le ponga, una concepción organicista de la hegemonía.
Esta confrontación entre una concepción organicista y otra pluralista de la hegemonía aparece como de importancia decisiva para poder pensar las relaciones entre democracia (como el elemento más subversivo inherente a «lo popular») y socialismo y/o populismo como alternativas políticas de articulación de demandas y tradiciones.
Nuestra convicción es que la fuerte presencia de una concepción organicista de la hegemonía caracteriza a los populismos reales -como también, por cierto, a los socialismos ad usum-, pero que en el caso de los populismos se trata de una relación congruente entre modelo ideológico y realidad que no puede ser, ni aún teóricamente, pensada como una «desviación». Y que esa concepción organicista encuentra su complemento lógico en la mitologización de un «jefe» que personifica a la comunidad. Un populismo triunfante «laico» es impensable.
Es esta concepción organicista, que podría rastrearse en todos los populismos realmente existentes, la que hace que los antagonismos populares contra la opresión en ella insertos se desvíen perversamente hacia una recomposición del principio nacional-estatal que organiza desde arriba a la comunidad, enalteciendo la semejanza sobre la diferencia, la unanimidad sobre el disenso.
El problema reside en que la representación en el Estado y en el jefe del «espíritu del pueblo» no es, en los populismos, una práctica que reniega de sus principios. Dicho en términos más simples: hay muy poca distinción entre «populismos teóricos» y «populismos reales».
Proyecto populista y proyecto socialista
Tomaremos aquí como punto de partida un caso particular de experiencia popular, el peronismo, para luego extraer algunas conclusiones de orden general acerca de lo que hemos llamado al comienzo la necesaria ruptura ideológico-política entre populismo y socialismo.
Es innegable que el peronismo -y en particular el peronismo de los años 1945-1955- constituyó una manera específica de asumir y procesar, social, política y culturalmente «lo nacional-popular» en la historia de la sociedad argentina. Diciendo, sin embargo, una manera específica queremos enfatizar dos aspectos: en primer lugar, el hecho de que el peronismo significó, pese al antecedente parcial del radicalismo yrigoyenista, una experiencia inédita en el país. En efecto, quizás por primera vez en la historia argentina, una organización, un régimen y un jefe políticos se hacían cargo «seriamente», por así decir, de la dimensión nacional-popular de los actores y movimientos sociales. Esto es, reconocían en sus derechos a las masas populares, les ofrecían canales efectivos de movilización y participación, les acordaban -a través de un conjunto de mediatizaciones sobre las que volveremos- un protagonismo sin precedentes hasta entonces en la vida social y política del país. En términos más concisos y tajantes: el peronismo dio, por primera vez, un principio de identidad a la entidad «pueblo».
Reconocido lo anterior, cabe sin embargo añadir que esos rasgos positivos del fenómeno peronista se vieron acompañados, y en el fondo encuadrados, por limitaciones insuperables (en el sentido de que fueron aspectos no azarosos, sino constitutivos, de ese mismo fenómeno). Para decirlo sin retaceos, las modalidades bajo las cuales el peronismo constituyó al sujeto político «pueblo» fueron tales que conllevaron necesariamente la subordinación/sometimiento de ese sujeto al sistema político instituido -al «principio general de dominación», si se quiere-, encarnado para el caso en la figura que se erigía como su máxima autoridad: el líder. Podríamos decir, parafraseando la conocida fórmula de Althusser, que el peronismo constituyó a las masas populares en sujeto (el pueblo), en el mismo movimiento por el cual -en virtud de la estructura interpelatoria que le era inherente- sometía a ese mismo sujeto a un sujeto único absoluto y central, a saber, el Estado corporizado y fetichizado al mismo tiempo en la persona del jefe «carismático».
Por cierto, los elementos «nacional-populares» figuraron efectiva y eficazmente en la ideología del peronismo, pero lo hicieron siempre insertados en los marcos estrictos de una lógica que llevaba en última instancia a depositar en el poder estatal, y particularmente en el de su jefe máximo, la «palabra decisiva». Con su habitual claridad, dicho jefe no se privó en momento alguno de afirmar el carácter incontestable y casi perentorio de sus directivas políticas. Tanto en 1944-1946 como en los años posteriores, esas directivas apuntaron siempre no a eliminar, pero sí a limitar y sofrenar las voces, las iniciativas y, sobre todo, las resistencias nacidas «desde abajo», haciendo para ello uso de sus no insignificantes poderes. Para limitarnos a unos pocos ejemplos, fue el propio caudillo quien solicitó primero «confianza» y luego «fe» en su gestión personal y en la del gobierno que presidía, no sin acotar juiciosamente que pediría quizás alguna vez «ayuda» a las clases trabajadoras, pero ello «solo si fuera necesario».
Fue asimismo el propio caudillo quien acuñó y reiteró -aún en los momentos más críticos: octubre de 1955, junio de 1955- aquella bien conocida consigna dirigida a su pueblo, que rezaba: «de casa al trabajo y del trabajo a casa». Fue, en fin, el propio caudillo quien atribuyó siempre -incluido su último retorno al país- un carácter disociador, negativo y a veces casi mefistofélico a la política y recomendó sistemáticamente a las masas populares y a las organizaciones sindicales el desterrarla de su accionar y de sus estructuras.
Dicho esto, sabemos bien que no sería en absoluto pertinente agotar la riqueza y la complejidad del fenómeno peronista en la personalidad, los actos, y menos aún la palabra de su líder. La movilización popular del 17 de octubre de 1945 -y otros hechos menos relevantes que pusieron de manifiesto su grado real (el alcance y los límites) de la autonomía del pueblo- no habrían tenido lugar si este último se hubiera atenido a esas prudentes consignas de Perón. En este sentido coincidimos con Oscar Landi cuando señala que «todo discurso del dirigente es retrabajado, metabolizado, transformado por el saber popular, que funciona como un universo de descifre, condicionado directamente por la circunstancias y las prácticas económico-sociales de los actores».
No obstante ello, mantenemos nuestra convicción de que esta suerte de recepción creativa de la palabra del jefe y del sentido de su política no logró superar la ideológica de populismo peronista y su constitutivo componente nacional-estatal. Más aún en los hechos, este componente nacional-estatal jugó siempre un papel dominante. Aun en aquellos casos en que la actividad y los objetivos de las bases desbordaron o cuestionaron a los de las dirigencias, nunca pusieron realmente en tela de juicio la forma del poder y, con ella, la relación establecida de dominación/subordinación propia del peronismo. El indiscutido e indiscutible liderazgo del jefe bastó siempre para reinsertar las iniciativas, las protestas y hasta las rebeldías espontáneas de sectores de las bases dentro de los marcos de una estrategia de conjunto, que las convertía en insumos para la implementación de políticas con otros horizontes y otras miras que aquellos que sus mismos protagonistas les asignaban.
Ahora bien, es claro que las consideraciones precedentes se limitaban solo a un caso particular de experiencia populista; de allí que sea legítima la pregunta de si los límites de este populismo son extensibles a todo fenómeno ideológico y político populista. O, dicho de otro modo, si es o no inherente a cualquier variante del populismo esta fetichización del Estado (y por lo tanto esa subordinación al principio general de dominación) que atribuimos al peronismo. Pensamos que de la forma que se responda a este interrogante depende el tipo de relación -de continuidad o bien de ruptura- que se postula entre proyecto populista y proyecto socialista.
En su trabajo «Hacia una teoría del populismo», Ernesto Laclau parte del análisis de lo que antes llamamos «populismos realmente existentes». Punto de partida, en nuestra opinión saludable, dado que tiende a evitar que el esbozo de teoría del populismo que propone no se transforme insensiblemente en una nueva definición del término. Así pues, luego del examen de fenómenos dispares que tienen sin embargo en común el hecho de haber sido calificados aún de manera intuitiva como populistas, Laclau se pregunta qué es aquello que justificaría tal denominación común. Su respuesta, que aquí exponemos esquemáticamente, es que la característica invariante de todo populismo reside en que se trata de un fenómeno ideológico en el cual las ya mencionadas interpelaciones populardemocráticas se articulan y presentan bajo forma del planteamiento de un antagonismo irreductible respecto a la ideología dominante y, consiguientemente, al bloque de poder que la sustenta.
Ocurre empero que, como según creemos lo ha advertido el propio Laclau en trabajos posteriores, la expresión «bloque de poder» es al mismo tiempo pertinente y problemática. Es pertinente porque, en efecto, la emergencia de los procesos y movimientos populistas ha estado contitutivamente marcada, en el plano ideológico, por la afirmación de ese antagonismo. Pero es también problemática porque, así planteado, el antagonismo en cuestión deja en pie (esto es, abre sin resolverlo) el ya mencionado problema de la relación entre populismo y socialismo.
En efecto, ateniéndonos a lo que en los términos de Laclau serían buenos fenómenos y regímenes populistas más relevantes en Occidente -a saber, los fascismos italiano y alemán, el peronismo, el varguismo-, comprobamos en todos esos casos que, si bien se han constituido históricamente planteando una contradicción irreductible con respecto al bloque de poder, ninguno de ellos, sin embargo, ha colocado en sus «interpelaciones constitutivas» un antagonismo, ni real ni virtual, con el principio mismo de la dominación (el Estado). Todos ellos se han opuesto a bloques de poder y formas de Estado históricamente dadas, pero siempre con vistas a reemplazarlas por otras -y no a abolir, aunque fuese en el largo plazo- la relación necesariamente asimétrica y desigual de poder que en ella se encarnaba.
Por cierto, habría una manera de salvaguardar o simplemente de afirmar la vigencia de una continuidad entre socialismo y populismo. Bastaría para ello con modificar los términos de la contradicción cuyo planteamiento sería constitutivo del populismo. Con otras palabras, se trataría simplemente de reemplazar, en la formulación de esa contradicción, la expresión «bloque de poder» por la de «principio general de dominación». Mediante el simple expediente de esta sustitución, no cabe duda de que es imposible ya plantear ruptura alguna entre proyecto populista y proyecto socialista. Tendemos sin embargo a pensar que lo que este reemplazo gana en coherencia teórica lo pierde en pertinencia histórica.
Ya que, en efecto, y como lo hemos señalado antes, ningún populismo real ha sido ideológica y políticamente antiestatal; muy por el contrario, ha acordado siempre al Estado un papel al mismo tiempo positivo y central, en modo alguno provisorio o destinado históricamente a ser superado. De modo tal que el reemplazo a que hicimos referencia antes está lejos de ser una mera rectificación terminológica: de hecho, la teoría en cuestión se aproxima peligrosamente a una pura y simple redefinición del término «populismo». Por supuesto, todo el mundo tiene derecho a construir su propio diccionario: nada impide definir el concepto de populismo como siendo un elemento ideológico cuya característica constitutiva sería articular los símbolos y valores popular-democráticos en términos antagónicos con respecto a la forma general de dominación. Pero creemos que esta redefinición perdería de vista la mencionada dimensión proestatal ínsita históricamente en toda expresión populista conocida.
Promoción y a la vez fetichización del Estado que encontramos tanto en los populismos latinoamericanos cuanto en los fascismos europeos y que, por el contrario, es denunciada y combatida por la ideológica del socialismo.
Ahora bien, se nos escapa que al hacer esta última afirmación debemos prepararnos para afrontar una dificultad que, si no es encarada seriamente, prestaría el flanco para una objeción casi idéntica a la que acabamos de formular al planteo antes expuesto. En efecto, postulando que a diferencia del populismo, el planteamiento de un antagonismo fundamental con respecto a todo principio de dominación forma parte constitutiva de la ideología socialista, ¿acaso no estamos nosotros mismos cayendo en el vicio de ignorar la historia real y sobre todo la historia de los socialismos «reales»?
Esta objeción podría asumir incluso un tono sanamente provocativo si se recuerda que algo inconfundiblemente característico de los socialismos «realmente existentes» es precisamente el desarrollo y el continuo fortalecimiento del poder estatal y su consecuente fetichización, la misma que denunciamos antes en el populismo.
Nos atrevemos sin embargo a sostener que dicha objeción no es pertinente, y ello por razones que de algún modo han sido ya expresadas. En el apartado anterior hemos señalado la inadecuación entre el proyecto ideológico-político socialista y lo que ya no es posible considerar como su efectuación histórica real. Al contrario, es en nombre de ese mismo proyecto que podemos -y debemos- denunciar los elementos autoritarios en los socialismos realmente existentes.
Pero es también en nombre de ese mismo proyecto que podemos y debemos cuestionar la alternativa populista, aun allí donde reconozcamos su carácter históricamente progresivo, particularmente en los casos latinoamericanos en cuestión. Solo que, como también lo indicamos, en lo referente al populismo no es ya posible hablar de una inconsecuencia total entre el modelo ideológico y su implementación real. En este caso, lo que debe ser subrayado es mas bien la adecuación y la congruencia entre un movimiento y/o un régimen político que han conllevado y reclamado la presencia protagónica del poder estatal y una ideología que, lejos de cuestionar a ese poder, lo ha reconocido y afirmado en su(s) principio(s) mismo(s).
De nuevo, pues, hemos de destacarlo un proyecto socialista consecuentemente asumido presupone una solución de continuidad con la «solución» populista.
El lugar del enunciador (acerca del papel de los intelectuales)
Abordaremos por último, de manera muy concisa, el examen de un argumento -un «ideologismo»- que juega a menudo el papel de última trinchera, o de fortaleza, del razonamiento populista. Ese ideologismo toma la forma de un cuestionamiento del derecho de legitimar su palabra por parte de quienes han hecho suyo un enfoque ideológico-político-socialista, esto es, no populista. Dicho de otro modo, consiste en recusar todo discurso crítico relativo al populismo a base de una denuncia de la impostura que afectaría en principio a la postura desde donde esa crítica es enunciada.
No por casualidad, esa denuncia acostumbra a recurrir a un lenguaje y a una argumentación «marxistas». Así, por ejemplo, el no peronismo (casi siempre asimilado al antiperonismo) habría construido el error histórico de una izquierda abstracta y desarraigada, prisionera de una óptica europeizante, preconizada y fomentada por intelectuales desligados de las experiencias reales de las masas y que, dado su origen social, no podían sino expresar los prejuicios ideológicos de unas clases medias o de una pequeña-burguesía no menos alejadas de esas experiencias y refractarias a ellas. En tal sentido, la imagen satánica del «intelectual abstracto, pequeño burgués, de izquierda» aparece al ideólogo populista como una contrafigura de él mismo, como un «otro» absoluto, indiscutible merecedor de todos los escarnios.
Antes de referirnos al argumento como tal no está de más preguntarnos acerca de las razones de su eficacia. Puesto que es innegable que dicho argumento ha sido y sigue siendo rentable. Para remitirnos nuevamente a la experiencia que nos es menos ajena, la brusca conversión de muchos jóvenes intelectuales socialistas, comunistas y en general marxistas al peronismo -en particular desde fines de la década de los 50- no está sin duda desvinculada del peso real de la mencionada argumentación.
Creemos que una de las razones de su fuerte receptividad ha residido en el hecho de que sorprendía, al mismo tiempo que ponía al desnudo, la «mala conciencia» de los intelectuales de izquierda, y ello en un doble sentido. En primer lugar, porque era cierto que buena parte de esos intelectuales, a veces sin proponérselo, habían hecho su experiencia política a partir de una relación de exterioridad asimétrica respecto de aquellos -las masas trabajadoras, el pueblo- de quienes su partido se atribuía el papel de único portavoz y representante autorizado. En segundo lugar, porque el argumento en cuestión se nutría de razones ante las cuales ningún marxista podía permitirse el lujo de ser insensible: en efecto, si por una parte ciertas harto conocidas frases del ¿qué hacer? podían dar una apariencia de justificación a esa relación de exterioridad (y de poder) asimétrica, por otra existía un sesgo, difícilmente olvidable, en la tradición teórica y política inaugurada por la obra de Marx, sesgo que cuestionaba seriamente ese apartamiento «orgánico» y ese distanciamiento respecto de las prácticas y vivencias de las masas. Así pues, el intelectual de izquierda era sorprendido, denunciado, atacado en su propio terreno y con sus propias razones. El hecho es que gran parte de esa intelectualidad interiorizó la amonestación que se le dirigía y, no sin entusiasmo, adhirió al peronismo.
Pensamos, sin embargo, que esta reconversión, por sincera y ferviente que haya sido, se efectuó manteniendo intactos los supuestos básicos de los que, justamente, pretendía renegar. Con ello queremos decir lo siguiente: tanto la «conciencia exterior» vanguardista como la «conciencia populista» constituyen opciones simétricas e inversas respecto de una temática ideológica que les es común. Esa temática ideológica aparenta hacerse cargo de un hecho real, a saber, lo que hemos llamado el problema de la «alteridad» entre intelectuales y masas populares. Sucede, sin embargo, que ese problema no es reconocido sino para ser, inmediatamente, anulado. En otros términos, aquello que se presenta efectiva y recurrentemente como dificultad a afrontar es, lisa y llanamente, reprimido y borrado. Reprimido y borrado en aras de una «solución» que consiste en negar la tensión inherente a esa relación de alteridad mediante el privilegiamiento absoluto de uno solo de sus términos (la «ciencia» de la vanguardia «esclarecida» o bien la «verdad popular»); a partir de ese privilegiamiento, todo se limitará luego a dogmatizar acerca de la necesaria preeminencia del polo elegido. La tesis kautskiana, retomada por Lenin, constituiría así una suerte de consagración eufórica del primado de la «conciencia exterior», patrimonio del intelectual revolucionario: la tesis populista mantiene los mismos supuestos del kautskismo, solo que invirtiendo la opción.
Ahora bien, mantener esos supuestos no implica solamente negar la dificultad real que plantea dicha relación (histórica) de alteridad que ha existido entre intelectuales y clases subalternas; implica también negarla en beneficio de un ideologismo que se resuelve necesariamente en la afirmación, consciente o no, de una estructura de sometimiento -y ni siquiera de sometimiento al pueblo, sino a quienes, burocráticamente o no, lo «representan»-. Estructura de sometimiento, nítidamente presente en el «vanguardismo», que el populismo recupera y reafirma, aunque con signo opuesto al de aquél.
Pero la ideo-lógica del populismo no solo hace suya esa estructura: tiene además el defecto de ignorar el quehacer real de los intelectuales populistas mismos. Ya que, en efecto, en sus representantes más lúcidos y consecuentes, la producción de dichos intelectuales no abdica del derecho de autocuestionarse ni de cuestionar los «errores» del líder o incluso la «inmadurez de tal o cual sector de las masas populares; no se priva en todo caso (y con justa razón) de hacer valer el papel positivo y movilizador de su intervención crítica.
Por el contrario, una opción política que asuma y afronte consecuentemente, con modestia pero también sin culpabilidad, el difícil problema de esa alteridad entre intelectuales y pueblo; que reivindique el derecho a enunciar su palabra sin hacer oídos sordos ni silenciar la de otros; que no presente su discurso como depositario absoluto de una Verdad que solo a él le pertenecería, ni como justificación de sus privilegios; que escuche al otro sin someterse a él y sin someterlo: tal es la única alternativa que, al menos en nuestra opinión, aparece como válida para la construcción de un proyecto democrático y socialista.
Emilio De Ipola & Juan Carlos Portantiero
Fuente: https://nuso.org/articulo/lo-nacional-popular-y-los-populismos-realmente-existentes/?utm_source=email&utm_medium=email&utm_campaign=email
Foto tomada de: https://nuso.org/articulo/lo-nacional-popular-y-los-populismos-realmente-existentes/?utm_source=email&utm_medium=email&utm_campaign=email
Deja un comentario