1. Fractura social. A juzgar por algunas de las arengas y las reacciones violentas (violencia discursiva, étnico-cultural y directa) de varios manifestantes, la jornada de protesta en varias ciudades del país, en particular en Medellín, expresan con claridad que subsisten enorme fracturas en la sociedad colombiana. Dichas fisuras están atravesadas por lo que en otras ocasiones he llamado la confusión moral de una nación que parece resistirse a unirse en torno a un proyecto colectivo que recoja todos los sentires, y que esté orientado bajo unos mínimos éticos de respeto a la diferencia, al Otro, a la vida.
Las hendiduras que como colectivo exhibimos se profundizan por fenómenos como el paramilitarismo, el racismo estructural y el clasismo. Escuchar gritar a varias señoras, a voz en cuello, que ojalá regresara Carlos Castaño, deja entrever que el fenómeno paramilitar tiene un anclaje social enorme, que lo hace aparecer como un valor moral de una sociedad conservadora, goda e incapaz de cualquier asomo de auto crítica. O la otra señora que salió a marchar para expresar su odio hacia Francia Márquez Mina, por su condición afro. La llamó “simio” y, de acuerdo con su posición “racial” superior, no puede aceptar que “los simios gobiernen, porque los negros roban y no estudian”.
La descalificación de la manifestante, cuyo nombre aún no ha trascendido, está soportada en el racismo estructural que aún opera en el país. Parte de la molestia de cientos de colombianos que ayer salieron a marchar, la produce el hecho de que una mujer negra y un exguerrillero estén al frente del gobierno y del Estado. Esto último se debe cruzar con el plebiscito por la Paz, pues esa jornada electoral y el pírrico triunfo del No, coadyuvó en gran medida a la generación de una fuerte tirria entre dijeron Sí a la firma del Acuerdo de Paz de La Habana y aquellos que se negaron a validar lo acordado entre el Estado y la entonces guerrilla de las Farc-Ep. No es posible, a juzgar por lo dicho por la señora y por quienes aún insisten en descalificar el acuerdo de paz, que haya una reconciliación entre los colombianos.
El clasismo también caminó por calles y avenidas y sirvió para insistir en la aceptación del poder encarnado en una élite tradicional que los manifestantes aceptan sin crítica alguna. De ahí que la llegada de Gustavo Petro al poder no solo constituye una afrenta a esa tradición, sino un desatino y riesgo por el miedo que aún producen el comunismo, el socialismo y el castrochavismo; hay que recordar que esas tres banderas le sirvieron a Álvaro Uribe y al uribismo para hacer cambiar el articulito aquel con el que fue posible que gobernara por largos 8 años; esas mismas consignas les sirvieron para ocultar el oprobioso régimen neoliberal que se consolidó en Colombia desde el gobierno de César Gaviria Trujillo, hasta la administración del mendaz, infantil y fatuo de Iván Duque Márquez.
2. Resistencia al cambio. Aquí confluyen el miedo que genera cualquier apuesta que busque modificar sustancialmente las maneras como vienen operando las relaciones entre el Estado, la Sociedad y el Mercado, orientadas por el individualismo, una baja cultura política, una débil co-responsabilidad ciudadana, un evidente afán por enriquecerse y la aceptación explícita de que debe haber pobreza y miseria porque así es la vida. Las intenciones del gobierno de Petro de hacer ajustes estructurales al sistema de salud, por ejemplo, hizo que varios manifestantes expresaran su molestia y la incomprensión no solo de lo que se busca por parte de la ministra de Salud, Carolina Corcho, sino la ceguera moral, como diría Bauman, con la que suelen tomar distancia del sufrimiento de las cientos de víctimas de un sistema de salud fundado la lógica del cliente y no en aquella que debe llevar hacia el aseguramiento del derecho que le precede.
Se suma a esta Resistencia al cambio, la impaciencia de un colectivo que no quería esperar a que pasara un tiempo prudente para juzgar las realizaciones y los errores cometidos por un gobierno que apenas va a cumplir dos meses en ejercicio del poder. Por supuesto que esa impaciencia está atada a la rabia y desazón que se produjo en los manifestantes el haber perdido las elecciones, pues sus esperanzas estaban depositadas en el continuismo que ofrecían Rodolfo Hernández, Sergio Fajardo y Federico Gutiérrez, todos hijos del régimen de poder y por tanto, los perfectos candidatos para esa parte de Colombia que reconoce que hay problemas, pero que prefiere insistir en capotearlos desde la comodidad individual y de las sempiternas co-relaciones de fuerza.
Y por último, el país quedó notificado de la conversión de periodistas y empresas mediáticas en activistas políticos, con todo y lo que ello significa en términos de un evidente irrespeto a las audiencias y a la democracia misma, de parte de los medios masivos que ayer marcharon de la mano de los manifestantes. A esa circunstancia, por demás penosa para el ejercicio del periodismo, la llamo la 3. La uribización del periodismo. Por ese camino, la gran prensa oficialista emerge como el principal opositor del gobierno de Petro y de sus propuestas de reforma. Así, varias empresas mediáticas y periodistas están dispuestas a jugar aún más duro en el ámbito de la política, con dos objetivos claros: generar un mal ambiente social y político en torno al gobierno de Petro y tergiversar los proyectos y las iniciativas gubernamentales. Desde ya, medios y periodistas están trabajando para que los actores económicos y políticos que sufrieron derrota, recuperen el poder en el 2026. Con la uribización del periodismo, los dueños de esas empresas mediáticas nos quieren regresar a los tiempos del unanimismo ideológico y político que vivimos entre 2002 y 2010.
Germán Ayala Osorio
Foto tomada de: El Tiempo
Deja un comentario