Algunos de estos fenómenos han ocurrido en otras épocas, pero lo particular de este momento es su presencia simultánea, a escala planetaria y como hechos que obedecen en gran parte a la responsabilidad humana. Han sido resultado de decisiones tomadas por quienes han dirigido el destino de las naciones más poderosas, en torno a los sistemas macroeconómicos y financieros, de los sistema productivos, de explotación de los recursos naturales, de transporte a nivel mundial, de salud, de la cultura, de los patrones de consumo y, en general, de los sistemas de dominación política e ideológica. A su vez, estas crisis han desnudado lo que desde el poder se ha tratado de ocultar y sus efectos ya se han extendido a nivel planetario, con particularidades en cada sociedad: se viven de acuerdo con sus particularidades, con su historia. Colombia es buena muestra de los resultados del encuentro de esas tendencias generales con nuestra propia formación como sociedad y la configuración de nuestro sistema alimentario es una ventana apropiada para comprender cómo se han encontrado todas esas condiciones.
La construcción de nuestra agricultura ha sido particularmente gravosa en términos sociales, ambientales y económicos. Sujeta a un patrón de la propiedad concentrador y excluyente, caracterizado por la subutilización de la tierra, tal como lo evidenció la Muestra Agropecuaria Nacional de 1954, así como por la sobre-explotación de los trabajadores del campo, por un generalizado atraso productivo, todo lo cual ha tenido como consecuencia una violencia que no para, junto con una elevada prevalencia de la pobreza. No obstante, la biodiversidad del país, la heterogeneidad y riqueza de sus condiciones agroecológicas y la existencia una población rural relativamente extensa, dotada de una cultura agrícola arraigada, le permitieron al país contar con una oferta alimentaria que, a finales de los años 1980 hacía de Colombia un país autosuficiente en términos de la disponibilidad de los alimentos de su canasta básica[1].
Como veremos, estas condiciones habrían de cambiar a partir de la década de 1990, dada la incidencia de cuatro procesos determinantes, los cuales conducirían al país a la situación en la cual nos encontramos. En primer lugar, la decisión de las dirigencias nacionales de impedir la democratización de la propiedad agraria así como la representación política de los sectores alternativos, lo cual ha generado un prolongado conflicto armado; en segundo lugar, la vinculación de Colombia con la economía internacional del narcotráfico y, por último, tan determinante como los anteriores, la sujeción del país a la política exterior de los Estados Unidos, en particular a sus componentes económicos, políticos y militares.
Empecemos por la tierra. Colombia registra niveles de concentración de su propiedad que le asignan uno de los rangos más elevados en América Latina: con una medición del coeficiente de Gini de 0.900, cuando “0” representa una distribución plenamente equilibrada y “1” la concentración total[2]. En una superficie de 69 millones de hectáreas se encuentran 2 millones de unidades de explotación de las cuales, las 15.800 mayores de 500 hectáreas, el 0.5 del total, controlan 47 millones de hectáreas, equivalentes al 68% de la superficie en tanto que las 1.4 millones de unidades con menos de 5 hectáreas disponen solamente de 1.8 millones de hectáreas, equivalentes al 2.7% de la superficie. Dentro de esta distribución, los propietarios de las mayores extensiones asignan 34 millones de hectáreas a praderas para un hato de aproximadamente 24 millones de cabezas, 1.4 animales por hectáreas; mientras tanto, las explotaciones campesinas con la reducida superficie del suelo de la que disponen, participan con el 67% de la producción agrícola. Esta distribución de la propiedad se ha sustentado en gran medida, en el uso de la violencia y en su apropiación ilegal, condiciones que han generado el conflicto social armado actuante en el país por más de seis décadas.
Estas circunstancias, a su vez, remiten a otros referentes de la construcción del sistema alimentario relacionados con los conflictos en torno al acceso a la tierra. Una rápida revisión de los antecedentes del conflicto armado conduce a los escenarios de finales de los años 1920 y principios de la década siguiente, cuando se abrieron los debates en los cuales se expidió la Ley 200 de 1936, centrada en la formalización del acceso a la tierra. A pesar de no haber constituido una norma redistributiva de la propiedad, encontró profundas resistencias en los sectores terratenientes, las cuales llevaron a la reversión parcial de la ley de tierras y a la recuperación de la aparcería a través de la ley 100 de 1944, con el argumento de la necesidad de conjurar el debilitamiento del abastecimiento alimentario, supuestamente amenazado por las tensiones que habría generado la ley de tierras de 1936.[3]
Veinte años más tarde, estando Colombia en plena guerra civil, con sus destierros y destrucciones, el problema alimentario habría de asumir una nueva dimensión. De una parte, el Congreso de los Estados Unidos había expedido la Ley 480 de 1954, la cual aseguraba las exportaciones de excedentes agrícolas, en beneficio de los productores norteamericanos asegurando además la posibilidad de utilización política de estas exportaciones, como ocurrió en Bolivia, en donde estos excedentes serían aprovechados para afectar la alianza de productores agrícolas y molineros, como uno de los ejes de la revolución. En nuestro caso, el gobierno colombiano en cabeza del general Gustavo Rojas Pinilla había suscrito en 1954 un convenio con el gobierno norteamericano para incorporar estos excedentes y ya era el quinto país latinoamericano en importación de alimentos norteamericanos y no eran desconocidos los testimonios sobre los efectos de la guerra en el hambre y en el empobrecimiento de las comunidades rurales. Pero, a pesar de la guerra y de sus efectos el país logró recuperar su producción agrícola hasta los niveles de autoabastecimiento señalados.
Frente a la concentración de la propiedad y a los efectos asociados a la misma fue promulgada la ley 135 de 1961, de Reforma Social Agraria, cuya aplicación tuvo alcances muy limitados y marginales, como los calificó el economista Antonio García. No obstante y a pesar de contar con el padrinazgo del gobierno norteamericano, las dirigencias nacionales entrabaron su aplicación poniendo en marcha el “Pacto de Chicoral” de 1972, a partir del cual se sustituyó el limitado reparto agrario propuesto en dicha ley por programas de colonizaciones en los bordes de la frontera agraria, los cuales deberían ser acompañados por el Estado. La promesa de la presencia institucional no se cumplió y en su lugar llegaron los agentes del narcotráfico, en plena expansión en los Estados Unidos. En ese país, enganchado entonces en su guerra contra Vietnam se escenificaba un amplio movimiento a favor de la paz, el cual fue extensamente combatido desde el establecimiento a través de la judicialización y el asesinato de dirigentes del movimiento, tal como ocurrió con los organizadores del partido Black Panther, así como con la difusión del consumo de psicotrópicos como distractor de la movilización política. En Colombia, por sus condiciones geográficas y ecológicas existe un inventario relativamente numeroso de plantas con potencial para este tipo de usos, lo cual dada la decisión de frenar la reforma agraria y de localizar a los colonos en tierras marginales hizo a su oferta de los derivados de estas plantas altamente “competitiva” en el mercado internacional de los narcóticos, dados sus bajos costos de producción, con tierras baratas y mano de obra igualmente barata! Vendría, luego de la imantación del narcotráfico la nueva fase de la guerra, los desplazamientos y acaparamientos de tierra con los fines conocidos y la destrucción de la oferta alimentaria bajo los impactos del Tratado de Libre Comercio denunciada por el paro campesino de 2013.
En el transcurso de poco más de tres décadas, la economía ligada al narcotráfico, de la mano de las políticas neoliberales de “libre comercio” condujo al país a la destrucción de los modestos avances logrados en el desarrollo de su manufactura y de una agricultura que lo abastecía de alimentos y algunas materias primas. En la estructura de la propiedad agraria se hicieron patentes los efectos de las compras masivas de tierras por narcotraficantes y asociados para la legalización de capitales “repatriados” y junto con su concentración se profundizó su subutilización, acentuada por efectos de la guerra desplegada desde décadas atrás, con el desplazamiento de más de siete millones de habitantes del campo y el abandono de cerca de 8 millones de hectáreas. Este efecto habría de coincidir con la implantación de la llamada apertura económica a partir de comienzos de la década de 1990 y del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos en la primera mitad de la década de 2010, efectivo al avanzar ese decenio[4].
En el marco de la pandemia el país ha regresado a la condición de importador neto de alimentos, gracias no a sus condiciones agroecológicas ni a la ausencia de comunidades productoras de alimentos, diezmadas por la guerra pero aún capaces de recuperar el abastecimiento alimentario del país. Ha sido el resultado de la aplicación de las políticas impulsadas desde los intereses comerciales de los Estados Unidos, secundados por quienes se esfuerzan en representarlos desde las posiciones de mando, ya sea de las decisiones sobre el comercio exterior, ya desde la guerra, ya de la propia vicepresidencia de la República, siempre encharcadas en los lodos del narcotráfico, como bien lo recordó la revista Newsweek al entonces mandatario a comienzos de 2005, cuando se inició la adhesión al TLC.
La destrucción de la oferta alimentaria resultante del éxodo campesino sería concomitante con los impactos de las importaciones de estos bienes, en particular desde los Estados Unidos, acordados entre los agentes del gobierno norteamericano y los funcionarios nacionales en torno a los tratados de libre comercio. Los “giros” de la política agropecuaria habrían de confluir con los éxodos resultantes del conflicto armado así como con las migraciones rural-urbanas, en general, para incidir en una transición en el sistema agroalimentario, en particular en las condiciones de la oferta y la demanda alimentaria. Los desplazamientos de una elevada proporción de las poblaciones rurales hacia las ciudades produjeron o agravaron su empobrecimiento, en la medida en que se ha tratado de familias campesinas, muchas de las cuales disponían de tierras y otros haberes abandonados en el éxodo, debido a los cual perdieron las condiciones de auto-subsistencia con las que habían contado previamente. Su reubicación en las ciudades ocurrió en condiciones de nuevos pobres, con sus posibilidades de acceso a vivienda e ingresos disminuidas, agravadas, como es conocido en la coyuntura actual de las crisis, debiendo adaptarse además a las nuevas condiciones de la oferta y la demanda alimentarias, configuradas por la selección y la preparación de los alimentos, la vivienda, el transporte y los hábitos alimentarios citadinos.
Bajo los impactos de la convergencia de las crisis el país y, en particular sus comunidades más vulnerables sufren los resultados de las decisiones políticas tomadas por quienes bajo la cubierta de un modelo económico asumido como resultado ya de deficiencias en su formación académica, ya de compromisos desleales con intereses externos al país ya de procederes acampados en lo delictivo. Entre más profundos sean los efectos de esta crisis en la salud y el bienestar de la nación mayores serán sus responsabilidades y mayores los alcances de las reformas que será necesario impulsar la transición de país hacia un rumbo sano y democrático.
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[1] DNP/Ministerio de Agricultura,
[2] DANE, III Censo Nacional Agropecuario
[3] Ver Absalón Machado, Políticas agrarias en Colombia 1900-1960, Centro de Investigaciones para el desarrollo, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1986
[4] Ver Luis Jorge Garay, Fernando Barberi, Iván Cardona, Impactos del TLC con los Estados Unidos sobre la economía campesina en Colombia, ILSA, Bogotá, 2010
Darío Fajardo Montaña
Foto tomada de: viacampesina.org
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