Una suerte de locos tuvo Donald Trump esa tarde; no su simpatizante muerto en las gradas por los disparos que buscaban al orador, ni el magnicida frustrado por su mala suerte, abatido por los francotiradores oficiales en el tejado del edificio donde se apostó. Un giro providencial de la cabeza de Trump salvó a USA de una tragedia política en los titulares de prensa donde se habría agotado el alboroto, tal como ha sucedido en el pasado. Nada de guerras civiles, nada de persecuciones entre los partidarios del asno y el elefante.
Sin embargo, la noticia mundial no fue el atentado que millones presenciamos casi en directo por la televisión, sino las imágenes que ciudadanos presentes en el sitio subieron a las redes, mostrando a un hombre con un fusil moviéndose sobre un tejado concentrado en la figura de Trump. Pronto conocimos que Thomas Matthew Crooks era su nombre, su vida anodina de estudiante de secundaria con 20 años, las explicaciones tardías del FBI sobre las fallas de seguridad y la renuncia obligada de su directora en cuestión de días. El mito de la eficacia del FBI había sufrido un revés muy costoso, y con el autor muerto, limpio de antecedentes criminales y de vínculos con terroristas musulmanes, descartaron la hipótesis de la conspiración y cerraron el caso. Nadie lo discutió y sobrevino el silencio.
El cierre tranquilizó a todos. Los asesinatos de cuatro presidentes en funciones y los magnicidios de Luther King y R. Kennedy — cuya autoría intelectual se atribuye a facciones de la extrema derecha interna —, han curado a la prensa de espantos duraderos. Con el hombre a salvo y peleando en las encuestas superaron el asunto, y la zorra pobre volvió al portal, la zorra rica al rosal, y el avaro a las divisas, según un canto de Serrat.
Por su parte, los norteamericanos y los inmigrantes de dos y tres trabajos a tiempo parcial para ir “asando y comiendo”, se habituaron a convivir con el riesgo de que, cualquier día, un tipo sin motivo personal les dispare una ráfaga en una discoteca, un supermercado, o asesine a sus hijos en la escuela a pleno sol, sin esconderse. Una sombra que tiene sin cuidado a los conservadores que defienden el comercio sin restricciones de armas personales de fuego, a los 9.500 millonarios con más de 100 millones de dólares, y a los 453.000 con más de 30 millones de dólares que habitan ese país inmenso.
El asesinato masivo al azar es la endemia nacional de USA, es marca registrada de la sociedad líder en la idea fija de la acumulación de capital y el gozo íntimo del consumismo.
Es escalofriante la cuenta de los cazadores solitarios, y el saldo de sus víctimas es un reguero. Según los datos recogidos por la ONG Gun Violence Archive en estaciones de policía en todos los Estados de la Unión Americana, que fueron revelados por euronews.com; en 2021 se presentaron 690 tiroteos masivos en los que hubo más de cuatro personas muertas o heridas en cada incidente; en 2022 contabilizaron 647; y en 2023 hubo 650 tiroteos masivos. Casi un promedio de dos al día en forma sostenida.
Los archivos de policía revelan que los autores de esas masacres carecen de motivaciones políticas concretas. Coinciden en que son seres marginales, rechazados por sus condiciones limitantes, que han pasado desapercibidos mientras arden en silencio con el fuego de sus propios infiernos mentales, y que cansados de soportar la oscuridad social, estallan repentinamente sin haber dado señales de la furia con la que se cargan a quien se les pone por delante. Y de común mueren sin ser calificados como terroristas o enemigos del Estado, sin un prontuario por crímenes previos o actividades ideológicas peligrosas, sin historial clínico de haber sido diagnosticados de una enfermedad mental.
La respuesta de cómo y por qué se incuba el odio social en estos infra ciudadanos capaces de matar a discreción sin expresar ningún sentimiento, deben darla el psicoanálisis y la sociología, antes que la política.
La política y la religión dan razón suficiente del ataque con bombas al World Trade Center del 26 de febrero de 1993, con 6 personas muertas y 1.400 heridas; la bomba que el 19 de abril de 1995 destruyó un edificio federal en Oklahoma City, matando 168 personas e hiriendo a 650; el ataque a las Torres Gemelas el 11 de Septiembre de 2002 que produjo casi 3.000 muertes; y las bombas del 15 de abril de 2015 en el maratón de Boston, con saldo de 3 muertes y 282 heridos; más no explican los magnicidios después del cometido contra J. F. Kennedy el 22 de noviembre de 1963, porque desde entonces las confesiones de los autores sorprenden por la banalidad de sus razones.
John Hinckley, que cometió el atentado en Washington contra el presidente Donald Reagan el 30 de marzo de 1981, confesó haberlo hecho para llamar la atención de Jodie Foster, la joven actriz de Taxi Driver. Estaba podrido de amarla sin consuelo ni esperanza de que la rubiecita supiera de su existencia y conociera su rostro. Y Mark D. Chapman, el 8 de diciembre de 1980 disparó a su ídolo John Lennon a quemarropa, porque unos días antes no le quiso firmar un álbum allí mismo, a la entrada del edificio Dakota en New York.
Thomas Matthew Crooks, semilla del mismo surco, murió sin revelarnos que tuviese una voluntad política que diera sentido a su delito, sin dejar rastro del motivo fútil que pudo conducirlo al techo donde murió. Con pinta de ayudante de iglesia anglicana, parecía el chico correcto para acompañar a las vecinas a la discoteca, pues era aplicado en clase y carecía de toda peligrosidad registrada. Los servicios secretos revelaron que siguió en silencio y con método su plan, sin alardear de su proyecto; y según la misma fuente, tan solo se atrevió a anunciar en una plataforma a sus conocidos con enigmático orgullo: “El 13 de julio será mi estreno, mira cómo se desarrolla”.
Sin duda, el muchacho que hizo prácticas en un club de tiro sabía de lo que hablaba: ese día logró su vida un brillo que jamás tuvo. Y por lo que se conoce, ese tipo de personas son inertes a la idea de sobrevivir a sus acciones definitivas. Y enterarse que en su ordenador personal hallaron búsquedas sobre el “trastorno depresivo mayor”, sólo ahonda las dudas sobre las causas que oscurecían su entendimiento. Bucear en esos pozos oscuros para aproximarse al centro de esos seres sufrientes, es una aventura que exige intrepidez y lucidez.
Carson McCullers, John Steinbeck y Erskine Caldwell, que presenciaron la miseria de la soledad y de la vida sin esperanza en el mundo diferente de los Estados Unidos en las décadas del 30 al 50, nos legaron personajes que en su rabia conservaron nobleza y sintieron compasión, porque no pretendían acabar con su mundo sino hacerse un cálido lugar en él. Lo de ahora es otra cosa, porque los que acribillan a los transeúntes, a los pasajeros, a los párvulos y estudiantes de secundaria, vienen de un infierno propio y buscan sucumbir en el acto bárbaro de arrasar con todo lo que encuentran a su paso, mientras no los detengan.
De Thomas Matthew Crooks y de nuestro Campo Elías Niño, el matón del restaurante Pozzetto retratado por Mario Mendoza en Satanás, apenas me atrevo a decir, que aunque no matan en manada como en el Romance de la Guardia Civil Española, de ellos también cabe decir que: “Tienen, por eso no lloran, / de plomo las calaveras […] / y ocultan en la cabeza / una vaga astronomía / de pistolas inconcretas”.
Casi da gusto habitar en una sociedad librada por ahora de esa pandemia de los asesinos tristes.
Álvaro Hernández V
Foto tomada de: El Mundo
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