En medio de la doble crisis que vivimos –la pandemia del coronavirus y el colapso de nuestra economía– es necesario que reexaminemos algunos de los fundamentos de la sociedad estadounidense, que comprendamos por qué nos está fallando y que luchemos por un país más justo.
El absurdo y la crueldad de nuestro sistema de seguros médicos privados a través del empleador deberían ser ya evidentes para todos. Mientras decenas de millones de estadounidenses pierden sus empleos y sus ingresos resultado de la pandemia, muchos de ellos pierden también sus seguros médicos. Esto es lo que ocurre cuando la sanidad es considerada como una prestación del trabajador, no como un derecho. A medida que superemos la pandemia, necesitamos aprobar legislación que garantice de una vez por todas la atención médica a cada hombre, mujer y niño: que esté disponible para gente con trabajo o desempleados, de todas las edades.
La pandemia también ha dejado clara la irracionalidad del sistema actual. Increíblemente, en medio de la peor crisis sanitaria de la historia moderna, miles de trabajadores del sector han sido despedidos y muchos hospitales y clínicas están al borde de la bancarrota y del cierre. En realidad, carecemos de un “sistema” sanitario. Tenemos una red complicadísima de instituciones médicas dominadas por los intereses económicos de las aseguradoras y las farmacéuticas. El objetivo de un nuevo sistema sanitario, necesario desde hace tiempo, Medicare For All, debe ser la garantía de atención médica a todos, en cada región del país –y no los beneficios multimillonarios para Wall Street y la industria médica–.
Es cierto que el virus Codvid-19 afecta a cualquiera, en cualquier lugar, sin importar los ingresos o el estatus social. El Príncipe Carlos del Reino Unido ha sido diagnosticado de Codvid-19 y el Primer Ministro británico, Boris Johnson, acaba de recibir el alta médica. La gente rica también coge el virus y también muere. Pero también es cierto que los pobres y la clase trabajadora sufren tasas más altas de contagio y están muriendo en mucha mayor proporción que la gente rica.
Esto es especialmente cierto para la comunidad afroamericana. Esta disparidad de resultados en la exposición al virus es un reflejo directo, no solo de un sistema sanitario injusto e inservible sino también de una economía que castiga, de formas terribles, a los pobres y a la clase trabajadora de este país.
Además de los millones de familias de ingresos bajos que carecen de cualquier seguro médico, el coronavirus es agresivo e increíblemente oportunista al atacar a personas con factores de riesgo y sistema inmunitario debilitado. Debido a una gran variedad de razones socioeconómicas, son los pobres y la clase trabajadora de este país quienes están justamente en esa posición: son ellos quienes sufren mayores tasas de diabetes, drogadicción, obesidad, estrés, hipertensión, asma y afecciones cardiovasculares –y son los más vulnerables al virus–. En general, las personas pobres de clase trabajadora tienen una esperanza de vida inferior a la de la gente rica y esta injusticia trágica se vuelve incluso más cierta en lo que respecta a esta pandemia.
Más aún: mientras médicos, gobernadores y alcaldes nos dicen que deberíamos aislarnos y quedarnos en casa, y mientras las personas ricas se dirigen a sus segundas residencias en áreas menos pobladas, las personas de clase trabajadora no tienen esas opciones. Cuando se vive al día y careces de derecho a una baja médica o por razones familiares, quedarse en casa no es una opción. Si tienes que alimentar a tu familia y pagar el alquiler, tienes que ir a trabajar. Y para la clase obrera eso significa salir de casa y trabajar en puestos que requieren la interacción con otras personas, algunas de las cuales están propagando el virus.
Si hay algún atisbo de esperanza en medio de la horrible pandemia y de la crisis económica que vivimos, es que muchos en nuestro país están ahora comenzándose a replantear las suposiciones básicas tras el sistema de valores estadounidense.
¿En serio tenemos que continuar por el camino de codicia y capitalismo desembridado en el que tres personas poseen más riqueza que toda la mitad más pobre del país, en el que decenas de millones viven en la desesperación económica: luchando para poner comida en la mesa, pagar por la vivienda y la educación y ahorrar unos dólares para su jubilación?
Durante mi campaña presidencial traté de seguir los pasos del presidente Franklin Delano Roosevelt quien, en las décadas de los 30 y los 40, comprendió que una sociedad verdaderamente libre los derechos económicos deben ser considerados derechos humanos. Eso era cierto hace 80 años y lo sigue siendo hoy.
Ahora haré todo lo que esté en mi mano para unir a este país y ayudar a Joe Biden a derrotar al presidente más peligroso de la historia estadounidense contemporánea. Y continuaré defendiendo que tenemos que abordar las desigualdades que contribuyeron al alzamiento de Donald Trump, cuya crueldad e incompetencia durante esta pandemia se ha cobrado en vidas de norteamericanos.
Solo oponerse al señor Trump no será suficiente: necesitaremos articular una nueva dirección para los Estados Unidos.
Los nuevos Estados Unidos por los que luchamos tienen acabar con los salarios de subsistencia y garantizar un empleo con salario decente a aquellos capaces de trabajar.
No podemos ser competitivos en la economía global o ser una democracia vigorosa a menos que se garantice la calidad en la educación para todos los estadounidenses: desde las guarderías hasta las universidades.
Debemos llevar a cabo un programa gigantesco de construcción que acabe con la indigencia y que permita a todo nuestro pueblo habitar una vivienda segura y asequible.
Debemos asegurarnos de que nuestras comunidades están libres de contaminación en el aire y el agua, de que lideramos la lucha mundial contra la amenaza a nuestra existencia que supone el cambio climático.
Debemos amar y respetar a nuestros ancianos, y asegurarnos de que todos los estadounidenses tienen una jubilación digna y segura.
Me cansan los políticos y opinadores que nos dicen lo difícil que es llevar a cabo cambios fundamentales en nuestra sociedad. “Siempre parece imposible hasta que se hace”, una frase ampliamente atribuida a Nelson Mandela.
Pongámonos manos a la obra y hagámoslo.
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