Si no superamos la identificación que tenemos con los más ricos, estamos condenados. Si no les forzamos a que repartan el botín, los demás planes serán quimeras
Imaginémonos un planeta en el que una crisis ecológica tremenda pusiera en peligro a la propia vida, la desigualdad económica aumentara exponencialmente, mientras muchos de los recursos más importantes cada vez escasearan más. Y en ese mismo planeta, a la vez, una pequeña élite se estuviera dedicando a usar una cantidad cada vez más grande de esos preciados recursos –incluso para proyectos estúpidos y megalómanos que agravan el problema climático– mientras se las apañan para pagar cada vez menos impuestos. Y ahora, imaginemos que, además, una buena parte de las clases populares las idolatraran por ello. ¿Cómo denominaríamos a ese fenómeno?
Cuando la víctima de una situación de estrés, como un secuestro o una agresión, desarrolla un vínculo afectivo con su captor, a esa reacción la llamamos ‘síndrome de Estocolmo’. Eso mismo está pasándonos como sociedad. Alguno quizá pensará: “Bueno, venga, no exageremos”, los superricos no son unos psicópatas. Veámoslo.
Obviamente, todos no lo son, sin embargo, la proporción de psicopatía es considerablemente más alta entre las posiciones de poder. Según el psicólogo forense Nathan Brooks, solo un 1% de la población general lo es. En las cumbres del mundo corporativo, entre un 3% y un 21%. Entre 3 y 21 veces más. Y el rango es tan amplio porque muchos de estos psicópatas solo tienen algunos rasgos. Que les sirven para medrar en un sistema hipercompetitivo. Estar en la cumbre de una sociedad ciertamente enferma no es garantía de salud mental, sino todo lo contrario.
Emily Lasko, doctora en psicología social, ha estudiado recientemente los diferentes tipos de psicópatas diferenciando entre los “sin éxito”, más susceptibles de acabar en prisión o en un hospital, y los “exitosos”, más propensos a acabar dirigiendo una multinacional o un bufete de abogados. La tendencia a la agresividad y la violencia será mayor en los primeros pero es posible que simplemente se haya sublimado en muchos de los individuos del segundo grupo.
La mayor parte de las razones del síndrome de Estocolmo cuadran para este fenómeno colectivo:
– Los rehenes tratan de protegerse en un contexto de situaciones que les resultan incontrolables, por lo que tratan de cumplir los deseos de sus captores.
– Los delincuentes se presentan como benefactores ante los rehenes.
– La pérdida total del control que sufre el rehén es difícil de asimilar. Se hace más soportable para la víctima convenciéndose a sí misma de que tiene algún sentido, y puede llevarla a identificarse con los motivos del autor del delito.
Si hacemos un breve repaso a los hombres –sí, son 99% hombres– que han ostentado el poder económico y político en los últimos siglos comprenderemos que la relación entre psicopatía y poder no es ni mucho menos una excepción. Es casi la regla.
Y llegamos a nuestra era, a los Musk, Bezos o Gates. ¿Merecen estar en una lista con tanto pedigrí? Pues como mínimo habría caso para debate. Sin duda los tiempos han cambiado, hasta para los psicópatas exitosos. Ahora, con tanta cámara y medios de comunicación, deben disimular mejor. Pero para eso existen las campañas de relaciones públicas. Para convertir a estos enfermos en filántropos.
Elon Musk es una patología con patas. Defiende trabajar 80 horas a la semana y se lo cree mientras lo dice. Apoya golpes de Estado en Twitter, como el que tanto le beneficiaba en Bolivia, o hace declaraciones contradictorias como que apoya una renta básica, pero a la vez que eso de pagar impuestos al Estado es “asignar mal los recursos”, ya que los multimillonarios como él lo son porque “asignan capital mejor”. No tenemos tiempo para que tipos así sean el hombre del año para la revista Time. También lo fueron Trump y Hitler.
Y Bezos, qué más se puede decir del hombre que impone condiciones laborales que hacen que sus empleados tengan que orinar en botellas, no puedan escapar de sus fábricas en pleno huracán –lo cual le costó la muerte a seis de sus empleados en un almacén en Edwardsville, Illinois–, o que es famoso por copiar y tratar de destruir a la competencia hasta extinguirla. Podemos decir que ni comprándose todos los periódicos del mundo –como hizo con The Washington Post– podría disimular que también es un candidato a sociópata.
Nos han colado muchos cuentos. Un relato peligroso que nos han sabido vender es el de “haz tu parte y no seas tóxico, no te quejes y trabaja duro”. Estos convenientes consejos –para la élite– evitan que entendamos que no hay solución en la lucha individual. Que las acciones que hacemos por cambiarnos a nosotros mismos pueden ser útiles, pero son siempre insuficientes. Por eso petroleras como BP fomentaron conceptos como la huella de carbono personal. Para que nos comparemos y nos echemos la culpa unos a otros mientras el modelo responsable y los grandes beneficiados del mismo salen indemnes.
Estos tres magnates se las dan de comprometidos, por ejemplo en la lucha para detener el cambio climático. Sin embargo, siguen usando sus jets privados y usando más recursos que nadie. Por eso, las emisiones de carbono del 1% más rico superan en más del doble a las de la mitad más pobre de la humanidad. Si queremos evitar los peores escenarios climáticos tenemos que superar el ‘síndrome de Estocolmo’ social que tenemos con los superricos. No hay otra opción. La otra opción es seguir viendo cómo la riqueza de los diez hombres más ricos del mundo se dobla, han leído bien, dobla, durante la pandemia.
Varias razones secundan y explican por qué es imprescindible redistribuir la riqueza y rápido si queremos evitar llegar a un callejón sin salida en forma de colapso social: el consumo ostentatorio, concepto definido por el sociólogo y economista Thorstein Veblen nos pone en la situación de comprender que una parte del consumo se hace por aparentar estatus, posición social. Si la desigualdad es tan obscena como la actual, será más fácil que nos fijemos en los que más tienen –les envidiemos, y tratemos de emularles– porque la brecha es enorme. No es que todos queramos ser Musk o Bezos, pero cuanto mayor es la distancia entre la élite y los “súbditos” más espacio hay para una comparación que nos haga sentir que no consumimos o poseemos lo suficiente.
Tenemos una tendencia natural a buscar “progresar”, a querer más. Es este rasgo el que nos hace compararnos habitualmente con quien tiene más que nosotros, pero no tanto con quien tiene menos, aunque este grupo lo conformen unos cuantos miles de millones de personas más.
Si el barco se va a hundir es en parte porque el peso del ‘Titanic’ está descompensado en primera clase, y en parte también porque los titanes de los negocios son dignos representantes de los males culturales de la época que los ha amamantado: ambiciosa, insaciable e irracionalmente creyente en el progreso tecnológico.
Y de ellos no va a salir devolver lo que no les corresponde. De ellos no va a salir donar el 80-90% de lo que han amasado. Somos el resto quienes tenemos que desembarazarnos de esta “plutolatría”. De esta mitomanía paralizante. Del ‘síndrome de Estocolmo socioeconómico’. Si no superamos la identificación que tenemos con ellos, con los superricos, estamos condenados. Si no les forzamos a que repartan el botín, los demás planes serán quimeras.
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Agradezco al investigador y cineasta Alejandro Pedregal por el intercambio que ha ayudado a conformar este artículo.
Juan Bordera
Fuente: https://ctxt.es/es/20220101/Firmas/38481/superricos-cambio-climatico-sindrome-de-estocolmo.htm#.YsDJ0cbZvjN.whatsapp
Foto tomada de: https://ctxt.es/es/20220101/Firmas/38481/superricos-cambio-climatico-sindrome-de-estocolmo.htm#.YsDJ0cbZvjN.whatsapp
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