Este es el amor amor, el amor
que me divierte, cuando estoy en la parranda
no me acuerdo de la muerte.
Canción vallenata de Alejo Durán
En la noche del 16 de noviembre, en el Estadio Metropolitano de Barranquilla, salió a relucir la enseña más pura de la Colombia que somos, la que ha interiorizado esa especie de patrón híbrido en el que tragedia y ventura, celebración y violencia, vida y muerte, Eros y Tanatos, risa y llanto, lo apolíneo y lo dionisiaco, define y conduce nuestras emociones.
De sobra conocidas son frases como “carnaval sin muertos no es carnaval”, “no hay feria sin muertos” o expresiones ya comunes después de algún evento o celebración como “nos fue bien porque no hubo muertos” o “total calma después del partido” o, más común todavía “las elecciones se llevaron a cabo en paz”. Que no haya muertes u otro tipo de violencias será siempre el gran acontecimiento, lo que en sana lógica no es algo que debería llenar de plácemes a una sociedad aparentemente civilizada y que corre ya por la tercera década del siglo XXI. En Colombia lo común no es celebrar que corran ríos de leche y miel, sino que no corran ríos de sangre.
Se sabe también, de acuerdo con estadísticas, que el día más violento del año en Colombia es el día de la madre y que le sigue en su orden el del amor y la amistad. Pasadas las festividades decembrinas, lo que devanea los sesos de los analistas es hacer las comparaciones estadísticas de hechos de violencia ocurridos entre el año que termina y los años anteriores. Incluso es motivo de competencia entre los alcaldes mostrar quién logró menos muertos en relación con sus antecesores o con los mandatarios en curso de otras ciudades. No estoy seguro, pero creo que sobre tales balances hay premios o al menos reconocimientos.
En el encuentro de las selecciones de Colombia y Brasil, aparte del partido clasificatorio al próximo mundial de fútbol, se celebraba otro acontecimiento: la reciente liberación del señor Luis Manuel Díaz, padre de uno de los actuales titulares del seleccionado nacional -el delantero Luis Fernando Díaz- que había sido secuestrado por el Ejército de Liberación Nacional.
No era para menos, el condenable secuestro del señor Díaz por parte de la organización insurgente movió los hilos de la conciencia nacional e incluso internacional, dado que su hijo es actualmente destacada figura en un equipo europeo: el Liverpool. Había pues razones para que, propio del fútbol, se movieran todas las pasiones y el estadio estallara en gritos para hacerle sentir a Lucho y a su padre, presente en la tribuna, que hay una fanaticada que los ama y condenaba el hecho del cual por fortuna logró salir ileso y retornar al encuentro con su familia.
Pero, infortunadamente, los gritos tomaron otro viso; al doble acontecimiento de jolgorio no podía faltarle, para no perder la costumbre, el adobo necesario de violencia que en Colombia les da mayor sentido y espectacularidad a las celebraciones.
La hija menor del presidente Gustavo Petro, Antonela, una niña de 15 años, fue obligada a salir del estadio por parte de una hinchada enardecida que, con arengas y vituperios, se le vino lanza en ristre sin tener en cuenta que allí no era más que una menor de edad, independiente de que fuera la hija del Presidente de la República. A lo sumo, aquellos que cometieron el atropello son los mismos a los que en otros escenarios se les llena la boca hablando del “cuidado de nuestros niños” y vitorean que la bandera y la camiseta de la selección son los símbolos de la unidad, el orgullo y la identidad nacional.
Tristemente el acto de violencia ha sido aplaudido en redes, medios de prensa y por algunos líderes políticos; los odiadores de oficio intentan justificarse diciendo que la “protesta” en el estadio no era contra la niña sino contra su padre, como una forma de cuestionar su gestión de gobierno; vaya hipocresía cuando era la niña la que estaba en la tribuna y escuchaba los insultos, mientras el Presidente oficiaba en su oficina en Bogotá.
Si miramos los titulares de prensa y los “debates” en redes, el buen partido y el bonito triunfo de los jugadores fue opacado por la acción violenta contra la menor de edad, que no solo es una hincha convencida sino además una excelente jugadora de fútbol. La celebración del resultado en Barranquilla, que acerca a Colombia a la clasificación al Mundial de 2024, era ya, hacia el mediodía siguiente, noticia de “un periódico de ayer”.
Díaz marcó dos tantos de oro en un momento crucial en su vida familiar luego del secuestro y el afortunado regreso sano y salvo de su padre, marcó también un hito histórico porque es la primera vez que Colombia le gana a Brasil en una eliminatoria al mundial, lo que no es cualquier cosa.
Al lado de su enorme potencia como futbolista, como se dice popularmente, a Luis Díaz se le alinearon los astros y puso a llorar a su padre, aunque esta vez de alegría, por los dos fastuosos cabezazos de su hijo que mandaron el balón al fondo de la red y no por la angustia y el dolor de haber estado en riesgo por un miserable secuestro. Antonela, en cambio, lloraba afuera del estadio, inocente del odio que los mismos celebrantes de la libertad y de las furias hilarantes de la fiesta del fútbol prodigaban contra su padre. Lo dicho, el maleficio indomable, patrimonio nacional, nuestro encuentro simultáneo con la adversidad y la ventura. El origen de la tragedia.
Muchas historias se podrían contar de ese híbrido carnavalesco acompañado de violencia que nos ha deparado el fútbol. En la noche de celebración del inolvidable partido en que Colombia venció cinco a cero a la selección argentina, el 5 de septiembre de 1993, hubo 76 muertos y 912 heridos, según narra el periodista Mauricio Silva en su libro “El 5-0”. Vale la pena leerlo. Se cuenta, en este mismo libro, que esa misma noche, en Buenos Aires, en el segundo piso del hotel Caesar Park, donde se hospedaban los jugadores colombianos, la fiesta de celebración fue pagada por el narcotraficante Justo Pastor Perafán, quien años después, en 1997, fue capturado en Venezuela, extraditado a los EE. UU. y condenado a treinta años de prisión. En la rumba, qué sorpresa, habían reconocidos políticos colombianos. De nuevo, con los homenajeados por el triunfo, estaban Dios y el diablo juntos. Apolo y Dionisios.
Imposible no recordar el doloroso caso de Andrés Escobar, del mismo plantel protagonista del cinco-cero contra Argentina, quien fue asesinado el 2 de julio de 1994. De manera accidental, Escobar marcó un autogol en el partido disputado contra el equipo de EE. UU. en el Mundial de 1994. Su asesinato se produjo en la ciudad de Medellín, cuando salía de un restaurante. Las investigaciones comprobaron luego que su asesinato fue ordenado por un grupo de apostadores, integrantes de la mafia y asociados con el paramilitarismo, que habían perdido mucho dinero por culpa del autogol que dejó al equipo nacional por fuera de la competencia. Es tal vez el caso más luctuoso del fútbol colombiano, en donde juego, celebración, odio, venganza, pasión y muerte se encuentran en esa nefanda suma de lo que como país seguimos siendo.
Lucho Díaz y Antonela Petro quizás no se conozcan, qué bien que en algún momento se encontraran y se fundieran públicamente en un abrazo para que les den una lección a los promotores del odio, pues ni una ni otro son culpables del despreciable suceso. Cada quien llego al estadio a prodigarse de un momento de alegría; ella a disfrutar del juego de quien seguramente es uno sus ídolos; él a disfrutar del que es sin duda su mejor momento de gloria.
Sin poder disfrutar del partido, Antonela salió del estadio con el dolor a cuestas; Lucho salió en hombros y embargado de felicidad. Los dos fueron imágenes destacadas en la prensa del 17 de noviembre, un día después del partido. Una lloraba, el otro reía. El país que somos.
Orlando Ortiz Medina, Economista-Magister en estudios políticos
Foto tomada de: El Tiempo
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