Las retrotopías y el mito del «salvador blanco»
Durante las dos primeras décadas del siglo XXI, la distopía ha acabado constituyéndose en una apuesta segura para la industria del entretenimiento. Buena parte de las distopías contemporáneas acaban apostando por una superación que se concreta en una refundación civilizatoria que, en último término, supone retomar el camino del progreso para llevarlo a buen término. En este camino, la figura del «salvador blanco» ocupa un papel central y define los pilares ideológicos sobre los que se deberá asentar el «nuevo» mundo.
Introducción
Durante las dos primeras décadas del siglo xxi, la distopía ha acabado constituyéndose en una apuesta segura para la industria del entretenimiento. Desde que este género literario diera el salto definitivo a la pequeña y gran pantalla, el número de filmes, series televisivas o videojuegos no ha parado de crecer, con un enorme salto cuantitativo a partir del éxito de la saga Los juegos del hambre, publicada en 2008, el mismo año del estallido de la crisis económica que impactó sobre el mundo occidental. En esto, el taquillazo que supuso su adaptación cinematográfica, estrenada cuatro años más tarde, dio el puntapié inicial a una nueva ofensiva distópica en el panorama mainstream: de tan solo dos títulos listados bajo esta categoría durante 2007 en catálogos como el de Filmaffinity, llegamos a más de 40 estrenos solo durante 2023. La actual «moda distópica» a la que hacen alusión autores como Francisco Martorell parece estar fuera de toda discusión1.
Sin intención de ser exhaustivos, podemos decir que la distopía se ha dedicado, tradicionalmente, a establecer juicios acerca de las consecuencias no previstas de los «experimentos» (políticos, científicos, económicos, sociales) llevados a cabo por el ser humano en nombre del «progreso». De alguna manera, las distopías han sido las encargadas de sacar a relucir las tensiones y contradicciones que lo rodean. No obstante, como se ha señalado en multitud de ocasiones, esto no necesariamente implica una enmienda a la totalidad de la noción de progreso. Por el contrario, si examinamos con algo más de atención las propuestas distópicas del panorama mainstream, se hace evidente que, lejos de impugnarlo, estas acaban optando por tres caminos: la resignación «cínica», el escape (como salida generalmente individual) o la refundación civilizatoria. En los dos primeros casos, el espíritu antiutópico de las primeras distopías parece mantenerse intacto. En el tercero, sin embargo, la realidad distópica es, finalmente, superada. Pero ¿de qué manera? ¿Cuáles son los pilares sobre los que se propone esta superación?
Un punto de partida: renacer de las cenizas
Lejos de la futurista Los Ángeles de Blade Runner (1982), de Ridley Scott, la mayor parte de los paisajes distópicos de nuestro siglo nos presentan un espacio ruinoso y decadente, similar a aquel pintado por Harry Harrison en su novela ¡Hagan sitio!, ¡hagan sitio! (1966). La superpoblación, la sobreexplotación de los recursos naturales, la polución, las montañas de basura, la destrucción, la pauperización y el aumento de las desigualdades sociales pueblan las imágenes de distopías como Wall·e (Andrew Stanton, 2008), Niños del hombre (Alfonso Cuarón, 2006), Elysium (Neill Blomkamp, 2013), Divergente (Neil Burger, 2014), Maze Runner. Las pruebas (Wes Ball, 2015), Ready Player One (Steven Spielberg, 2018) o, incluso, los de la secuela del filme de Scott (Blade Runner 2049, 2017), en el que las afueras de Los Ángeles han quedado reducidas a una enorme escombrera.
Estos escenarios nos presentan la imagen de la ruina en su forma más palmaria, en tanto restos de un pasado que se erige como advertencia acerca de la posible decadencia civilizatoria de Occidente debido al avance imparable del progreso. Pero ¿qué se esconde realmente detrás de esta imagen?
Partiendo del análisis de los imaginarios en torno de la ruina, el filólogo Andreas Huyssen sugiere que, desde la primera modernidad, estos se proponen como una forma de legitimación de los pilares ideológicos sobre los que se funda el Estado-nación2. En una línea similar se expresa también Russel Berman cuando alude a la imagen de la ruina moderna como encarnación de la fe en el futuro y, por tanto, también en el progreso, que solo podría erigirse sobre la demolición de los pilares que sostenían el Antiguo Régimen3. Según Berman, la ruina en tanto escombro del pasado se convertiría así en condición necesaria para la fundación de lo nuevo (la democracia liberal), lo que convierte la devastación en requisito indispensable para el avance civilizatorio. No obstante, el autor aclara que estos escombros funcionan, al mismo tiempo, como recordatorio de lo perdido o lo «destruido» en el proceso4. Dicho en pocas palabras, los restos del pasado nos obligan a dirigir la mirada a él para cuestionarnos, devolviéndonos, con ello, la memoria sobre él.
Como observaremos a continuación, este doble juego (olvido/memoria; abolición/fundación) puede fácilmente encontrarse, también, en las ruinas distópicas contemporáneas. El caso más claro lo encontramos en Wall-e. En este filme, el pequeño robot protagonista se muestra completamente obsesionado por conservar y catalogar todas las «reliquias» que rescata de entre el gran basural en el que ha acabado convertido el planeta gracias al consumismo desenfrenado. Estos objetos, completamente reificados, aluden constantemente a una «edad dorada» capitalista que se encarna de manera idealizada en las imágenes de una cinta vhs que Wall-e reproduce de forma obsesiva: las del musical Hello Dolly! (Gene Kelly, 1969), filme ambientado en la época de esplendor del «sueño estadounidense». La recuperación de un modo de vida abandonado se plantea, así, como leitmotiv de la obra, que culmina con unos títulos de crédito que recrean la historia de la civilización humana hasta la Revolución Industrial como base de su propuesta de refundación.
No es el único ejemplo. El paisaje de la pauperizada y superpoblada Ohio de 2045 en Ready Player One se mezcla con aquel del oasis, la utópica realidad virtual en la que los maltrechos habitantes se refugian cada día para evadirse de su ruinoso presente. En el oasis, los objetos del pasado sirven, otra vez, como recordatorios de una grandiosidad perdida que, en este caso, tira de nostalgia ochentera. A medida que la trama avanza, el protagonista irá topándose de manera constante con una serie de objetos e imágenes que simbolizan aquello digno de rescatar del pasado: desde la máquina del tiempo DeLorean de Volver al futuro hasta el hotel Overlook de El resplandor, pasando por la pista de baile de Fiebre de sábado por la noche y por videojuegos como el Asteroids o el Duke Nukem, todo ello acompañado por los más famosos hits musicales de los años 80. Todas estas referencias fantasean con un modelo del pasado que retorna ante nosotros de forma excesiva y espectacular, como imágenes de una «grandiosidad» perdida, símbolos de una época de desmesura y «libertad» asociada al consumo. Los «felices» años 80, los del auge del capitalismo neoliberal, se convierten, así, en imagen de una añoranza puramente efectista, que oculta los vínculos que la conectan con la deriva distópica.
Esta idealización de un pasado aparentemente esplendoroso se repite, también, en el caso de Blade Runner 2049. En el momento en que el protagonista de la secuela, el agente k, consigue hallar al ya veterano Deckard, ambos se enzarzarán en una pelea que tendrá lugar en el restaurante de un viejo casino ubicado en la abandonada ciudad de Las Vegas. Esta lucha cuerpo a cuerpo estará acompañada por una proyección intermitente de hologramas en los que se nos presentan, entre otras, las figuras de Marilyn Monroe y Elvis Presley en pleno espectáculo.
Los parpadeantes hologramas, única luz en medio de la oscuridad, nos remiten al tropo de la ruina como pulsión epistemofílica que conduce necesariamente a la pregunta sobre los orígenes. Más allá del evidente vínculo entre esta pregunta y el enigma en torno del personaje de k –atormentado por las dudas sobre su propio relato vital–, lo que ahora nos interesa es lo que esta pulsión supone en tanto búsqueda de alguna clase de referente desde el cual construir un posible relato sobre el pasado, el presente y el futuro.
En este sentido, cabe recordar que, según Berman, «[e]l reconocimiento de la ruina no solo implica la constatación de la degradación, sino que también exige un examen de las causas»5. Si bien en Blade Runner 2049 esta noción de las causas aparece ligada a una cuestión individual, resulta al menos llamativo que la trama acabe vinculando la exploración del protagonista con uno de los periodos de mayor esplendor del capitalismo estadounidense, ubicado, ahora, en los años de posguerra. Así, el enfoque de lo perdido se presenta como añoranza de lo «verdadero», entendido como la exploración de un pasado en el que la realidad se explicaba de manera más «simple» que en la actualidad (como sugerirá el propio Deckard un par de escenas más tarde). Aun cuando el filme de Denis Villeneuve no alude explícitamente al pasado colectivo, esta recuperación nostálgica nos remite igualmente al rescate de una cierta «esencia», motivado, en este caso, por la sensación de desconcierto, desamparo y confusión. En definitiva, la ruina distópica nos remite a la imagen de un pasado en el que se hallan las necesarias respuestas. Esto no solo sucede en los tres casos comentados, sino también en Elysium, Maze Runner o Niños del hombre, cuyos protagonistas se sumergirán en los bajos fondos de sus ciudades a fin de encontrar respuestas en medio de los restos del naufragio social.
Así, mientras, por un lado, las ruinas distópicas plantean una denuncia del paso demoledor del progreso, al mismo tiempo parecen suponer la (única) condición de posibilidad para «volver a empezar». Un «volver a empezar» que, en la mayoría de los casos, se traduce en una propuesta de superación de la distopía y la correspondiente refundación civilizatoria, acaba vinculado así a un resurgimiento acrítico de la historia que, en último término, trae consigo la necesaria restitución ideológica. En esto, la noción de «retrotopía» propuesta por Zygmunt Bauman explica, en parte, la superación distópica propuesta en la resolución de los filmes en tanto, como apuntaba este sociólogo, el abandono de cualquier aspiración utópica nos obliga a recurrir nostálgicamente al pasado, en búsqueda de «las grandes ideas enterradas (¿prematuramente?)» en él6.
Así, aun cuando estas «miradas hacia atrás» demostrarían una preocupación honesta por superar los actuales escenarios de crisis, las propuestas acarrearían una paradoja fundamental: incluso si pudieran servir para denunciar las posibles derivas de nuestro presente, la búsqueda de soluciones en un pasado «idealizado» acabaría traduciéndose en «intentos conscientes de iteración (más que de reiteración) del statu quo»7.
Redención, restitución y refundación: el «salvador blanco» como propuesta retrotópica
Los escenarios arruinados presentes en estas distopías nos remiten también a una «decadencia» en la que el imaginario occidental –o, más concretamente, estadounidense– reproduce constantemente los estereotipos sobre el Sur global. Los inhospitalarios y miserables paisajes, las viviendas apelotonadas o derruidas, los arruinados y desaliñados habitantes aluden así a una eventual «tercermundización» producida a escala global. Hecho que, sumado al estereotipo de los países del Sur como territorios de desgobierno y de corrupción, sirve para advertir acerca de cómo las «malas decisiones» políticas pueden acabar conduciendo a un «retroceso» social, económico y político en el mundo «civilizado».
Lo dicho puede observarse de forma muy clara en el caso de Elysium, cuyo paisaje nos retrotrae a la imagen de los slums sudafricanos. Escenarios similares se repiten en otras distopías hollywoodenses: lo vemos en los poblados «extramuros» de Downsizing (Alexander Payne, 2017), en las superpobladas barriadas de Ready Player One, en las atestadas calles de «La última ciudad» de Maze Runner así como, también, en los talleres clandestinos de Blade Runner 2049.
En estos escenarios pauperizados solo sobreviven aquellos más «aptos»; aptitud que, en el caso de nuestros personajes, se medirá en su capacidad de adaptación al entorno, asociada generalmente a su fortaleza (física y mental), su coraje, su disciplina, su honor y/o su persistencia. Estos, entre otros, serán los requisitos que convertirán a los protagonistas en «líderes» dentro de sus respectivas realidades. Líderes que, exceptuando el caso de Los juegos del hambre y Divergente, se encarnan en personajes masculinos y, siempre, blancos. Así, a la señalada oposición entre destrucción/reconstrucción deberemos sumarle el surgimiento de estos liderazgos que, pese a emerger «desde abajo», reproducen la clásica imagen del salvador blanco y perpetúan con ello una visión neocolonialista en la que la figura del héroe estadounidense, en su magnanimidad, asume la responsabilidad de rescatar de la barbarie a los «buenos salvajes».
Si bien el tropo del «salvador blanco» no es exclusivo de las propuestas distópicas, lo visto hasta el momento nos obliga a explorarlo de forma algo más detallada. Para ello, resulta necesario realizar algunas consideraciones previas respecto a la noción de «blanquitud» entendida como una categoría culturalmente construida8 cuyas raíces, según el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría, se remontan a la modernidad capitalista occidental.
Partiendo de las reflexiones planteadas por Max Weber, Echeverría reconoce el racismo como rasgo constitutivo de la modernidad capitalista; un racismo que, según él, «exige la presencia de una blanquitud de orden ético o civilizatorio como condición de la humanidad moderna»9. El filósofo plantea la instauración de una suerte de «‘grado cero’ de la identidad concreta del ser humano moderno» que vincula a la ética protestante identificada por Weber como la condición de posibilidad del «espíritu capitalista», base de «un nuevo tipo de ser humano requerido para el mejor funcionamiento» del sistema.
Echeverría señala que esta construcción identitaria no puede concebirse al margen de la necesidad de instituir una identidad nacional, surgida de las lógicas capitalistas modernas en tanto se erige como condición de posibilidad para la «realización del proyecto histórico estatal de alguna empresa compartida de acumulación de capital»10. En consecuencia, la identidad del ser humano moderno estaría fuertemente vinculada a la constitución del ethos capitalista surgido, según Weber, a partir de la ética protestante presente en las poblaciones blancas del noroeste europeo11.
En resumen, para Echeverría la «blanquitud» se consolidaría, pues, sobre «la base de la apariencia étnica» de estas poblaciones, esto es, «sobre el trasfondo de una blancura racial-cultural». En esto, Echeverría matiza que la identidad capitalista moderna no debe ser entendida como un rasgo exclusivo de las poblaciones blancas europeas: por el contrario, la «blanquitud» a la que hace referencia debe abordarse como una suerte de cualidad necesaria para la fundación «de la vida económica moderna» (esto es, capitalista-puritana) que se difundiría por medio de la expansión colonial.
En este sentido, conviene resaltar que, para Echeverría, la modernidad hoy dominante se identifica con su forma «americana» (esto es, estadounidense)12. Esta «modernidad americana» consistiría en la radicalización del progresismo que había caracterizado la modernidad desde sus orígenes, como una suerte de culminación o conquista «del grado más alto de subsunción de la lógica ‘natural’ o lógica del valor de uso de la vida social moderna a la lógica capitalista». Para el filósofo ecuatoriano, el triunfo de esta modernidad americana supondría la «demostración de la superioridad del American way of life», en el que las industrias culturales capitalistas norteamericanas tendrían mucho que ver13. Así, siguiendo la propuesta del autor, la diversidad y vastedad de esta industria colaboraría a invadir «la experiencia humana singular y colectiva del ser humano contemporáneo», en un proceso que el autor entiende como de «imposición civilizatoria».
El sociólogo estadounidense Matthew W. Hughey se expresa en un sentido similar. Para él, a partir de los años de la Gran Depresión, Hollywood se convirtió en una herramienta fundamental a la hora de difundir el patriotismo estadounidense y los valores morales protestantes y se configuró como uno de los principales medio para la reproducción ideológica14. Desde el western hasta el cine anticomunista de la era McCarthy, señala Hughey, la misión del hombre blanco norteamericano pasaba por «salvar y civilizar» a los otros a través de la fuerza y la coerción. Este tropo viviría una transformación en la década de 1980, durante la cual se lo intentaría «reparar» a través de la representación de protagonistas blancos que, ahora, sacrificaban su vida para salvar a los pobres y desvalidos, cuestión que –pese a las buenas intenciones– no conseguiría, como es evidente, superar el paternalismo de épocas anteriores.
Considerando todo esto, el análisis del tropo del «salvador blanco» en los filmes distópicos supone un asunto ineludible a la hora de abordar su propuesta refundacional, en tanto esta se presenta fuertemente vinculada al mito etiológico occidental. En este sentido, no resulta demasiado aventurado adelantar que, asumiendo la blanquitud como un rasgo constitutivo de la modernidad capitalista, la fuerte presencia de estos salvadores blancos en los filmes serviría para reforzar la propuesta retrotópica de estos, que implicaría la culminación de una apuesta por la recuperación del ethos moderno, liberal-capitalista.
Atendiendo a las tramas de los filmes, podemos ver fácilmente cómo el periplo de sus protagonistas se plantea siempre como un camino esencialmente individual en el que estos suelen rechazar –o, al menos, sospechar de– cualquier iniciativa organizada de resistencia o lucha contra el «régimen». En este camino, los héroes en cuestión rechazarán, en prácticamente todos los casos, cualquier aspiración de poder sacando a relucir tanto su abnegación como su entrega sacrificada y esforzada por los demás, cualidades que los acabarán convirtiendo en legítimos y respetados líderes ante sus grupos.
Como el héroe clásico, el héroe distópico se constituye, así, como un ser «extraordinario» –no en el sentido de un superhéroe o un semidiós, aunque sí en el de una persona con virtudes «sobresalientes» respecto al resto–, al tiempo que, como el héroe del cristianismo medieval, encarnará en sí la fe y la esperanza en un mundo mejor15. En cualquier caso, y en consonancia con la secularización de los relatos posmodernos, estos héroes no habrán sido nunca engendrados por (ni se consagrarán nunca a) ningún dios. Por el contrario, el héroe distópico será un gran defensor de la autodeterminación, la independencia y (sobre todo) de la autosuficiencia. Todo esto al tiempo que, como buen «héroe posmoderno», buscará constantemente su autoafirmación, el «ser-él-mismo» en una realidad que se rebela constantemente contra él16. En resumen, el héroe de las distopías convencionales contemporáneas se presenta como un individuo autónomo, cuyas ansias de autodeterminación individual lo dotan de una capacidad (aparentemente) innata para «hacer lo correcto».
Las coincidencias entre lo dicho y lo que el periodista británico Anatol Lieven ha llamado el «American creed» (el credo estadounidense) no son baladíes. Según Lieven, este credo reúne «el conjunto de grandes creencias y principios democráticos, jurídicos e individualistas en los que se fundan el Estado y la Constitución estadounidenses»17. Así, para este autor, el American creed debe entenderse en el sentido de una ideología constitutiva del nacionalismo estadounidense, mediante la cual el país del Norte se presenta ante el mundo como modelo excepcional de una modernidad «exitosa»18. Modernidad que combina la férrea defensa del individualismo y el laissez faire (base fundamental de su modelo liberal-capitalista) con la autoatribución del rol de «salvador del mundo»19, arraigada en doctrinas como la del destino manifiesto –de base profundamente judeocristiana– o, más tarde, la Doctrina Monroe.
Teniendo en cuenta lo mencionado anteriormente acerca de la relación entre blanquitud y modernidad capitalista, además del ya señalado afán retrotópico de los filmes, no parece casual que, en momentos de crisis como el actual, estos recuperen esta blanquitud en su sentido más obvio y manifiesto, esto es, en el de la «blancura» étnica/racial. Bolívar Echeverría reflexiona en esta misma línea acerca de la posibilidad de que en aquellos periodos en los que el Estado capitalista «se vea obligado a reestructurar y redefinir la identidad nacional», la blanquitud «retorne al fundamentalismo y resucite la blancura étnica como prueba indispensable de la obediencia al ‘espíritu del capitalismo’, como señal de humanidad y de modernidad»20. Así, esta blancura/blanquitud se presentaría, pues, como una suerte de requisito necesario o −al menos− como un rasgo consustancial a la recuperación de los valores y principios liberales-capitalistas que dieron origen a la nación norteamericana.
En esto, cabe señalar una aparente paradoja en los filmes, dado que, en la mayoría de ellos, las «tribus» que rodean y acogen a los protagonistas están generalmente conformadas por personajes marcadamente diversos. Tal es el caso de los grupos que rodean a Thomas en Maze Runner, a Tris en Divergente o a Wade en Ready Player One. Más de lo mismo encontramos en filmes como Elysium, Downsizing o Niños del hombre, por mencionar solo algunos ejemplos. Si bien tales representaciones refieren a un evidente reconocimiento de la multiculturalidad y heterogeneidad que conforma la población occidental o, más en concreto, estadounidense, el esquema actancial propuesto por los filmes (en los que tales personajes sirven solo a modo de ayudantes del protagonista) acabaría, sin embargo, reforzando la imagen del salvador blanco. Utilizando las palabras de Hughey, podríamos afirmar que «[e]ste tropo está tan extendido que las variadas relaciones interculturales e interraciales suelen guiarse por una lógica que racializa y separa a las personas en redentoras (blancos) y redimidas o necesitadas de redención»21.
En este sentido, no parece tampoco casual que la mayoría de los filmes construyan una representación cuasi «mesiánica» de sus protagonistas, en la que estos aparecen como responsables del destino de sus tribus y/o protegidos, personas/personajes generalmente dóciles y/o vulnerables. Lo anterior puede verse de manera inequívoca en el momento en que Theo, el protagonista de Niños del hombre, asiste a la reunión en la que los rebeldes debaten sobre el destino de Kee, la joven negra que lleva en su vientre la posibilidad de un futuro para la humanidad. Receloso y sabedor de los «errores» de los rebeldes, Theo comprenderá en ese mismo instante que él es el único realmente capaz de «salvar» a la joven. Algo que en el filme queda plasmado en el cruce de miradas entre ambos y la posterior mirada de Theo a un pequeño gatito que intenta cogerse desesperado, indefenso y vulnerable, a su pierna.
En lo anterior, la representación de los roles de género supone otro aspecto relevante en lo que refiere al marco propuesto para la refundación o recivilización del mundo. Si bien no nos detendremos ahora en este análisis, es necesario destacar cómo esto cobra una dimensión para nada desdeñable en lo que respecta al mencionado afán retrotópico de este tipo de productos. En esta línea, convendría rescatar las aportaciones de Silvia Federici respecto al estrecho vínculo entre el origen del capitalismo y la «domesticación» de los cuerpos femeninos22. Parece posible establecer un paralelismo entre lo apuntado por Federici y las aportaciones de Echeverría, quien señala cómo la recuperación de ciertos esencialismos (como la mencionada blancura, a la que ahora podríamos añadir, también, los ideales modernos de masculinidad y feminidad) supone también una condición sine qua non para la reparación y el restablecimiento del orden23.
Sobre esto, es necesario apuntar también al peso que históricamente ha tenido la masculinidad en lo que refiere al establecimiento del «espíritu nacional». En el caso de eeuu, tal ideal estaría conformado a partir de una serie de rasgos deseables del héroe, tales como la fuerza de voluntad, el honor, el coraje, la disciplina, la competitividad, la fuerza discreta, el estoicismo, la sangre fría, la persistencia, el espíritu aventurero, la independencia, la virilidad sexual moderada y la dignidad. Todos ellos rasgos, como hemos observado, de nuestros héroes distópicos. John W. Howard y Laura C. Prividera apuntan a la manera en que este ideal (encarnado en la figura del soldado patriota) colabora a consolidar la jerarquía patriarcal que coloca a los varones en la posición de responsables y líderes del destino de la nación, mientras relega a las mujeres al rol de «actores secundarios», en tanto menos «capaces» –de acuerdo con la ideología patriarcal dominante– de luchar por la patria24.
Todo esto es fácilmente observable, también, en el caso de los filmes Elysium o Downsizing. En el primero de ellos, Max –ataviado con su nuevo exoesqueleto, que lo convierte en un ser de una fuerza extraordinaria– se convertirá en la única esperanza de salvar a sus amigos: Julio, un joven mexicano, colega de juventud, y Frey, su gran amiga de la infancia, también latina, enfermera y madre soltera de Matilda, una niña con leucemia. A pesar de que Max, interpretado por Matt Damon, fallará a la hora de proteger al primero, entregará posteriormente su propia vida para conseguir hackear el sistema, salvando con ello la vida de Matilda. Con la misión cumplida, Max abandonará este mundo en paz, como una suerte de Jesucristo, satisfecho de haber entregado su vida por el prójimo. Esta imagen se completará con las de la escena final del filme en la que, tras el sacrificio de Max y la incorporación de los «nuevos ciudadanos» al sistema, los pobres pobladores de la Tierra –en su mayoría, personas racializadas– correrán entusiasmados a recibir la tan ansiada ayuda proveniente de la privilegiada estación espacial.
El mismo Matt Damon reproducirá una escena similar cuatro años más tarde, esta vez en el papel de Paul del filme Downsizing. Ante el inminente colapso ecológico que amenaza su mundo, y tras renunciar a la posibilidad de salvar su propia vida, el protagonista decidirá dedicar el resto de sus días a asistir a aquellos que no tienen posibilidad de salvarse a sí mismos. Junto con su pareja, se dedicarán a alimentar y asistir a los pobres desgraciados que viven fuera de los muros de la opulenta ciudad en la que residen los protagonistas, «Ociolandia», microcosmos que encarna el arquetipo de eeuu. La última escena del filme no podría ser, en este sentido, más clarificadora: el plano contrapicado de Paul entregándole el plato de comida diaria a un anciano paralítico, sumado al contraplano en el que se nos enseña el gesto de agradecimiento y emoción del hombre, reproduce sin ambages el tropo del redentor blanco, salvador de los débiles y desvalidos, pobres y enfermos25.
Esta condición de «buenos cristianos» –individuos «comunes y corrientes» con un extraordinario sentido de la justicia, humildes, misericordiosos y altruistas– consumará la representación heroica de nuestros protagonistas. Representación que, en el caso de la saga Divergente, será, si cabe, aún más diáfana. En ella, la facción de la que proviene la protagonista, «Abnegación» (conformada por aquellas personas cuyo espíritu caritativo, austero y desinteresado los legitima como gobernantes de la ciudad), resulta la primera población atacada por Jeanine, la hiperracional y despiadada científica, principal antagonista del filme.
Podemos realizar una lectura similar de la propuesta de Maze Runner. Siguiendo la trayectoria de su protagonista, observamos cómo esta reproduce en buena medida aquella de Jesucristo: desde su «nacimiento» en el laberinto, donde se erige como el único capaz de superar todos los obstáculos y pruebas a los que se lo somete (llegando incluso a obrar el «milagro» de matar a uno de los monstruos que habitan el laberinto, no por nada denominados «penitentes»), hasta su consolidación como líder del pequeño grupo de «discípulos» que lo acompañarán en su travesía, buena parte de la cual transcurrirá en medio del desierto. Discípulos que, para más inri, son en su mayoría varones, a excepción de Teresa, quien –como una suerte de María Magdalena y con un nombre que apela también a la imaginería cristiana– acabará convirtiéndose en la principal protegida del protagonista. Como no puede ser de otra manera, dentro de este grupo no faltará, tampoco, la figura de un Judas, representado por Gally, quien, además de enfrentarse al protagonista, traicionará la confianza de sus amigos hasta el punto de asesinar a uno de ellos.
Por otra parte, la escena que cierra la saga parecería sugerir el eventual retorno de Thomas con el antídoto que permitiría acabar definitivamente con la enfermedad: su propia sangre. Si bien se trata de un final abierto, la escena nos retrotrae al mito de la segunda venida del mesías que, según la tradición bíblica, devolverá el orden y la justicia al mundo. En su conjunto, el filme podría ser leído, pues, como una fábula alegórica judeocristiana sobre el sacrificio personal como única vía para la salvación. De esta manera, la insistencia en el protagonismo de personajes masculinos blancos con tintes claramente mesiánicos parecería acabar reforzando la mirada blanca y occidental sobre el mundo, en tanto, como señala Echeverría, tales autosacrificios requieren de una disposición «que solo puede estar garantizada por la ética encarnada en la blanquitud»26.
Recuperando las reflexiones del autor ecuatoriano-mexicano acerca de la relación entre blanquitud y modernidad capitalista, sería posible establecer un vínculo entre la continua insistencia en la figura del «mesías blanco» en los filmes y la reproducción del mito etiológico de la nación norteamericana que, como decíamos, acaba colocando a eeuu como el gran representante de la civilización27. En definitiva, podríamos afirmar que la actual crisis sistémica en la que se enmarca esta nueva moda distópica parecería traer consigo una renovación del ethos capitalista que, en los filmes, se aprecia claramente en esta apuesta por una refundación fundamentalmente blanca, protestante y patriarcal, «a la estadounidense».
Una retrotopía «a la estadounidense»
En todo esto, es necesario señalar que, como apunta Teresa De Lauretis, «el aparato cinematográfico, en la totalidad de sus operaciones y efectos, no produce simplemente imágenes, sino imaginería», de manera que el juego entre identificación, deseo y «posición del espectador» acabará asociándose, siempre, a la producción y reproducción de determinados significados28. Ello resulta relevante en tanto, en esta constante reproducción, «el sujeto se ve continuamente envuelto, representado e inscrito en la ideología»29.
Con lo dicho, no parece demasiado aventurado afirmar que la encarnación del mito etiológico en la figura del héroe, por medio del cual se hace explícito el modelo a seguir30, convierte este juego de identificaciones en uno de los dispositivos fundamentales a través de los cuales desplegar todo el potencial ideológico de los filmes. De esta manera, la blanquitud, la virilidad y el mesianismo de los héroes distópicos se presentan como prerrequisitos de las posibilidades de éxito de la apuesta recivilizatoria. Dicho de otro modo, estos «prerrequisitos» aparecerían, pues, como garantía de la reproducción de esa «ideología estadounidense» (blanca, protestante, patriarcal, liberal, capitalista) a la que hacía referencia Lieven y que, en las distopías analizadas, puede identificarse con una apuesta por un retorno y/o recuperación de una utopía liberal-capitalista a-la-estadounidense que, en último término, se presenta como la apuesta más «segura» para la superación de las crisis planteadas31.
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1. F. Martorell: Contra la distopía. La cara B de un género de masas, La Caja Books, Valencia, 2021.
2. A. Huyssen: «Authentic Ruins: Products of Modernity» en Julia Hell y Andreas Schönle (eds.): Ruins of Modernity, Duke UP, Durham, 2010, pp. 20-21.
3. R. Berman: «Democratic Destruction: Ruins and Emancipation in the American Tradition» en J. Hell y A. Schönle (eds.): ob. cit., p. 104.
4. Ibíd, p. 105.
5. R. Berman: ob. cit., p. 105.
6. Ibíd., p. 126.
7. Z. Bauman: Retrotopía, Paidós, Barcelona, 2017, p. 18.
8. Richard Dyer: «White» en Screen vol. 29 No 4, otoño de 1988, p. 44.
9. B. Echeverría: Modernidad y blanquitud, Era, Ciudad de México, 2010, p. 58.
10. Ibíd., p. 59.
11. Ibíd., p. 60.
12. B. Echeverría: Crítica de la modernidad capitalista, Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, La Paz, 2011, p. 266.
13. Ibíd., pp. 275-276.
14. M. Hughey: «Racializing Redemption, Reproducing Racism: The Odyssey of Magical Negroes and White Savior» en Sociology Compass vol. 6 No 9, 2012, pp. 760-761.
15. Guillermo Gómez-Ferrer y Catalina Martín: «La representación del mito de la individualidad a través del cine mainstream contemporáneo» en Alfredo Esteve Martín (coord.): Estudios filosóficos y culturales sobre la mitología en el cine, Dykinson, Madrid, 2020, p. 115.
16. Ibíd.
17. A. Lieven: America Right or Wrong: An Anatomy of American Nationalism, Oxford UP, Oxford, 2025, p. 5.
18. Ibíd., p. 48.
19. Ibíd., p. 33.
20. B. Echeverría: Modernidad y blanquitud, cit., p. 67.
21. M. Hughey: ob. cit., p. 2.
22. S. Federici: Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Traficantes de Sueños, Madrid, 2010.
23. B. Echeverría: Modernidad y blanquitud, cit., p. 67.
24. J.W. Howard y Laura C. Prividera: «Gendered Nationalism: A Critical Analysis of Militarism, Patriarchy, and the Ideal Soldier» en Texas Speech Communication Journal vol. 30 No 2, 2006, p. 134.
25. Hernán Vera y Andrew Gordon: Screen Saviors: Hollywood Fictions of Whiteness, Rowman & Littlefield, Lanham, 2003, p. 133.
26. B. Echeverría: Modernidad y blanquitud, cit., p. 86.
27. Ibíd.
28. T. De Lauretis: Alicia ya no. Feminismo, semiótica, cine, Cátedra, Madrid, 1992, p. 217.
29. Ibíd., p. 63.
30. G. Gómez Ferrer y C. Martín: ob. cit., p. 117.
31. A. Lieven: ob. cit., p. 48.
Ana-Clara Rey Segovia
Fuente: https://nuso.org/articulo/309-make-the-worldgreat-again/
Foto tomada de: https://nuso.org/articulo/309-make-the-worldgreat-again/
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