No hacía falta esperar a que Q-Shaman, ataviado con pieles y cuernos, junto a varios millares de supremacistas blancos, neonazis, seguidores de las más esperpénticas teorías de la conspiración y miembros del partido republicano asaltasen el Capitolio para enterarse de que la extrema derecha es una amenaza real. No hacía falta esperar a que Bigo Barnett pusiese los pies en la mesa del despacho de Nancy Pelosi para entender que la ultraderecha es un verdadero cáncer que destruye por dentro nuestras democracias. No era necesario ser Einstein para verlo venir. En los últimos años hemos tenido ejemplos de sobra. Lo que pasó el pasado 6 de enero en Washington marca sin duda un antes y un después. Posiblemente ahora mucha más gente se ha dado cuenta de ello o, por lo menos, quien se hacía el sueco no tiene más excusas: el peligro existe y es real. No valen ya medias tintas. No hay más tiempo que perder.
En las conferencias y charlas que he dado en los últimos años acerca de la que he definido como extrema derecha 2.0 siempre ha aparecido una pregunta: ¿qué podemos hacer? ¿Cómo podemos combatir a Trump, Salvini, Abascal y Orbán? Como historiador, siempre he pensado que mi tarea era y debía ser la de analizar el fenómeno y ofrecer unas claves interpretativas. No procedía, pensaba, decir lo que se tenía o no se tenía que hacer. Además, tampoco lo tenía muy claro. Sin embargo, creo que ha llegado el momento de mojarse e intentar establecer una especie de breve manual de instrucciones para combatir a la ultraderecha. Obviamente, se trata de un primer esbozo. Las aportaciones –y las críticas– serán bienvenidas.
1. Para combatir a la extrema derecha es necesario estudiarla
Sin conocer un fenómeno es imposible entenderlo y, por consiguiente, combatirlo. El primer paso imprescindible es estudiar a la nueva ultraderecha, entender de dónde surgió, cómo se organiza, cómo actúa y qué discursos utiliza. Resumiendo, podemos decir que fenómenos como el trumpismo, el bolsonarismo, Vox, Alternativa para Alemania y las demás formaciones de la galaxia ultraderechista son algo distinto de los fascismos de entreguerras y de los neofascismos de la segunda mitad del siglo XX. La extrema derecha se ha renovado. Esto no significa que sea menos peligrosa ni que no haya elementos de continuidad con el pasado. Sin embargo, se debe tener claro que es un fenómeno distinto y radicalmente nuevo.
La transformación ha sido notable. Por un lado, ya no se trata de grupúsculos autoguetizados de gente con la cabeza rapada que hace el saludo romano: ahora visten camisa, americana y a veces incluso corbata. Por otro, su lenguaje ha cambiado y ha conectado con una parte nada desdeñable, sino mayoritaria, del ‘pueblo llano’. Aquí es fundamental entender el giro dado a partir de los setenta por Alain de Benoist: la Nouvelle Droite francesa apostó por dar la batalla cultural y abandonar conceptos inaceptables tras Auschwitz, como el racismo biológico, sustituyéndolos por otros más adecuados para sociedades que se estaban haciendo multiculturales, como el etnopluralismo o el diferencialismo.
Además, la extrema derecha ha entendido la potencialidad de las nuevas tecnologías, empezando por las redes sociales, para ganar visibilidad mediática y protagonismo político. En síntesis, comparada con el fascismo histórico –visto, al menos, con los prismas del presente– y el neofascismo de hace unas décadas, la extrema derecha 2.0 es más “presentable”, habla el lenguaje de la gente común y sabe moverse muy bien en el mundo digital.
2. ¡Es un fenómeno global, estúpido!
Existe una gran ‘familia’ ultraderechista a nivel internacional. Así que si no pensamos a escala global, estaríamos cometiendo un craso error.
Todas las formaciones de la extrema derecha 2.0 tienen, de hecho, unos mínimos comunes denominadores: un marcado nacionalismo, el identitarismo, la recuperación de la soberanía nacional, un alto grado de euroescepticismo y/o aversión al multilateralismo, un conservadurismo generalizado, la islamofobia, la condena de la inmigración tachada de “invasión”, la toma de distancia formal de las experiencias pasadas de fascismo, y un exacerbado tacticismo.
Esto no significa que no tengan también unas diferencias nada desdeñables en temas como la economía –hay formaciones ultraliberales como Vox y otras que abogan por un welfare chauvinism como la Agrupación Nacional francesa (antes llamada Frente Nacional)–, los derechos civiles –hay quien defiende unas posiciones muy intransigentes sobre el aborto, los derechos LGTBI o la familia y otras que son más abiertas– o la geopolítica –hay atlantistas y rusófilos–.
Como sugiere Clara Ramas San Miguel, se podría clasificar a estas formaciones bajo dos categorías, los “social-identitarios” y los “neoliberales autoritarios”, ambos parte de la misma “Internacional Reaccionaria”. Parafraseando a Ricardo Chueca al hablar de los fascismos de entreguerras, podríamos decir que cada país da vida a la extrema derecha 2.0 que necesita. A modo de síntesis, cabe pues subrayar que sus diferencias no impiden incluir a estas ultraderechas en una misma macro-categoría y una misma familia con lazos transatlánticos extremadamente estrechos gracias a la labor de lobbies como el del integrismo cristiano o el de las armas.
3. Nunca venceremos al monstruo si no entendemos las razones de su avance
¿Por qué la nueva extrema derecha se ha arraigado en la mayoría de países hasta convertirse en hegemónica en algunos de ellos? Desde hace algunos años, existe un amplio debate sobre estas cuestiones en el mundo académico. Evidentemente, cada contexto nacional tiene sus peculiaridades, pero podemos detectar una serie de razones más amplias y compartidas.
En primer lugar, las económicas: el aumento de las desigualdades, el debilitamiento del Estado del bienestar, el creciente abandono de amplios sectores de la población que se encuentran en los márgenes de la sociedad, y la precarización del trabajo. En síntesis, las consecuencias de la imposición del modelo neoliberal a partir de los años ochenta.
En segundo lugar, aquellas razones que se definen como culturales: la centralidad de temáticas –como el aborto, los derechos de las minorías, la inmigración, el matrimonio homosexual, el feminismo– que polarizan a nuestras sociedades y que rompen a menudo los clivajes políticos tradicionales.
En tercer lugar, las socio-políticas: la democracia liberal representativa vive una profunda crisis, nuestras sociedades se deshilachan, los partidos políticos ya no cumplen con la función de correa de transmisión entre territorios e instituciones, los sindicatos tienen enormes dificultades para adaptarse a una realidad plenamente post-fordista, y la desconfianza de la ciudadanía sigue en aumento.
En cuarto lugar, hay razones ideológicas: vivimos una etapa de crisis de las ideologías que han marcado la época contemporánea. No es que ya no existan la izquierda y la derecha, como les gusta decir a los populistas de todo pelaje. Lo que pasa es que hay una espesa confusión que permite fenómenos morbosos y extraños popurrís ideológicos (piénsese en el rojipardismo). Se trata de una crisis, sobre todo en Occidente, muy generalizada, una crisis de valores y referentes. A todo esto añádase que una parte de la población ve con miedo los rápidos cambios que estamos viviendo y pide protección y seguridad y, a su manera, la extrema derecha sabe ofrecérselas.
4. Hay que elaborar una respuesta poliédrica
No hay pues una sola razón que explique el avance de los Salvini, los Trump y las Le Pen: sus éxitos –no solo electorales– se deben a un conjunto de cuestiones que no son excluyentes. Al contrario, se yuxtaponen. Para vencer, o al menos debilitar, al monstruo tocará pues resolver esos problemas. No bastará con aumentar los salarios o financiar más la sanidad y la educación pública. No bastará con intentar volver a atar los hilos rotos para reconstruir nuestras sociedades. No será suficiente con avanzar en derechos civiles o con volver a otorgar centralidad a la escuela y la cultura. Evidentemente, esas son cuestiones cruciales, pero no bastan por sí solas. Toca afrontar la complejidad del mundo gaseoso en el cual vivimos. Toca elaborar una respuesta poliédrica. No hay varitas mágicas o soluciones milagrosas.
5. Hay que actuar en diferentes niveles
No nos engañemos. Tampoco basta con actuar en un ámbito, sea este el institucional, el político, el social, el económico o el cultural. Del pozo o salimos todos juntos o no va a salir nadie. Hace falta, pues, una estrategia multinivel que aborde diferentes ámbitos. Deben darse respuestas eficaces al mismo tiempo en distintos niveles. Hace falta tener conciencia de que cada pieza es fundamental. Nada sobra, nada es inútil. Todo suma.
6. La respuesta de las instituciones y los partidos democráticos
Desde las instituciones se debe, en primer lugar, evitar la infiltración de la ultraderecha en los aparatos del Estado, empezando por los más sensibles como las fuerzas de seguridad. No puede haber policías que participen en el asalto del Capitolio, ni militares que se organicen para derrocar directa o indirectamente un gobierno. Asimismo, los partidos democráticos tienen que poner en marcha cordones sanitarios para impedir el ingreso de la extrema derecha en los gobiernos y las instituciones: esto afecta sobre todo, pero no solo, a las formaciones de la derecha conservadora tradicional que, en este asunto, deberían actuar como Merkel y no como Johnson, Berlusconi o Casado. Además, en un ámbito estrictamente europeo, las instituciones comunitarias deberían agilizar los trámites para poder actuar contra un gobierno que no respeta el Estado de derecho, como es el caso de Hungría y Polonia. No podemos permitir que en el corazón de la UE haya un régimen autoritario en la práctica, como el de Orbán. Y por último, se debe promover la investigación de las conductas antidemocráticas, ilegales o alegales de las formaciones de ultraderecha. Pongo cuatro ejemplos concretos:
a) Cuando se producen acciones violentas contra sedes institucionales, opositores políticos, extranjeros, etc. las autoridades policiales y judiciales deben investigar a fondo las responsabilidades y actuar consecuentemente. En el caso de partidos o grupos neofascistas y neonazis –a menudo bien conectados con la ultraderecha parlamentaria– se debe, si la legislación lo permite, llevarlos ante los tribunales por pertenencia a organización criminal cuando promueven actividades violentas –como pasó el pasado octubre con Amanecer Dorado en Grecia– o por reconstitución de partidos fascistas o nazis –como debería pasar con CasaPound en Italia, si las instituciones fueran consecuentes con la Constitución de 1948–.
b) Gracias a diferentes estudios se sabe que la ultraderecha recibe financiación que no siempre respeta la legislación existente en los diferentes países. En muchos casos la financiación llega a través de redes opacas vinculadas a lobbies globales, como las de los integristas cristianos o la de las armas. Hay mucho que trabajar en este ámbito y, aunque la ingeniería financiera utilizada es extremadamente compleja, hoy en día nuestras instituciones disponen de herramientas suficientes para detectar los movimientos de dinero y evitar que estas formaciones políticas se enriquezcan ilegalmente.
c) Ya lo sabemos, la gran batalla del siglo XXI será la de los datos. La ultraderecha ha quemado etapas en la última década en esta cuestión, recogiendo a menudo de forma ilegal o, como mínimo, de dudosa legalidad los datos de millones de ciudadanos. Piénsese en el escándalo de Cambridge Analytica o en juegos online como el “Vinci Salvini”. Aunque hay que avanzar más en la legislación al respecto, desarrollando por ejemplo unas valientes Cartas de Derechos Digitales, en muchos países –y en concreto en la UE– disponemos de reglamentos que permiten llevar a cabo investigaciones en profundidad para evitar que la ultraderecha pueda disponer ilegalmente de los datos de millones de personas para su propaganda online.
d) A menudo la ultraderecha promueve directa o indirectamente el hate speech –discurso del odio– en las redes sociales, llevando a cabo las que se definen como shit storms –literalmente: tormentas de mierda– mediante trolls y perfiles automatizados o falsos, como los bots o los sockpuppets. Las instituciones deberían presionar a las grandes empresas tecnológicas para que desarrollen y apliquen unos estrictos y creíbles reglamentos al respecto, bajo la supervisión de los poderes públicos. También tendrían que implementar una legislación que combata de forma eficaz el hate speech o la difusión de teorías del complot, como es el caso de Q-Anon.
7. La respuesta de los medios de comunicación
Los medios de comunicación tienen una parte nada desdeñable de responsabilidad en el avance de la extrema derecha, al convertirse consciente o inconscientemente en altavoces de sus discursos. No es posible convertir en “noticia”, sin ninguna contextualización o comprobación, las declaraciones de los Salvini o los Trump cuando están basadas en mentiras. Los medios no pueden regalarles propaganda gratuita. Debe de haber, en síntesis, una mayor ética periodística y un mayor esfuerzo para contrastar las informaciones, evitando divulgar bulos y posverdades. Los medios deben de evitar buscar el clickbait e invertir más en los departamentos de fact checking, siguiendo el ejemplo de proyectos independientes como Maldita.es en España o Valigia Blu y Smask.online en Italia. En el último bienio ha habido avances en esta cuestión –como la decisión de cuatro cadenas de televisión de cortar en seco el discurso de Trump durante la noche electoral cuando este afirmaba que había habido fraude electoral sin ofrecer pruebas al respecto–, pero hay todavía mucho trabajo por hacer.
Además, los medios –inclusive los de izquierda– deben saber hilar fino, evitando comprar los marcos existentes: deben saber detectar a la ultraderecha también cuando se esconde bajo otras etiquetas, por lo general, democráticas. Un ejemplo: en Italia se habla aún del “centro-derecha” para definir a la coalición que reúne a Salvini, Meloni y Berlusconi, cuando Forza Italia tiene el 6% y los demás partidos el 40% de la intención de voto, según todos los sondeos. No se pueden comprar acríticamente conceptos que blanquean a la extrema derecha. Lo mismo vale en España y Cataluña.
8. La respuesta desde abajo
Si las respuestas de las instituciones representan una acción desde arriba, es también imprescindible otra desde abajo. La mayoría de los movimientos sociales –desde los colectivos antifascistas y los antirracistas a los feministas– llevan tiempo avisando de la amenaza ultraderechista. En muchos casos, sus acciones han sido cruciales. Piénsese en la labor desarrollada por la Unitat contra el Fascisme i el Racisme (UCFR) en Cataluña para frenar el avance de Plataforma per Catalunya o cerrar el Casal Tramuntana, un centro que formaciones neofascistas y neonazis abrieron en 2012 en Barcelona. O la labor que el movimiento antifascista llevó a cabo en Creta, donde consiguió en 2018 expulsar a Amanecer Dorado. En resumen, hay que seguir impulsando acciones de este tipo y promover la creación de redes desde abajo para evitar el asentamiento de formaciones ultras en nuestras ciudades y la captación de jóvenes –y no solo jóvenes–. Hay que salir a las calles y hablar con la gente, fortaleciendo los lazos comunitarios, sobre todo en los barrios y las periferias.
Sin embargo, no podemos esperar que sean solo los activistas los que nos saquen las castañas del fuego. Debe haber una corresponsabilidad por parte de todos, cada uno con sus posibilidades y sus capacidades. No podemos mirar para otro lado y luego quejarnos cuando nuestras democracias se conviertan en cáscaras vacías y el Estado de derecho en un lejano recuerdo.
9. La respuesta de la izquierda
También la izquierda tiene sus responsabilidades en el avance de la extrema derecha. Por un lado, la socialdemocracia debe librarse de la losa neoliberal, volviendo a hacer políticas sociales y luchar contra las desigualdades. Por el otro, la izquierda radical tiene que saber construir un proyecto que a) salga de la irrelevancia y no busque la pureza autocomplaciente; y b) sepa juntar las diferentes luchas existentes dándole unidad, sin caer en los estériles debates para iniciados, incomprensibles para buena parte de la sociedad.
Al mismo tiempo, la izquierda tiene que evitar a toda costa comprar, aunque sea parcial y tácticamente, el discurso de la ultraderecha. No ha de creer equivocadamente que la atención puesta en los últimos años en luchas como la feminista, la de los derechos del colectivo LGTBI o la de los migrantes haya permitido que Vox o la Liga penetrasen entre las clases trabajadoras. La izquierda debe, ça va sans dire, preocuparse por las condiciones materiales del 99%, pero no puede pensar que la defensa de las condiciones materiales de los que, tiempo ha, se hubiese llamado proletarios o clase obrera no sea compatible con las otras luchas. Una cajera es, al mismo tiempo, una obrera y una mujer. Un jornalero extranjero es, al mismo tiempo, un obrero del campo y un migrante. Las identidades son múltiples. La propuesta debe ser, por consiguiente, inclusiva. Lo otro implica el suicidio de la izquierda, no solo electoral, sino también ético y moral. El llamado rojipardismo supone, ni más ni menos, asfaltar una autopista para la ultraderecha: la gente prefiere siempre el original a la copia. La izquierda, en suma, tiene que volver a dar la batalla cultural que, en las últimas dos décadas, ha ido ganando la extrema derecha. Esto no se hace en dos días: toca arremangarse y picar piedra durante un largo tiempo. Hay que crear escuelas políticas, dedicar tiempo y dinero a la formación, debatir y saber comunicar.
Por último, la izquierda debe tener la valentía de salir cada vez más de su zona de confort, intentando, por ejemplo, forjar amplias alianzas para proteger la democracia con partidos y sectores de la sociedad políticamente lejanos. ¿Alianzas electorales? Cuando haga falta, también. Fíjense en Hungría donde, después de un decenio con Orbán en el poder, los demás partidos han conseguido llegar a un acuerdo para presentar un candidato conjunto a las próximas elecciones. ¿Acuerdos puntuales antifascistas para, por lo menos, evitar que la extrema derecha entre en las instituciones? Sin duda. Es un trabajo arduo donde todos deberán ceder, no solo la izquierda, obviamente. Pero es esta, creo, la que debe dar el primer paso y ser clarividente en la defensa de un bien superior a cualquier afiliación o simpatía partidista.
En 1936 los comunistas abandonaron la suicida teoría del social-fascismo y se sumaron a los frentes populares en España y Francia, unas alianzas electorales con socialistas e incluso republicanos tímidamente progresistas. Tres años antes era algo impensable: lo ocurrido en Alemania –con la trágica división de las izquierdas y la llegada al poder de Hitler– enseñó que había prioridades para evitar la instauración de una dictadura totalitaria. ¿Hoy en día sería tan difícil llegar a acuerdos con los liberales o, incluso, con sectores de la derecha democrática para evitar que estos cayesen en el abrazo del oso que le tienden los ultras? Nadie perdería su identidad, ni sus proyectos políticos. Se trataría sencillamente de unos acuerdos para proteger el Estado de derecho y evitar la instauración de dictaduras iliberales, es decir, autoritarias. Una democracia se puede perder muy rápidamente, pero para recuperarla se pueden necesitar años o, incluso, décadas.
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Steven Forti es profesor asociado en Historia Contemporánea en la Universitat Autònoma de Barcelona e investigador del Instituto de Historia Contemporánea de la Universidade Nova de Lisboa.
Fuente: https://ctxt.es/es/20210101/Firmas/34701/combatir-extrema-derecha-donald-trump-steven-forti.htm
Foto tomada de: https://ctxt.es/es/20210101/Firmas/34701/combatir-extrema-derecha-donald-trump-steven-forti.htm
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