Las que se dieron el martes 14, en apoyo al gobierno de Gustavo Petro, están atadas, por supuesto, a una parte de la población que simpatiza y apoya las ideas del presidente de la República, por encima de los acuerdos y las transacciones que está haciendo con sectores de poder político y económico, responsables de masacres, de la pobreza de millones de ciudadanos y de la naturalización de la corrupción (ethos mafioso). Petro lo hace porque debe mantener condiciones óptimas de gobernabilidad para poder alcanzar algo de lo que propuso en campaña. También representan el cansancio de millones de colombianos con eso que se conoce como el uribismo, que no es otra cosa que el conjunto de prácticas dolosas y mafiosas orientadas a la privatización del Estado, a la consolidación de una élite feudataria y ruin, y a la extensión de los dos negocios de los que muchos de sus miembros se alimentan: el tráfico de cocaína y dinámicas del conflicto armado interno como el desplazamiento forzado, la adquisición irregular e ilegal de tierras y la estigmatización de la izquierda democrática.
Por el contrario, quienes salieron el miércoles 15 de febrero lo hicieron con el objetivo, trazado en buena medida por el grueso de las empresas mediáticas tradicionales, de posicionar la narrativa que sostiene que “el país va mal, que Petro es un dictador y que sus propuestas de cambio traerán más problemas y hambre”. Estos marchantes defienden a las EPS, los lesivos contratos por prestación de servicios, a los fondos privados de pensiones y, claro, a la captura del Estado por parte de élites tradicionales y clanes regionales mafiosos cuyo poder económico y político es fruto de relaciones con grupos de narco paramilitares y empresas mineras, entre otros.
De lo que sí dan cuenta los dos sectores que se movilizaron el 14 y 15 de febrero es de la existencia de dos Colombias: de un lado, la que piensa que es posible superar la confusión moral sobre la que el uribismo logró consolidarse como un ethos incontrastable y casi que insuperable. Por eso confían en un presidente que está tocando intereses económicos y políticos, a pesar de estar negociando, al tiempo, su gobernabilidad con Álvaro Uribe Vélez, expresidente y expresidiario que apoya las marchas de manera soterrada, pero que guarda prudente distancia con quienes insisten en que llegó el fantasmal “castrochavismo”. Del otro lado está esa otra Colombia de la que son partidarios congresistas y ciudadanos del común que defienden a dentelladas sus privilegios, porque están ancorados, fundamentalmente, en el desconocimiento de los derechos de las grandes mayorías.
Dirán los medios masivos tradicionales que las marchas del 14 y 15 reflejan la polarización política del país. No. Se equivocan. Desde el estallido social en adelante, a lo que asistimos los colombianos es a la lucha de dos narrativas distintas: la que quiere que todo siga igual, porque le conviene a los mismos de siempre y por ese camino se termina de naturalizar el ethos mafioso que reina en todas nuestras relaciones y transacciones; y la otra narrativa, que supone, propone y exige a gritos la transformación cultural de una sociedad fundada en el individualismo, en la privatización del Estado, en la anulación de todos los procesos colectivos (en alusión a los pueblos indígenas, afros y campesino) y en el sometimiento generalizado de los ecosistemas naturales-históricos, todo ello pensado para asegurar un desarrollo y un progreso sectorial.
Las marchas pro Petro transcurrieron con normalidad. Las del uribismo y otros sectores que se oponen al gobierno, tuvieron algunos lunares de violencia física y simbólica. No hubo ni vencedores ni vencidos. Eso sí, ambas son la expresión de un sentimiento democrático que ojalá nunca muera, así no compartan el mismo concepto de democracia.
Germán Ayala Osorio
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