Esta estructura que definiría los rasgos fundamentales de la nueva sociedad se apoyaba en varios artículos de fe. Se pregonaba por ejemplo la existencia de leyes inmanentes al mercado que hacían de este un sistema autónomo autorregulado. En virtud de esta autosuficiencia era imprescindible que su buen funcionamiento prescindiera de toda intención de ejercer sobre él cualquier tipo de influencia. Las regulaciones, los controles y las veedurías terminarían estropeando “la armonía” de su desempeño natural. Había, pues, que dejar hacer, abstenerse de cualquier intervención.
Como cualidades específicas suyas, el liberalismo económico clásico suponía un patrón oro, el libre comercio y un mercado de trabajo. Este último presuponía el surgimiento de una clase trabajadora industrial cuyo sustento solo dependiera de su capacidad de trabajar. Esto derivó en dos cosas: en una mayor competencia y en un aumento inmediato de la miseria. Por su parte, los productores solo podían garantizar su posición y existencia si aseguraban continuamente una escala de producción creciente.
Sin embargo, aquella realidad económica que pretendía pasar por natural reveló sus contradicciones tan pronto se hicieron incompatibles sus dos dogmas principales: el laissez faire y la autorregulación. En efecto, haciendo uso de aquella libertad surgían asociaciones de trabajadores y empresarios cada una de ellas interesadas, ora en elevar los salarios, ora en elevar los precios de venta. Las reglas del mercado eran usadas por expertos jugadores para su beneficio, reduciendo, para presionar los precios, la disponibilidad de las mercancías en circulación, ya sea productos del trabajo o la fuerza de trabajo misma. Frente al conflicto de ambos principios tenía prioridad el mercado “autorregulado”, por lo cual el laisses faire debía ser sacrificado si se quería conservar sano este modelo económico. Frente a los arreglos monopólicos era necesario asegurarse de la creación y mantenimiento de las condiciones necesarias que dieran la apariencia de un mercado autorregulado. Estos liberales radicales de la economía terminaron aceptando la necesidad de que el Estado pudiera intervenir, por muy poco que sea, en el aseguramiento de un mercado libre. El laissez faire se tornó una amenaza para el correcto funcionamiento de una estructura política que reclamaba la necesidad de abstenerse de cualquier operación centralizada o controlada que regulara la economía. Su desequilibrio pronto demostró que “la economía de laissez-faire era el producto de una acción estatal deliberada”, que “no tenía nada de natural”, y que “los mercados libres no podrían haber surgido jamás con solo permitir que las cosas tomaran su curso” (Polanyi, p. 194, 2006). En este sentido, escribe Mauricio Bedoya: “Gobernar era regular y controlar la vida para que el mercado y el intercambio pudieran fluir de forma natural. El funcionamiento natural del mercado estaba condicionado a la intervención del Estado” (p. 79, 2018)
Frente a este hecho palmario, los neoliberales reconocieron en efecto la necesidad de crear las condiciones óptimas para asegurar un mercado libre. Esto significó reconocer la realidad económica como un proceso no natural que exigía algún nivel de intervención. En consecuencia, era preciso asegurar un marco legal y estructurar una forma de poder político que asegurara el juego económico en el que sus participantes pudieran desplegar su libertad en un medio que debía pasar por natural.
Los individuos, actores del nuevo escenario, harían efectivos los viejos derechos naturales de igualdad y libertad, ya no tomados como una mera cualidad pasiva derivada de una realidad metafísica o abstracta, sino como atributos activos que deben ser puestos en función del propio perfeccionamiento individual (capital humano). En la ideología neoliberal aparece como prioridad absoluta la figura del individuo propietario que debe encontrar satisfacción a través de la realización de sus aspiraciones, deseos y esperanzas. El individuo neoliberal es un gestor que promueve su poder y explota su saber en favor de su subjetividad. Pero la subjetividad no es aquí algo dado, sino más bien un proceso continuo de reestructuración, producción y adaptación. La experiencia del individuo neoliberal no es la subjetividad como condición, sino la subjetivación como proceso. Su ser es móvil y cambiante, y tiene un modo de existencia cuya fluidez exige creatividad y flexibilización. Esta permanente reconfiguración de sí (gestión y reinvención) se hace en nombre de una libertad y una autodeterminación que pone a prueba la capacidad de los sujetos para llegar a realizarse dentro del mercado. Y no es que el mercado sea una región bien definida y demarcada a la que cada quien acude, sino que el individuo previamente ha sido ya colonizado y todos sus aspectos personales (físicos, intelectuales, sociales y morales) han sido convertidos en posibles objetos de mercantilización.
II
En este contexto, el trabajo se presenta como una nueva forma personal de libertad que debe ser explotada: ya no soy solo una pieza en función de una tarea simple o embrutecedora, sino “un emprendedor del yo, soy mi propio jefe que gestiona libremente mi trabajo, libre de elegir nuevas opciones, de explorar aspectos distintos de mi potencial creativo, de escoger mis prioridades…” (Žižek, p. 53, 2013). La trampa está en que la libertad que aquí está en juego es el vehículo para estimular la competencia y propagar el capital. Cada uno es un agente “libre” que en libre competencia aspira a la máxima expansión de su propia personalidad, pero esta expansión es un simple medio para la acumulación de capital: “El exceso neoliberal de libertad y rendimiento no es sino el exceso de capital”, escribe Byun Chul Han (p. 32, 2023). Sin embargo, no es este un exceso de riqueza del que cada quien dispone, sino una cantidad de capital que se propaga y nos domina. El sujeto empresarial neoliberal está atravesado por una serie de elecciones libres impuestas por el capital.
Hobbes afirmó en El ciudadano que una cosa es desear y otra ser capaz. La sociedad neoliberal, por su parte, establece entre ambas una relación de identidad. Querer es poder, dicen. Y el sujeto neoliberal que quiere cosas, que desea y anhela, está convencido de que cuenta con los medios subjetivos necesarios para alcanzar lo que se propone. El mundo queda reducido a una materia susceptible de recibir la forma que la voluntad disponga. Materia y forma quedan subsumidas en el concepto de voluntad. Una voluntad absoluta que solo reconoce en lo otro la imagen de sí misma, pues todo se concibe bajo la figura de la propia representación que doblega al mundo y lo somete a su querer. La carencia o la imposibilidad para gozar de algo de lo que se está privado, incluyendo los derechos, no es tomado como una carencia o una resistencia externa que deba superarse, sino como un reto personal que hay que alcanzar mediante el entrenamiento de la voluntad y la exaltación de un yo disciplinado que trabaja en un nivel de exigencia de máxima sobrexplotación. El trabajo precarizado que nace de esta nueva ideología alrededor del ejercicio laboral produce una masa de trabajadores que cumple la función de dique para detener futuras reivindicaciones que se propongan recuperar derechos laborales desmontados. El ejemplo más ilustrativo es el caso de los repartidores de domicilios de Rappi protestando contra la reforma laboral que proponía el actual Gobierno nacional aduciendo que no querían que se les obligara a vincularse a la empresa por un contrato directo.
“El trabajo precario también genera un antagonismo dentro de la clase trabajadora, entre los que disfrutan de un empleo permanente y los trabajadores precarios (los sindicatos tienden a favorecer a los trabajadores permanentes; a los trabajadores precarios les resulta muy difícil incluso organizarse en un sindicato o crear otras formas de organización colectiva” (Zizek, p. 53, 2018).
La premisa neoliberal es que los derechos no son los presupuestos del trabajo, sino al revés, que el trabajo antecede a los derechos porque son una conquista suya, son su privilegio. El neoliberalismo destruye al sujeto de derechos (ciudadano) y erige la figura del individuo dispuesto a competir para comprarlos (empresario). De modo que la existencia del trabajador precario sin derechos constituye una muestra pública de su fracaso como individuo realizado mediante el mercado.
Una universidad pública hace su convocatoria semestral para evaluar a 50000 personas que aspiran estudiar en sus instalaciones, pero solo logran acceder a un cupo 4000 de ellas. Esto produce la sensación de que hacer parte de esa institución es todo un mérito y una recompensa a los más capaces y más inteligentes. Acceder a la educación deja de ser un derecho y se convierte en privilegio que aumenta o disminuye en cada uno su propio sentimiento de poder. La única vía posible para acceder al beneficio de este bien social parece ser entonces la competencia y el esfuerzo individual. Luego, prepararse para el examen es capacitarse para competir, ¿Contra quiénes? Contra otros a los que de suyo no les está asegurado su derecho. Aquellos que perdieron el examen y se vieron superados por el “rendimiento” superior de otros sentirán que no estaban adecuadamente preparados; que no merecían este cupo porque no se capacitaron o se esforzaron suficiente. Sentirán la derrota como una responsabilidad propia, y no como la consecuencia de un derecho arrebatado. Esa frustración que da lugar a la culpa personal hace sujetos deprimidos e inhibe la posibilidad de formar ciudadanos activos capaces de criticar instituciones económicas injustas y proponer cambios políticos para reformar la sociedad.
El neoliberalismo no depende de la conciencia que se tenga de él, tampoco exige que se crea en él. Éste sigue su curso e impone una manera de vivir y actuar, un modo de hacer y pensar que define las prácticas, opiniones y elecciones de la gente. La sociedad neoliberal ha extendido la dinámica económica a esferas que antes eran ajenas a su determinación. Ha absorbido todas las actividades de la vida humana y ha adoptado un alcance tal que trasciende lo económico. La competencia y la empresa son los valores absolutos de la nueva racionalidad. “En este contexto surge un nuevo agente, el sujeto emprendedor que hace de su vida una empresa y se conduce según ella. Este sujeto emprendedor es el empresario de sí, sujeto fabricado y adaptado a las condiciones del mercado” (Bedoya, 2021).
En la sociedad de la libre competencia, del emprendimiento y de la autorrealización individual hay un enfrentamiento de todos contra todos. Todos compiten entre sí para subir un escalón a costa de los demás. Por lo general, los pobres carecen de la conciencia de su posición social, y en caso de tenerla se esfuerzan para deshacerse con urgencia de los rasgos que los enmarcaría en el trabajado asalariado. Ellos prefieren llamarse emprendedores, empresarios, jefes de sí mismos, free lance, empleados outsourcing. Todos estos eufemismos son velos para encubrir la inseguridad económica propiciada por una vergonzosa concepción social. Falta de garantías laborales, precariedad y escasez de empleos estables y bien remunerados. El emprendedor es en verdad un artista del oficio, un osado jugador, pero sobre todo, un buen rebuscador en un mundo que obliga a casi todos a desarrollar poderes de inventiva y creatividad para gestionar recursos. Con razón había escrito Maquiavelo que “el hambre y la pobreza hacen ingeniosos a los hombres”.
David Rico Palacio
Foto tomada de: Blu Radio
maribel says
Maravillosa disertación sobre la triste condición del hombre en el neoliberalismo.
Gracias!