La partida de ajedrez
Hay muchos aspectos de la partida de ajedrez que hacen que esta metáfora resulte inadecuada para pensar la política. Para comenzar, solo en contextos en los cuales la política está polarizada, el juego político se agota en la acción de dos jugadores; usualmente, siempre hay muchos más, con mucho campo para alianzas y coaliciones. En pocas palabras, solo en contextos muy específicos, la política es un juego de dos y no más que dos jugadores. El ajedrez es, además, un juego en el cual todas las movidas son cuidadosamente observadas por el rival y todo depende del cálculo que hacen los jugadores del beneficio posible de cada jugada, así como de la interpretación de la estrategia del oponente. La política, en cambio, se parece a un juego de cartas en el cual cada jugador depende de eventos que no controla –Maquiavelo diría, de la fortuna, de la cual hay que aprovecharse, mas no depender de ella. Los recursos de cada jugador no son conocidos del todo y, por tanto, no puede anticiparse adecuadamente cómo cada quien jugará sus cartas. De ahí el reclamo en toda negociación a poner todas las cartas sobre la mesa. A lo anterior cabe agregar que cada partida de ajedrez es única y definitiva, mientras que el ‘juego’ de la política es continuo e indeterminado.
No obstante, una coyuntura como la presente parece haber tomado la forma de una partida de ajedrez en el sentido de ser definitiva pues lo que se defina en esta crisis puede determinar el curso que el país siga en los años por venir. El otro rasgo que hace apta la metáfora es que pareciera que la situación fuera un pulso entre dos jugadores, que se comportan precisamente como si estuvieran en una partida de ajedrez. De un lado está Uribe, de quien el Presidente Duque parece ser su mandatario, no el de los colombianos (recordemos que mandatario es quien recibe órdenes del mandante, en este caso, Uribe). Del otro lado están el Comité Nacional del Paro y Gustavo Petro, cabezas visibles de una protesta que, sin embargo, es bastante descentralizada y anónima.
En la contraposición entre estos dos jugadores, o en lo que ellos representan, parece agotarse la coyuntura. El Congreso, donde debería tener lugar una gran deliberación acerca de lo que ocurre, está terriblemente ausente. No aparece como colectividad por ninguna parte. Los políticos que reclaman un espacio intermedio entre estos dos grandes jugadores no logran conectar con el resto de la ciudadanía. Sus llamados a levantar los bloqueos se confunden con los del Gobierno; su respaldo a la protesta va a la zaga de un proceso que lidera Petro.
¿Cómo juegan Uribe y Petro el juego político más importante del país? Pareciera que lo hacen como si uno tuviera las fichas blancas y el otro las negras. No importa cuántas fichas cada uno tenga que sacrificar; lo importante es darle jaque mate al oponente. Esto es bastante notorio en la estrategia de cada ‘jugador’. En su lectura de la coyuntura, Petro ve que los enfrentamientos violentos con las fuerzas del orden pueden agotar la protesta popular de un modo análogo a lo que ocurrió durante la Comuna de París en el Siglo XIX. Por tanto, propone llevar la lucha a los centros de poder. Sea o no que la protesta popular esté en sintonía con Petro, el hecho de que este no pida el levantamiento de los bloqueos, de que estos afecten el puerto más importante del país en el Pacífico, las carreteras e incluso las vías de las principales ciudades, paralizando la actividad de muchas empresas, es indicativo de que Petro, y también el Comité Nacional del Paro, en aras de alcanzar objetivos que consideran loables, consideran que el país puede incurrir en el costo de muchas pérdidas económicas.
Por su parte, Uribe no quiere ser visto como el que dará el brazo a torcer. Dijo que había que defender a capa y espada al Ministro de Defensa de la moción de censura en su contra, a pesar del gravísimo número de violaciones a derechos humanos cometidas por miembros de la Fuerza Pública, las cuales revelan un carácter sistemático, y a pesar de la evidencia del rol jugado también por miembros de la Fuerza Pública como provocadores y saboteadores de la protesta social. El retiro temporal de la reforma tributaria sería la única concesión a la demanda popular en las calles. La insistencia en aprobar una reforma a la salud bastante regresiva, que finalmente se hundió en el Congreso, podría tomarse como otro revés también temporal. Todo indica que la implementación de una terapia de choque, diseñada antes de la pandemia, no sólo en salud sino también en materia pensional y laboral, es lo que ni Uribe ni Duque están dispuestos a negociar. No importa que la gente salga a las calles, que se enfrente a la Policía, que caigan muchas víctimas, que llenos de ira haya quienes incendien CAIs, ataquen vilmente a miembros de la Fuerza Pública y también roben y destrocen. Todas son fichas en un tablero de las cuales se puede prescindir.
A lo anterior hay que agregar que esta partida es crucial en el sentido de que su resultado determinará otra: quién tendrá más chance de ganar la Presidencia. Con tanto en juego, todo sacrificio parece menor; todo acercamiento y toda concesión al oponente, el preludio de una derrota. Por tanto, cada jugador concentra más fichas en ganar la partida, aunque el país pierda. Ya perdimos acceso a bajos intereses en el mercado internacional, ya se encareció la deuda externa, ya se han perdido muchos empleos, ya se avizora un cuarto y pronunciado pico de la pandemia y, sobre todo, ya se han perdido muchas vidas. Nada de esto parece persuadir a Uribe y a Petro de que, si no se alcanza un punto medio, un acuerdo, vamos para el desastre. Con menos fichas el tablero, este también se hace mucho más pequeño y será mucho más difícil volver a jugar en un tablero más grande. En el tablero global, quedaremos a merced de muchos jugadores –desde Estados, empresas multinacionales, hasta organizaciones transnacionales del crimen– que se aprovecharán de nuestra debilidad como país para obtener, a costa de nuestro bienestar general, ventajas inicuas.
La humanidad debida a los náufragos
Una visión cínica de la política reduciría la partida en la que se enfrentan Uribe y Petro a un asunto de egos. Es cierto que el ego de cada uno es un elemento decisivo de la coyuntura pues detrás de cada discurso político “pretendidamente altruista y generoso” uno puede encontrar, como lo plantea el neurocientífico Henri Laborit, “motivaciones pulsionales, deseos de dominancia insatisfechos, (…) una búsqueda de satisfacciones narcisistas, etc.” Al mismo tiempo, es innegable que cada uno expresa una visión distinta de la sociedad. Se trata de una visión materializada en propuestas muy distintas relativas a las prestaciones a las cuales podrían tener acceso las personas, al medio institucional apropiado para obtener ese acceso, así como a la forma de financiar esas prestaciones.
La visión de Uribe corresponde al principio básico de la llamada Tercera Vía –una versión meliflua de la ideología neoliberal: “tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario.” Uno podría postular, al menos como aproximación, que el ideario de Petro es el inverso del de Uribe: “tanto Estado como sea posible, tanto mercado como sea necesario.” Conjeturo que Petro no se propone reeditar un esquema socialista, como los que ya hicieron agua y se hundieron. Empero, sí es probable que quiera poner en marcha un esquema socialista inédito, pero todavía difuso, indeterminado, que genera suficiente suspicacia y aprensión como para pensar que al final sí sería la reedición de un esquema fracasado, que haría que Colombia se convirtiera en una nación fracasada, como Venezuela.
La suspicacia y aprensión hacia el socialismo de Petro no han logrado, sin embargo, acallar el profundo rechazo hacia el capitalismo de Uribe. Ese rechazo quedó manifiesto en el multitudinario Paro del 21 de noviembre de 2019, al cual se sumaron por primera vez muchas figuras de la farándula nacional como los cantantes Carlos Vives, Juanes, Andrea Echeverri y Héctor Buitrago (Aterciopelados), Goyo (ChocQuibtown), y hasta la entonces Reina de Belleza de Colombia, María Fernanda Aristizábal. No creo que ese rechazo haya sido al capitalismo en favor del socialismo sino un rechazo al capitalismo de amigotes que tenemos en Colombia. Este es un capitalismo en el cual el régimen está dispuesto a limitar tanto como pueda, en nombre de la libertad de mercado, el acceso a prestaciones básicas como la salud, la educación y la jubilación. Para decirlo metafóricamente, el Paro del 21 de noviembre de 2019 fue un rechazo al capitalismo en el cual los náufragos tienen que pagar por su rescate.
La caída del llamado Bloque Socialista y la posterior disolución de la Unión Soviética no confirmaron el triunfo del capitalismo en general sino el de un tipo particular de capitalismo, el que proponía realizar al mayor grado posible el principio de que todas, o casi todas, las relaciones sociales deberían tomar la forma de relaciones de intercambio. En el mundo académico, ganó amplia aceptación la idea de que la unidad básica de todo proceso social es las decisiones individuales y que, conforme a un modelo de cálculos también individuales, uno podía explicar el comportamiento de los partidos y los votantes, la dinámica del crimen y la violencia, e incluso el apareamiento y el funcionamiento de las familias. El correlato de estas teorías ha sido la filosofía según la cual la sociedad funciona mejor, cuando los intercambios que llevan a cabo los individuos están libres de la interferencia del Estado. Entre más se reduzca el Estado, más libre y abierta sería la sociedad.
En el léxico ético y político de esta visión brillan por su ausencia términos tales como altruismo, solidaridad y desigualdad. Cada individuo debe valerse por sí solo. Todas las demandas de ayuda son trampas morales que el individuo soberano debe evitar. Todas las políticas cuyo propósito es elevar el bienestar de los menos favorecidos son perversas pues a) privan a los individuos de la oportunidad de probar su propio valor, b) crean ejércitos de burócratas interesados solo en su propio beneficio y parásitos que no se atreven a asumir ningún riesgo y, c) esas políticas tienen una base confiscatoria: para darle algo a alguien que no se ha ganado el mérito de tenerlo por su propio trabajo y que no lo puede pagar con sus propios ingresos, hay que quitárselo a alguien más, que sí se lo ha ganado con su propio esfuerzo.
De acuerdo con esta visión de la sociedad, los recursos son escasos y no hay nada regalado; todo servicio se cuantifica y se le pone un precio. Arriesgar la vida para salvar la vida de alguien más ha de ser una actividad de santos morales; gente racional, en su sano juicio, no haría nada semejante, a menos que pudiese obtener una jugosa contraprestación. De aquí que el epítome de esta sociedad es el capitán de un barco que le gritaría a un náufrago, “Tengo en mis manos un salvavidas que me cuesta tanto dinero. Si tienes con que pagarme, te lo lanzo. Si no, entonces podrías hacer esto: endéudate ahora y págame después. Este es mi precio.”
No hay ninguna sociedad en la cual el servicio de guardacostas y rescate de los náufragos esté organizado de acuerdo con el principio de que los sobrevivientes tienen que pagar por ello. Ni a los pescadores ni a las navieras ni siquiera a quienes navegan por puro placer ningún Estado les pide que tomen una póliza de riesgo que cubra los gastos de su posible rescate. De la humanidad debida a los náufragos se deriva el elemental deber de rescatarlos. Aun en los Estados Unidos, epítome de las políticas neoliberales, el Servicio de Guardacostas tiene su base en un principio elemental de solidaridad.
Sin embargo, en relación con los náufragos de la sociedad, en Estados Unidos y en países bajo su órbita de influencia política e ideológica, como Colombia, este mismo principio de solidaridad ha sido desmontado progresivamente. A jóvenes de bajos recursos el Estado les dice, “endéudese, si quiere estudiar”; otro tanto a los enfermos, “si su enfermedad es muy rara, tendría que pagar una póliza adicional” y algo similar a quienes se querrían jubilar, “usted solo podrá contar con sus ahorros durante su retiro.” El fundamento de estas políticas es que el mercado asigna mejor los recursos que el Estado, el cual debe limitarse a ser el garante de los contratos que suscriban los individuos.
Detrás de la consistencia lógica de las políticas sociales inspiradas en los principios neoliberales, hay una realidad política y económica bastante nítida: muchos de sus promotores son los ricos de los más ricos. Se trata de una muy pequeña minoría que no quiere pagar los impuestos que paga el resto de la sociedad. Estos ricos de los más ricos han logrado magnificar su voz en el sistema político de varias maneras: una, mediante la financiación de las campañas de representantes y senadores quienes han terminado por ser sus voceros; otra, mediante la influencia que ejercen a través de los medios de comunicación, algunos de ellos directamente de su propiedad; otra más, menos notoria, pero no menos importante, a través de la difusión de un pensamiento individualista extremo para el cual son anatema el altruismo y la solidaridad, así como las críticas a la desigualdad. Un indicador de esto último es el tiraje de los libros de Ayn Rand, una oscura pensadora norteamericana, que en ciertos círculos ha ganado un aura de celebridad.
Es entendible que un gobierno que responde a este grupo social y que no acepta preguntas ni cuestionamientos de ningún otro, y que está imbuido del pensamiento de que la lógica del mercado ha de extenderse lo más que se pueda, haya reaccionado con esta lógica durante la crisis económica desatada por la pandemia. Por eso, una de sus primeras medidas fue poner a disposición de los empresarios una gran cantidad de dinero para que tomaran préstamos a través de los bancos. Sí había ayuda, pero era a través del mercado financiero. Esto era como decirle a un náufrago: “rescate sí hay, pero después tendrás que pagar y, si no tienes capacidad de pago, no vamos a decirle a ningún banco que te preste dinero.” Después el Gobierno dio un viraje y decidió implementar una política socialista de apoyo con fondos públicos, a los más pobres, vía subsidios, y también a los más ricos de los más ricos. En efecto, sabemos que, en manos de las empresas más grandes, quizá las que necesitaban menos, terminaron el 80% de las ayudas estatales. Como ese gasto había que cubrirlo de algún modo, el Gobierno propuso pasarle la cuenta de cobro al resto del país, que es lo que ha dado lugar al estallido que no para.
Una vez producido el estallido, esta ha sido avivado por la violencia, el sabotaje y la provocación con la cual ha respondido el Gobierno a la protesta social, y también por la ira desbordada de quienes se consideran justificados para atacar a los agentes del orden, para incendiar, robar y saquear. La dinámica actual ha cobrado fuerza, sobre todo, por la percepción que tienen aquellos que están en las calles y carreteras de que, si cesa la confrontación en las calles, el Gobierno intentará de nuevo imponer su capitalismo salvaje de rescatar a los náufragos solo si estuviesen dispuestos a endeudarse y solo si tuviesen capacidad de pago.
La discusión de la reforma tributaria ha hecho notorio que sí hay recursos para financiar políticas basadas en el principio de solidaridad social, que los ricos de los más ricos se oponen y que los políticos que les responden solo a esos ricos no tienen interés en aprobarlas. Si la discusión acerca del tipo de capitalismo que tenemos está en la calle y no en el Congreso es porque en el Congreso no se escucha la voz de los de la calle. Los náufragos ya no están dispuestos a endeudarse para ser rescatados. Enfurecidos, saltan a la nave. Enloquecidos de rabia, algunos quieren incluso prenderle fuego.
Salidas posibles de la coyuntura
La coyuntura tiene varias posibles salidas. Una de ellas podría ser el aplastamiento de la protesta social. Abundan en la historia casos en los cuales esta ha sido la solución a una revuelta popular. El Gobierno podría recurrir a la conmoción interior, remover de sus cargos a los alcaldes y gobernadores que simpatizan con las protestas, promover una legislación que criminalice las marchas y apelar de forma generalizada al terror para intimidar a la ciudadanía. Se enfrenta, sin embargo, a la condena internacional y a una voluntad de resistencia que haría muy costosa esta salida.
Una segunda sería la caída del gobierno o la abdicación ante las demandas del Comité Nacional del Paro y de Petro. Se trata de un escenario muy improbable pues “el establecimiento”, el complejo de grupos e instituciones que concentran el poder en la sociedad, se la ha jugado y seguramente se la seguirá jugando por deslegitimar las protestas y desactivarlas, recursos que incluyen movilizar a un espectro bastante amplio de la clase media para el cual los bloqueos ya resultan intolerables.
Una tercera salida sería una tregua. Dado que el costo para el país de más muertes y más parálisis económica sería descomunal, lo mejor sería un acuerdo mínimo que permitiera levantar los bloqueos, desactivar la violencia y hacer prevalecer la cordura y la moderación sobre la rabia y el entusiasmo. Quienes lideran a las partes comprometidas en esta confrontación harían bien en apoyar el trámite de una reforma tributaria que no le pase la cuenta de cobro a la clase media de la financiación del rescate social y económico a los náufragos de esta crisis. La cuenta de cobro tendría que ser para aquellos que por mucho tiempo se han beneficiado de unas reglas tributarias bastante injustas.
Quisiera destacar un elemento de esta tregua: el compromiso expreso, no tácito, de cesar la violencia. Del lado del Estado, a pesar de todas las resistencias internas, ese compromiso sería más fácil de implementar y verificar. Consistiría en una reforma a la Policía que redujera drásticamente su propensión a usar la fuerza de manera arbitraria y desproporcionada. Del lado de la sociedad, la implementación y verificación de ese compromiso sería una tarea mucho más ardua, pero no menos necesaria. Habría que comenzar por poner en cuestión, en múltiples escenarios, la justificación de la violencia, viniere de donde viniere.
Nótese que la tregua es otra metáfora, una que asume que el choque de fuerzas que actualmente tiene lugar en las calles y carreteras de Colombia es como una guerra, en la cual un bando se opone a otro. Carl Schmitt, un reputado teórico, diría que el asunto no es meramente metafórico pues la política es guerra, en el sentido de ser la actividad en la cual la gente se agrupa en amigos y enemigos y, consiguientemente, se confronta de muchas maneras.
La tregua propuesta podría servir para apaciguar los ánimos y civilizar la lucha electoral que está en ciernes. Sobre todo, podría ser el preludio para hacer que la política llegue a significar algo sustancialmente distinto a la confrontación entre amigos y enemigos. Conviene tener presente que política significaba una cosa muy distinta para los antiguos griegos, incluso para Maquiavelo pues su noción de vida política correspondía a la experiencia de libertad y autogobierno bajo unas mismas leyes. Este último sentido de la política pervive entre nosotros, pero como una mera aspiración, no como una realidad. La realidad es la confrontación, el ataque artero, la traición y el continuo engaño. Sin embargo, como todas las realidades humanas, esta también es la que hemos construido hasta ahora y que podríamos construir sobre presupuestos diferentes.
En la metáfora del ajedrez, los jugadores juegan su partida de acuerdo con reglas fijas. Lo extraordinario de la política es que es la actividad que le permite a los involucrados modificar las reglas que rigen esa misma actividad. Metafóricamente dicho, la política es un juego en el cual los jugadores pueden ponerse de acuerdo en crear uno nuevo mediante el diseño de un nuevo tablero y de unas reglas nuevas. Esta extraordinaria capacidad autocreativa de la política debería ponerse al servicio de una gran tarea: reformar las instituciones de la representación política de modo que resulte innecesaria la toma de calles y carreteras porque la voz de todos los ciudadanos colombianos sería escuchada y porque ningún grupo, por importante que fuese en la esfera económica, social, religiosa, etc., tendría su voz magnificada en detrimento de las demás.
Esta reforma solo sería efectiva siempre y cuando se le ponga freno, al mismo tiempo, a la propensión de cada grupo de vetar las decisiones que no se ajustan completamente a sus intereses. Sin disposición al compromiso y, sobre todo, sin la renuncia al veto en las calles y carreteras, o en los pasillos del Congreso, las instituciones de representación política no podrán cumplir su función. El reto es cambiar a la vez las reglas de juego de la política colombiana que magnifican la voz de los ricos de los más ricos en detrimento de las demás y que, al modo de una imperfecta compensación, dan lugar a que haya gente que bloquee las calles y las carreteras para que su voz se escuche. Ninguna de estas reglas permite que el país pueda resolver los grandes problemas que tiene. De ahí la urgencia en modificarlas.
Hace mal “el establecimiento” en atrincherarse en el credo de que el régimen colombiano es una democracia consolidada y que es preciso recuperar el rumbo perdido de los cauces institucionales. Desde hace mucho tiempo, sondeos de opinión tales como el Latinobarómetro y la Encuesta Mundial de Valores indican un deterioro bastante agudo de la confianza ciudadana en las instituciones. No es posible, por tanto, restaurar el régimen. Es urgente reformarlo.
La reforma de las instituciones ha sido un asunto expresado mediante varias metáforas bastante aptas como la del “acuerdo sobre lo fundamental” y más recientemente la del “contrato social”. Se trata de ideas que apelan a una situación hipotética en la cual todos los afectados por las decisiones políticas deliberaríamos y decidiríamos conjuntamente acerca de las reglas que gobiernan la forma en cómo se toman esas decisiones. La situación fáctica es distinta. Incluso en el escenario en el cual una colectividad concurre a un referendo, la realidad es que un grupo de representantes es el que hace esas reglas.
Hecha esta salvedad, el asunto es que las nuevas reglas deben asegurar que la economía funcione bajo principios de humanidad, no de acuerdo con cálculos y algoritmos impersonales de cantidades intercambiables. Muchos queremos una sociedad que preserve la humanidad debida a los náufragos; no sólo a los náufragos literales sino también a los náufragos sociales. Esa es la aspiración de muchos de quienes salimos a las calles el 21 de noviembre de 2019, así como la de quienes persisten en las actividades del Paro. Se trata de una aspiración que puede ser expresada también de la siguiente forma: un contrato social que le ponga límites a aquello que puede ser objeto de un contrato. En efecto, muchos queremos una sociedad donde la salud y la educación no estén sujetas a los términos de “un acuerdo entre las partes”. Dicho de otro modo, muchos queremos una provisión universal de esas prestaciones.
Para algunos, la forma de este cambio es la de un giro al socialismo; para otros, como el suscrito, la de un cambio del tipo de capitalismo, preservando y, en algunos casos, fortaleciendo la imperfecta libertad de mercado. El capitalismo ha sido y creo que seguirá siendo una forma social bastante duradera. Profetizar su fin con el advenimiento de la pandemia, como lo hizo erráticamente Slavoj Žižek, es un desvarío. Desde el Siglo XIX, al capitalismo lo han enterrado muchas veces (un reciente inventario de todas las veces que ha sido enterrado es el reciente libro de Francesco Boldizzoni (2020), Foretelling the End of Capitalism: Intellectual Misadventures since Karl Marx [Predecir el Fin del Capitalismo: Infortunios Intelectuales desde karl Marx], Harvard University Press). Más sensato me parece reformarlo, en lugar de despertar a deshoras, después de un acuerdo de paz, el sueño de un cambio revolucionario.
Esta sensatez tiene que ver también con todo lo que hoy sabemos acerca del socialismo. Es imposible ignorar la sabiduría del planteamiento de Milton Friedman, apóstol neoliberal, de que allí donde no hay libertad económica, no hay tampoco libertad política – se trata, en realidad, de un planteamiento caro a muchos liberales que nunca llegaron a los extremos de Friedman, como Luigi Einaudi, así como a herederos de la Escuela de Francfort, como Jürgen Habermas. Tampoco es posible ignorar la denuncia del totalitarismo de los regímenes socialistas cuya versión literaria, como las de Vassili Grossman, Varlam Shalámov o Svetlana Aleksiévich, no deja de producir escalofríos.
No es posible apartar la atención del hecho de que, donde no hay mercado, solo queda en pie la burocracia. El esfuerzo por crear un ‘nuevo hombre’ en la Unión Soviética produjo al final un tipo de persona peor que el de las sociedades de ‘Occidente’. De acuerdo con el sociólogo Alexandr Zinóviev, el ‘homo sovieticus’ se caracteriza por su indiferencia a los resultados de su trabajo; por su falta de iniciativa y su evasión de todo sentido de responsabilidad individual; por su falta de cuidado por los bienes públicos, los cuales eran objeto de apropiación privada para uso personal o con una finalidad de lucro; su chovinisimo y su aceptación pasiva de todas las decisiones del gobierno. Sin mercado, no tengo dudas de que nuestro ‘homo colombianus’ adoptaría estas mismas características, las que uno ya puede observar en el sector público y también en las organizaciones de la sociedad civil donde las relaciones sociales están sujetas al principio de la jerarquía propio de las redes de clientela.
En una de las calles del centro de Budapest, hay un gran mural que celebra la invención del cubo Rubik. La colorida y monumental imagen del famoso cubo está acompañada de una frase de su inventor. Ernő Rubik escribió, “Todos los problemas tienen solución y más de una solución.” Como lo he tratado de mostrar, esta coyuntura tiene distintas soluciones. La historia muestra que la escogencia de una de ellas usualmente refleja el grado de fuerza de los contendientes, i.e. su capacidad para imponerse sobre el otro, y algunas veces su sabiduría para llegar a un compromiso. La complejidad de la situación actual demanda una sabiduría que sobrepasa la inteligencia de unos pocos. Requerimos, por tanto, poner en marcha una gran conversación acerca de las posibles soluciones a los principales problemas del país. Pero, para que esa conversación tenga lugar, requerimos también desactivar la violencia pues la conmoción y exaltación que esta causa impiden conversar con la necesaria lucidez. Cortejamos el desastre al postergar el desescalamiento de los bloqueos, las confrontaciones y el desorden.
Ese desescalamiento demanda acuerdos previos y pruebas de confianza. Si pudiéramos superarlos con éxito, podríamos entonces sentarnos a conversar, podríamos ver las cosas desde diferentes perspectivas y, con la ayuda de metáforas, encontrar soluciones, una de las tantas es el bosquejo de reforma que he presentado en este texto.
Juan Gabriel Gómez Albarello
Foto tomada de: Semana.com
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