La amplísima victoria obtenida en México por Claudia Sheinbaum y por el Movimiento de la Regeneración Nacional (Morena), ha lanzado un mensaje contundente a América Latina y al mundo. Que la marcha ascendente de la Internacional Reaccionaria no es una tendencia irreversible, y que las derechas radicalizadas de nuestro tiempo pueden ser derrotadas. Con organización popular y con un entramado comunitario robusto. Con políticas valientes, capaces de minar su base de apoyo y de beneficiar a las mayorías sociales. Y de manera muy señalada, con una pedagogía clara y directa, que contribuya a la formación popular, elevando la conciencia política de los protagonistas de un cambio democrático y antioligárquico.
Para entender las razones de los más de 30 puntos que separaron a Sheinbaum de su adversaria conservadora, Xóchitl Gálvez, es imprescindible dar cuenta de un proceso de organización popular que no es reciente, sino que lleva décadas. Dicho proceso tuvo un punto de quiebre en el fraude cometido en 2006 contra el actual presidente, Andrés Manuel López Obrador, también conocido por sus iniciales, AMLO.
Algunos años antes, en 1994, había irrumpido en escena, como respuesta a la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. El movimiento zapatista priorizó la lucha por el autogobierno local y reivindicó la estrategia de “cambiar el mundo sin tomar el poder”, como sostuvieron algunos de sus seguidores. La candidatura de AMLO se planteó como una alternativa a los límites de esa vía. De lo que se trataba, al igual que venía ocurriendo en otros países de América Latina como Venezuela, Brasil, Bolivia o Argentina, era de intentar cambiar México y de desafiar el régimen neoliberal a través de la movilización no-violenta, electoral y postelectoral.
Para impedir que esa alternativa se abriera paso, las oligarquías locales, con apoyo internacional, urdieron un fraude clamoroso, que robó la elección a AMLO y se la dio al candidato del derechista Partido de Acción Nacional (PAN), Felipe Calderón. La reacción a esa operación fraudulenta fue masiva en las calles. Se calcula que entre un 10 y un 15 por ciento de la población estaba dispuesta a levantarse en armas contra esa maniobra. Sin embargo, el propio AMLO apostó por persistir en la movilización como vía para tumbar a un régimen que él mismo calificó como neoporfiriato.
La referencia aludía al proyecto oligárquico del dictador Porfirio Díaz que duró más de tres décadas y que acabaría derrocado por la Revolución de 1910, encabezada por figuras como Francisco Madero o los dirigentes populares Francisco Villa y Emiliano Zapata. Con el objetivo de enfrentar al neoporfiriato asentado en el fraude, AMLO se proclamó ganador moral de las elecciones y se dedicó a recorrer el país y a levantar Morena. Con este nuevo movimiento regeneracionista convertido en herramienta electoral se presentó nuevamente en 2012. Volvió a denunciar fraude y tuvo que esperar a 2018 para romper el cerco oligárquico con una victoria incontestable del 53,1 de los votos. En el camino, sin embargo, no solo el neoliberalismo y la corrupción crecieron en México. También se intensificó la “guerra al narco” decretada por los gobiernos de Calderón y Peña Nieto, que acabó con decenas de miles de personas torturadas, desparecidas, o directamente asesinadas.
Partiendo de estas premisas, los contundentes resultados del domingo no pueden interpretarse simplemente como una victoria electoral, sino como la expresión de una auténtica insurrección pacífica. Esta movilización popular extraordinaria se remonta a la lucha contra el fraude de 2006, pero conecta con otros episodios de la historia mexicana: el levantamiento zapatista de 1994, las experiencias de autoorganización gestadas durante el cardenismo, en los años 40’, la Revolución de 1910. Todo ello con un substrato común: el que subyace al propio tejido comunitario de los pueblos campesinos e indígenas prehispánicos.
Lo característico de estos momentos insurgentes que también explican los resultados de las últimas elecciones es lo que en el México se conoce como “el rugido del tigre”. Esto es, la irrupción, a veces inesperada, de una voz popular contundente, capaz de desbaratar los planes de las oligarquías, de asegurarse su propia subsistencia, y de transformar y educar a sus líderes.
Naturalmente, la victoria de Morena y sus aliados resultaría impensable sin los desafíos que tanto AMLO, a escala estatal, como Claudia Sheinbaum, desde el gobierno de la Ciudad de México, lanzaron al orden neoliberal.
Como bien explica Marco Teruggi en su libro ¿Qué es América Latina hoy?, el gobierno de AMLO encarnó una suerte de nacionalismo keynesiano que retomó algunas de las grandes promesas recogidas en la Constitución social de 1917. Desde la recuperación de la soberanía sobre ciertos recursos nacionales estratégicos hasta la tutela de los derechos sindicales y laborales.
A diferencia de muchos dirigentes izquierdistas, AMLO exhibió un enorme talento para controlar los tiempos políticos y para decidir qué batallas había que priorizar en cada momento. Aceleró, frenó y volvió a acelerar cuando lo creía conveniente. Pactó con una parte del empresariado mientras se enfrentaba abiertamente con grandes corporaciones como Iberdrola, en defensa de la soberanía energética de México. Con notable habilidad también, recuperó una considerable dosis de autonomía en su relación con Estados Unidos y China. Se autorizaron importantes contratos de obras e infraestructuras públicas a ciertos grupos empresariales, pero manteniendo un control público estratégico y obligándolos a pagar impuestos como nunca antes. Todo eso permitió reconvertir programas asistenciales en políticas de derechos y disminuir notablemente los índices de pobreza, de deserción escolar y de desigualdad. Es más: por primera vez en años, los salarios crecieron junto a la economía y por encima de la inflación.
Esta gestión nacional-popular, desarrollista y con claras pretensiones posneoliberales, podría compararse con las puestas en marcha por otros gobiernos latinoamericanos de décadas anteriores, como las de Rafael Correa, en Ecuador; Evo Morales, en Bolivia; o el propio Lula da Silva, en Brasil. Con la particularidad de que en México se produjo en un contexto de pandemia y en medio de una ofensiva capitalista global caracterizada por una agudización de ciertos procesos de financiarización, por la lucha descarnada por recursos energéticos, y por la irrupción de alternativas de derechas cada vez más radicalizadas. Algo que marca diferencias en relación con las olas progresistas o nacional-populares anteriores.
No se trata, en todo caso, de un fenómeno inédito en la historia de México. Cuando el revolucionario de origen ucraniano, Lev Trotski, huía del estalinismo, fue acogido por el presidente Lázaro Cárdenas en 1936. Trotski pensaba que el régimen soviético bajo Stalin se había convertido en un Estado obrero degenerado por una burocratización de nuevo tipo. Al llegar a México, se vio forzado a caracterizar el régimen que lo recibía. Apeló a la noción de “cesarismo progresivo”. Una categoría que pretendía describir a un gobierno de ejecutivo fuerte, que se situaba como árbitro en el conflicto de clases, pero que en momentos clave era capaz de desplegar un nacionalismo con gestos revolucionarios y situarse del lado de las clases populares.
Sería difícil determinar con rotundidad si el gobierno del presidente AMLO encajaría en esta categoría. Lo que sí puede afirmarse es que frente a las agresiones de ciertas oligarquías económicas, mediáticas o judiciales, no recurrió a la moderación como fórmula de supervivencia. Es más, asumió el conflicto como un elemento inevitable de cualquier proceso de democratización real y se mostró audaz en su vocación transformadora. Esto no solo le permitió desmontar piezas clave del corrupto orden neoliberal heredado. También lo legitimó para convocar a las clases populares a defender dichas conquistas y a prepararse, llegado el caso, para dar un salto mayor.
La organización popular y las medidas sociales adoptadas por AMLO no han sido, en todo caso, los únicos factores que explican la rotuna victoria del domingo. Cada batalla económica ha venido acompañada de batallas culturales que han elevado la conciencia popular en relación al proyecto del cambio y a la identificación de sus adversarios y enemigos.
El escritor Paco Ignacio Taibo, funcionario militante y director del Fondo de Cultura Económica lo explica muy bien. Las visitas de AMLO a cada rincón del país y sus intervenciones casi diarias en las “mañaneras” han sido decisivas a la hora de crear una nueva hegemonía política y cultural. A esto habría que sumar los programas impulsados desde el Instituto de Formación Política de Morena, dirigido por el arquitecto y caricaturista Rafael Barajas, más conocido como El Fisgón. Todos estos espacios han permitido al Gobierno desnudar en público, de manera constante, las fake news y las campañas de difamación de la oposición y de los medios privados concentrados, proporcionando a la ciudadanía datos y análisis concretos para refutarlas.
Este proceso, en cualquier caso, no ha sido unidireccional. El Gobierno ha contribuido a la formación popular, pero a su vez, ha sido reeducado por los reclamos surgidos desde abajo y por los propios ataques de sus opositores.
El resultado no ha sido un Gobierno a la defensiva, sino todo lo contrario. Un presidente que ha ido abriendo frentes nuevos de transformación y que ha cerrado su sexenio con una ambiciosa propuesta de reforma constitucional en torno a los grandes desafíos democratizadores de esta coyuntura. Desde la democratización del Poder Judicial hasta el blindaje del derecho a el agua o a la vivienda, pasando por la prohibición de los transgénicos.
Según el vocero presidencial Jesús Ramírez, una suerte de zapatista-obradorista con una larga experiencia en movimientos sociales, lo que se abre ahora, tras las elecciones, es una nueva etapa de protagonismo popular. De lo que se trataría, así, es de que la conciencia política acumulada por amplias capas populares en estas décadas contribuya a profundizar las tareas democratizadoras de la Cuarta Transformación. Todo ello, con una dirigencia renovada y con una fuerte presencia de mujeres, como la presidenta Claudia Sheinbaum o como la nueva jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Clara Brugada, fogueada en los movimientos populares urbanos.
En la “mañanera” posterior a los resultados electorales, el propio AMLO dejó clara su voluntad de facilitar esta transición, poniéndose al servicio de la nueva presidenta. “Hoy se cierra una etapa -dijo el presidente, recogiendo la mejor tradición regeneracionista mexicana-. No aspiro a ser líder moral ni jefe máximo. Mucho menos caudillo o cacique. No creo en el necesariato ni en que haya personas insustituibles. Me retiro a escribir y a hablar con los árboles y los pájaros”.
Con independencia de cómo transcurra la transición, es indudable que las elecciones abren un nuevo tiempo político. A pesar de los avances, son muchos los retos pendientes. Entre ellos, cómo afrontar el pánico que los resultados del domingo han generado entre unas élites dominantes que seguramente buscarán representantes más duros para oponerse al oficialismo. Pero el listado no se acaba aquí. Queda por ver cómo erradicará la violencia producida por la criminalidad organizada, si se impulsará o no una reforma fiscal progresiva que se antoja inevitable, cómo se redefinirá la relación entre el Ejército y el poder civil, o si se acometerá de una vez la transición hacia una economía desfosilizada, menos dependiente del petróleo.
Física de formación, defensora convencida de un ecologismo popular con sentido social, admiradora de Salvador Allende, Claudia Sheinbaum puede encarnar un nuevo tipo de liderazgo habilitador, imprescindible para impulsar una nueva agenda transformadora que continúe priorizando a los más pobres y que no descuide la participación ciudadana.
Con casi un 60% de los sufragios, Sheinbaum se ha convertido en la primera mujer presidenta de América del Norte y en la más votada en la historia reciente de México, un país con 127 millones de habitantes. En un contexto marcado por el ascenso de unas derechas cada vez más extrema, su victoria envía una innegable señal de esperanza a América Latina y al mundo entero. Una señal que, no por casualidad, proviene del país que protagonizó una de las revoluciones más campesinas y más libertarias de todo el siglo XX, y que el pasado domingo ha vuelto a rugir.
Gerardo Pisarello
Fuente: https://ctxt.es/es/20240601/Politica/46687/mexico-claudia-sheinbaum-america-latina-gerardo-pisarello.htm
Foto tomada de: https://ctxt.es/es/20240601/Politica/46687/mexico-claudia-sheinbaum-america-latina-gerardo-pisarello.htm
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