¿Existen los paraísos de la prosperidad y de la justicia social? Si descartamos las entelequias, lo más parecido al nirvana de progreso económico con atención ciudadana que se puede apreciar sobre la faz de la tierra surge en las Tierras Altas de Europa.
La piedra filosofal de sus envidiables estados de bienestar es el pragmatismo, forjado mediante una equilibrada estructura en la que se potencia, a partes iguales, una economía de mercado con rigor presupuestario, por un lado, y la cobertura estatal de servicios sociales de alta calidad, por otro, no precisamente baratos, ya que su financiación se eleva por encima del 40% de sus riquezas nacionales. Unos cheques que resultan posibles gracias a unos cuantiosos -y solidarios- ingresos fiscales. Aunque las presiones impositivas de los ciudadanos nórdicos europeos -las cuñas fiscales-, siendo notables, tampoco están en el top five mundial. Para desesperación del mundo político y académico que abraza el recetario neoliberal de recortes permanentes -y, a veces, desbocados- de impuestos.
El resultado es un histórico bagaje de éxito. Quizás los ejemplos más nítidos de que innovación, competitividad y pleno empleo no están reñidos con la solidaridad distributiva, la conciliación familiar y profesional, el respeto por el medio ambiente, los subsidios sociales o una educación y una sanidad que rozan la excelencia y unas pensiones especialmente onerosas. Eso sí, también son los campeones de las reformas estructurales y permanentes, indispensables para consolidar sus sistemas. Están en sus ADN. Porque gozan del beneplácito de sus sociedades civiles.
Pero, ¿qué ventajas e inconvenientes plantea este ‘socialismo democrático’ como lo calificó el candidato demócrata, Bernie Sanders? Y, sobre todo, ¿qué lecciones deja el estado de bienestar de estos países, con un modelo mixto de libre capitalismo de mercado y beneficios sociales, tras la crisis de 2008?
El inicio del modelo escandinavo surgió a comienzos del siglo pasado. Aunque algunos autores los sitúan a finales del XIX, en plena reorganización de la revolución industrial. Junto al germen de otros estados de bienestar, centroeuropeos, como el que engendró el canciller Bismarck en Alemania. Sea cuando fuere, los nórdicos supieron aprovecharse de los primigenios flujos del capitalismo mercantilista de los alegres años veinte y, con posterioridad, de la industrialización y el colonialismo en la que se sumergieron sus rivales occidentales. Todo ello, les catapultó hacia la modernización. También supieron, tras la II Guerra Mundial, sellar el consenso con sus clases trabajadoras para evolucionar dentro del sistema capitalista. El resultado fue un repunte gradual de salarios y la construcción paulatina de un estado social, mientras sus vecinos recibían ayudas del Plan Marshall y acceso preferencial -es decir, al margen de la libre competencia que pregona el liberalismo económico- al mercado americano. Hasta certificar su cota de mayor éxito, en las décadas de los setenta y ochenta, cuando sus tasas de desigualdad mostraron registros nunca vistos por sus competidores, las potencias industrializadas.
Hasta aquí la historia. Aunque el presente y el futuro vislumbran la consolidación de estos éxitos. No por casualidad, los padres suecos gozan de la que casi con toda probabilidad es una de las bajas por paternidad más placenteras, prolongadas y gratificantes, económicamente, de todo el planeta. Los finlandeses, del sistema educativo de mayor prestigio internacional.
Los noruegos, del incremento de la riqueza familiar más súbita y espectacular, así como del mayor apoyo social al pago de impuestos. Y Dinamarca, (…) pues sencillamente acaba de ser reconocida como mejor lugar para vivir en un estudio -The Social Progress Imperative-, dirigido por los profesores de la Harvard Business School, Michael Porter, y del MIT, Scott Stern, que evalúa parámetros como el acceso a Internet, la confortabilidad de las viviendas, la Sanidad o la libertad de expresión, entre otros. Prueba palpable, dice este indicador, de que no todo es riqueza nacional. EEUU se sitúa en el decimoctavo lugar.
Aceptación de una alta tributación
Por si fuera poco, el ministro de Finanzas danesa, Kristian Jensen, es titular de Exteriores, de Izquierda-Partido Liberal, ha hecho un llamamiento internacional para persuadir a profesionales cualificados a desarrollar su talento en el paraíso social danés. Al margen de los férreos controles de inmigración, instaurados por los partidos conservadores de la coalición gubernamental, pero también secundados por el partido socio-liberal de Jensen. Con objeto de restablecer el actual déficit laboral y posibilitar, así, crecimientos a medio plazo superiores al 2%. Pero no a cualquier precio. “Podríamos elevar la fuerza laboral danesa mediante rebajas de impuestos”, dice Jensen, aunque no lo aceptaría la opinión pública. “Dinamarca es peculiar, en el sentido de que cualquier reducción impositiva no resulta muy popular”.
Los nórdicos tienen claro que sus modelos sociales son caros y demandan ingresos tributarios suficientes, pero no están dispuestos a renunciar a ellos. Por mucho que sus presiones fiscales rebasen el 50% (y hasta el 60%) de sus bases imponibles. De ahí que busquen alternativas, como la búsqueda de la destreza laboral exterior. Porque sus ciudadanos se vanaglorian del llamado pragmatismo escandinavo, que les lleva a mantener, en estado de transformación perpetua, sus modelos del bienestar. Con transparencia y rigor en las cuentas. Sacrificios a cambio de garantías en la obtención de sus suculentos dividendos. Una filosofía de vida que describió con precisión de cirujano el ex primer ministro sueco, el socialdemócrata Goran Persson. “La economía sueca es como un abejorro, nadie piensa que con un cuerpo tan pesado y unas alas tan cortas pueda ser capaz de volar, pero lo hace”. Hasta el punto de sortear crisis financieras, globales, con credit crunch incorporado, como a que aún asola a ciertos países casi un decenio después.
Peculiaridades del espíritu nórdico
Las economías escandinavas han demostrado que la austeridad y la baja tributación no garantiza la prosperidad. Muy al contrario. Los cuatro nórdicos relatan una lectura divergente. Los tributos elevados y el alto coste de los beneficios sociales actúan como estabilizadores de las economías. En plena crisis, el subsidio por desempleo en Suecia se mantuvo inalterado: cada parado recibe el 80% de su salario los 200 primeros días, y el 70% los 100 siguientes. Mientras en Noruega, por ejemplo, ingresan el 62% de sus retribuciones durante más de dos años. En mercado próximos al pleno empleo. Mientras Dinamarca pregonaba a los cuatro vientos su flexi-seguridad laboral, la fórmula de protección de puestos de trabajo a cambio de flexibilidad salarial, que tiene mucho más de certidumbre laboral que de recetario neoliberal para combatir las crisis.
Si a ello se unen los altos estándares de Educación y Sanidad, unas pensiones de indudable valor patrimonial -las reformas de mayor calado en este punto proceden del fondo soberano noruego, el más rico del mundo, con casi un billón de dólares, que sólo invierte en empresas con sello ecológico y buenas prácticas en los negocios y que destina la mayor parte de sus beneficios a sufragar el retiro de sus mayores-, y unos planes de estímulo que no han escatimado recursos, los salvavidas han sido tan numerosos como confortables. Y han merecido la pena. Porque sus recesiones han sido puntuales, manejan superávits fiscales, sus economías crecen y tienen sus deudas bajo control. Sin dejar de abanderar las clasificaciones sobre innovación, competitividad, equidad de género y riqueza per cápita (exceptuando el dato artificial de los paraísos fiscales) y con una ausencia total de conflictividad laboral en sus calles.
Sin vestigios de corrupción, ratios de prosperidad y justicia social inigualables y alta sensibilidad ecológica. Noruega lidera el parking de vehículos eléctricos (ampliamente subvencionados con deducciones fiscales, a razón de 100.000 al año), mientras avanza en una estrategia para el siglo XXII más digital, en previsión de que el petróleo deje de sustentar sus índices de riqueza, y con una clara apuesta por las energías renovables. Previsión nórdica a cien años vista.
Convencidos de su modelo de éxito
Tal y como inciden desde el World Economic Forum (WEF), la fundación que organiza la cumbre de Davos y de la que emanan estos análisis comparativos, los ciudadanos escandinavos “sienten el deseo de enfatizar al resto del mundo la frase de ‘ya os lo habíamos dicho’; están convencidos de que sus modelos son sólidos y eficientes y, en consecuencia, no conceden credibilidad a las voces estadounidenses y británicas que aseguran que sus sistemas de escasa presión fiscal son los mejores”. De hecho, los cálculos de la OCDE revelan que los gastos sociales en el espacio escandinavo no son especialmente elevados en relación al PIB. En gran medida, por sus políticas ortodoxas en cuanto a buena gestión de los recursos.
El botón finlandés es otra buena muestra de ello. Destina el 6,4% de su PIB a Educación, la mejor del mundo, pero su cheque es muy inferior al 7,3% que emplea EEUU que, en el decenio 2002-2012, encareció el gasto de sus 83 programas relacionados con su estado de bienestar en 8,3 billones de dólares. Aunque pueden extraerse muchos más. Suecia, con una recaudación fiscal equivalente al 43% de su PIB -frente al 26% del Tesoro americano-, según la OCDE, dinamizó su economía un 3,1% el pasado año, casi el doble del 1,6% de EEUU, con la mayor tasa de ocupación de toda la UE, unas cuentas en números negros (el déficit estadounidense alcanzó el 5,7% de su PIB) y un nivel de endeudamiento a raya. Como ocurre desde finales de los ochenta, cuando una crisis genuinamente nacional, instauró los ajustes automáticos y ahondó en los programas de reformas estructurales para generar climas adecuados para los negocios. La deuda de la Casa Blanca supera los 18 billones de dólares, el 100% de su PIB. Y subiendo.
Críticas a su intervencionismo
En el apartado de quejas, los combatientes neoliberales al uso arremeten contra su dependencia de una elevada tributación, el escaso peso relativo de sus economías, la ventaja de que manejen recursos para sociedades no especialmente pobladas (Suecia supera los 9 millones mientras el resto de sus vecinos evolucionan con algo más de 5 millones cada uno) y su teóricamente baja productividad que, a su juicio, les restan dinamismo. También les critican porque -afirman- los modelos nórdicos redistribuyen activos más que capital público (en referencia a las inversiones en los mercados bursátiles del patrimonio del que disfrutarán sus mayores), establece límites al gasto y consumo personal de los servicios sociales y abusa del uso de programas subsidiados. En suma, un modelo demasiado intervencionista.
Sin embargo, tampoco este planteamiento es del todo exacto. Dinamarca y Noruega permiten la gestión de ciertos aspectos de la administración de sus hospitales públicos y Suecia dispone desde hace varios decenios de un sistema universal de créditos en su estructura educativa que le ha llevado a un nivel de excelencia y que permite competir a centros públicos y privados y en el que se sentiría especialmente cómodo Milton Friedman, el padre de los Chicago Boys y firme defensor de esta política para EEUU en los ochenta y noventa. Por no mencionar que los cuatro nórdicos (aunque especialmente Dinamarca) lideran desde hace décadas las clasificaciones más proclives a la autonomía individual. Base de su espíritu emprendedor.
En el terreno de las pensiones, la afrenta neoliberal es total. Los gobiernos escandinavos -casi todos, desde la postguerra, de tinte socialdemócrata, pero también los intervalos de gabinetes de centro-derecha, coaligados o no-, han extremado los cuidados para garantizar sus fondos de pensiones. Hasta el punto de otorgar las pensiones públicas más boyantes del mundo. Mientras el envejecimiento de la población hará que las grandes economías tengan que idear mecanismos de capitalización urgentes. No en vano, el WEF alerta de que el gasto de pensiones aumentará en las próximas tres décadas en 400 billones de dólares, cinco veces el PIB global. Algo de lo que no estarán exentos los nórdicos. Noruega, por ejemplo, ha visto cómo sus ciudadanos en edad de trabajar descendieron hasta el 70,6% de su población activa en 2016, el punto más bajo en 21 años. Ni España, donde el valor de las pensiones máximas ha perdido más de once puntos desde 2010, una “revolución silenciosa” de la que pocos hablan, se quejan varios economistas, y que ponen en riesgo el carácter contributivo del sistema si no se logra una reforma profunda en la que se debata con precisión las fórmulas de engordar las arcas de la Seguridad Social. Porque la hucha de las pensiones se ha agotado. Literalmente.
Presupuestos divergentes del plan Trump
El paradigma escandinavo también se vislumbra en los presupuestos para 2018. El sueco, por ejemplo, es diametralmente opuesto al estadounidense. Los recientes superávits fiscales se van a emplear en mayores desembolsos en Sanidad y Educación, frente a las tesis de Donald Trump de recortar en estas partidas -entre otras- para elevar los gastos militares. Un diseño de cuentas que “no resulta creíble” ni a los ojos del FMI, que acaba de destacar “la inconsistencia” de las medidas del Ejecutivo republicano.
En suma, discrepan desde la concepción misma del programa económico.
Mientras la Casa Blanca apuesta por recortes fiscales de gran dimensión -doble rebaja, del 35% al 15%, en Sociedades, y de cuatro puntos a los más ricos, que verán reducido su tramo sobre la Renta hasta el 35%, además de dejar los tipos en tres tramos (10%, 25% y el mencionado para las clases más pudientes)- desregulación (incluso en leyes como las financieras, que contuvieron la quiebra del sistema bancario) y proteccionismo comercial. El Ejecutivo de Estocolmo resiste en su idea de alta tributación, impulso al diálogo social con sindicatos y patronales sólidos y la bandera de la justa distribución de la riqueza. Pese a los rifirrafes políticos internos. La oposición liberal y conservadora arremeten contra el primer ministro socialdemócrata, Stefan Lofven y su ministra de Finanzas, Magdalena Andersson, por poner en riesgo las ganancias del modelo y por disuadir a los trabajadores en paro por sus elevadas prestaciones. Además de incidir en la caída de la renta per capita ¡desde que se subieron impuestos, en los setenta y, especialmente, desde 1993, cuando la presión fiscal superó el 50% del PIB!
Andersson les deja un aviso para navegantes. “Suecia no necesita elevar impuestos en los años venideros. Pero seguirá destinando todos los recursos fiscales a mejorar y consolidar el modelo de distribución social. Como siempre. Es perfectamente posible tener alta tributación, elevados niveles de empleo y un boyante dinamismo económico”.
Diego Herranz