El Mediterráneo, cuna de nuestra civilización, se está convirtiendo en testigo aterrado de nuestra barbarie. La idea de dejar ahogarse a miles de personas desesperadas fugitivas del hambre y de la guerra porque nos molestan es simplemente una abdicación de hu- manidad. Ya no somos solidarios con nuestra especie, ni con nuestro planeta, ni con nadie que no nos interese directamente.
Estamos naufragando moral y personalmente junto con los que se hunden en las aguas que separan en lugar de unir. En el 2018, 2.242 náufragos ahogados, y en el 2019, estamos llegando al millar. Y, de hecho, el 75% de los náufragos ahogados cuando intentaban llegar a España no están identificados. La prensa alemana ha publicado una lista, elaborada por una oenegé holandesa, con los 32.293 nombres que se han podido identificar como muertos en el Mediterráneo desde 1993, la mayoría en los últimos cinco años.
Pero lo más repugnante es la actitud de quienes, como Matteo Salvini o Carmen Calvo, amenazan a quienes arriesgan su vida para salvar a los que nadie salva con la idea de que no tienen “permiso para rescatar”. ¿Cabe mayor bajeza moral? ¿Hay que tener un permiso burocrático con la estampilla correspondiente para poder socorrer a quienes se están ahogando?
Que no se extrañen de que la gente esté asqueándose de todos los gobiernos, todos, que siempre encuentran pretextos para mirar a otro lado. No subestimen la indignación ciudadana que se puede producir como sancionen al Open Arms y a su armador, una iniciativa ciudadana, de Badalona concretamente, sin más recursos que los de la gente que los apoya. Ha cambiado el Gobierno español en este tema, claro que ha cambiado, con respecto a la actitud mostrada al acoger al Aquarius. La razón, dicen, es que hay que hacerlo mancomunadamente con Europa. Y como hay desacuerdos profundos, porque en el fondo nadie quiere afrontar el coste electoral del voto xenófobo, se van echando la pelota de unos a otros esperando que pase la tormenta.
Una tormenta que no amainará, porque es insostenible la situación de 1.216 millones de personas al sur del Mediterráneo, separados por un mar del área más rica del mundo. Por eso cuando no pueden más piensan en sus hijos y prefieren arriesgarlo todo para que algún alma caritativa los lleve a tierra europea donde empezar una nueva vida de trabajo y familia. Es un proceso de inmolación gradual para golpear lo que quede de conciencia solidaria. Muchos responden, aunque no sean los gobiernos. Y barco tras barco, salen al mar a socorrer, aun sin tener el permiso que les reclama Carmen Calvo, desafiando una legalidad injusta e insostenible. Tienen el apoyo de muchos ciudadanos que no votan a Vox ni a Salvini, aún somos mayoría.
Y una comprensión judicial allí donde quedan jueces independientes. Como el juez italiano que liberó a Carola Rackete, la capitana alemana del Sea Watch, que entró con su barco en Lampedusa y fue inmediatamente arrestada. El juez escribió en su sentencia absolutoria que Rackete “estaba haciendo su trabajo salvando vidas humanas”. Rackete anunció su inmediata vuelta al mar. Como los tripulantes del Ocean Viking, que por fin pudieron desembarcar en Malta a los cientos de personas a la deriva que habían salvado.
Claro que hay un problema de mayor envergadura y que no se puede resolver persona a persona. Es necesario un programa de desarrollo de África, financiado por Europa con controles estrictos del gasto para ir deteniendo el flujo de inmigración desesperada. Hay que combatir a las mafias del tráfico de seres humanos allí donde estén. Ahora vemos las consecuencias de la desestabilización de Libia tras acabar a bombazos con la dictadura estable de Gadafi por intereses geopolíticos. Y naturalmente, habría que establecer procedimientos de acogida y reparto de refugiados entre distintos países europeos, por lo menos los que estén dispuestos a ello, pero superando cuotas ridículas que son una gota de aceite en un mar embravecido (y que, por cierto, también está muriendo).
Y mientras las Cortes se divierten y los políticos se echan la culpa unos a otros, la gente muere y la desesperación aumenta, y con ella, la rabia que nos dará coletazos. Personalmente, sólo creo en la solidaridad persona a persona, en la acogida de familias del Sur por nuestras familias durante un tiempo hasta que se integren, tal como han estado haciendo la Comunidad de San Egidio y otras comunidades solidarias. O en el esfuerzo de municipios como los de Barcelona o València, dispuestos a acoger. Pero incluso esa generosidad tropieza con las burocracias estatales que se arrogan todos los poderes, incluidos los de vida y muerte sobre seres humanos, y no quieren que se les escape el control aunque sea a costa del sufrimiento de los demás.
Por cierto que, en esas condiciones, considerando este tema y muchos otros, no entiendo por qué Podemos y sus confluencias se empeñan en querer entrar en un gobierno en el que estarían atados para disentir de lo que está pasando.
Hacen falta expresiones políticas significativas, no marginales, que desde fuera del gobierno mantengan la presión de la sociedad sobre la maraña de intereses de todo tipo que siguen dominando a los partidos tradicionales, en España y en Europa. Votar la investidura a cambio de vagas promesas programáticas serviría, y mucho, para evitar nuevas elecciones que ganaría la extrema derecha con su aquelarre de consecuencias.
Parece más coherente, desde una posición de izquierda, votar a Sánchez y hacer una oposición dura en lo que haya que hacer, en la calle y en el Parlamento. Sería más claro para todos. Y sólo así volvería a crecer Podemos, que no nació para ocupar ministerios, sino para cambiar la política. Pero la autodestrucción es la enfermedad congénita de la izquierda.
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Manuel Castells :es sociólogo, economista y profesor universitario de Sociología y de Urbanismo en la Universidad de California en Berkeley.
Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/naufragos
Foto obtenida de: https://mundo.sputniknews.com
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