La verdad es que la democracia nos cuesta mucho si la dejamos de lado. Si como ciudadanía y como sociedad no nos ocupamos de controlar el rol de las finanzas en la democracia, escándalos como la Ñeñepolítica van a seguir apareciendo elección tras elección, como lo han venido haciendo desde hace décadas, sin que logren llegar más allá del anecdotario. Ñeñepolítica, Odebrecht, Parapolítica, Proceso 8000, son además los grandes referentes nacionales de tragedias que se repiten elección tras elección, que no solo llegan a pasar entre la decena de candidatos presidenciales, sino también entre algunos de los miles de candidatos al Congreso, y entre las decenas de miles de candidatos locales. Pero como sociedad somos sorprendentemente impávidos ante la magnitud de este problema.
Para entender cuánto y qué nos cuesta la democracia, vale reflexionar sobre la relación entre el dinero y la representación política, para contextualizar el escándalo electoral de turno.
Dinero y democracia: una reflexión
En una democracia ideal el dinero no debería importar. Al fin y al cabo se supone que la democracia es la lucha de las ideas. Un combate de argumentos y deliberaciones en el que se debe imponer la razón en torno a lo más conveniente para todos. La filosofía política de los últimos dos siglos y medio nos ha acostumbrado a asociar nociones demasiado idealistas al concepto de la democracia: el “gobierno del pueblo” (como viene a ser su directa traducción del griego), el “contrato social” en torno al “interés general”, al que se llega tan naturalmente como promulgó Rousseau. La deliberación permanente y constructiva que profesa Habermas.
Pero en la realidad la democracia, cualquier democracia, tiene un trasfondo económico innegable. ¿Por qué cuesta la democracia?
En primer lugar, la mayoría de la población no tiene el tiempo ni los recursos para dedicarse a ser “ciudadanía”. La mayoría de las personas está muy ocupada en vivir y en sobrevivir como para pensar en política. Además eso es aburrido, complejo, sucio. En países como el nuestro, adicionalmente, no se tiene la educación. Nos falta muchísimo como sociedad para construir una cultura política ciudadana, para inculcar el valor, y la razón, de preocuparse por las cosas del poder público. Esa falta de educación nos vuelve demasiado delegatarios, demasiado descuidados con lo que es de todos (el Estado), pues todos lo pagamos, a las buenas o a las malas, consciente o inconscientemente.
La política causa apatía. Los cerca de 15 millones de colombianos que se rehúsan a votar en cada elección (¡lo que cambiarían 15 millones de votos!) lo demuestran. Ni qué decir de los cerca de 45 millones que se rehúsan a opinar en Twitter (cada vez más la distópica arena por excelencia de la democracia), y dejan la deliberación política más que todo en manos de los especialistas en el insulto y el sectarismo político. Los ciudadanos cada vez más rápidamente reemplazados por robots que trinan y esparcen el odio de forma automática, sin necesidad de pensar.
En segundo lugar, hacer política cuesta plata, y más en una democracia. Para ser electo hay que darse a conocer, hay que emprender campaña. Hay que transportarse, hay que tener un equipo y hay que pagarle, hay que convocar gente, hay que hacerla quedar, hay que darle comida y algo de beber, hay que tener carpa o salón y sonido, hay que llamar, hay que hacer camisetas y pancartas, hay que pagar cuñas, hay que insistir, para que lo recuerden, para que no lo olviden. Con una ciudadanía sin formación ni consciencia ciudadana, hay que pagar ese día para que vayan a votar, y para que voten como es. La apatía y falta de consciencia ciudadana deja en los políticos la carga de hacer funcionar la democracia (en su apariencia), y eso impone una carga financiera al que quiere participar en política.
En tercer lugar, en consecuencia, hacer política no solo cuesta, sino que cuesta harto. No cualquiera con ideas puede simplemente hacer política, pero sí cualquiera con dinero. La política tiene un filtro financiero.
Peor aún, las ideas se ponen a correr en función del dinero. No en vano (volviendo a Twitter, canal de la política contemporánea) las elecciones del último quinquenio han estado determinadas por la publicidad en redes sociales, y lo que más vende es el lenguaje del odio, el que enfurece, el que crea enemigos imaginarios y se indigna con ellos. Para las campañas electorales de hoy es ineludible contratar ‘hackers’ que programen mensajes para viralizar, que “posicionen” mensajes políticos para hacer creer o sentir a la gente que hace parte de una gran comunidad; por desgracia y con frecuencia, una comunidad indignada y enfurecida, una comunidad del odio. Por todo el mundo se ha aprendido el valor de lograr “que la gente salga a votar verraca” (Desde Bolsonaro, a Trump, al Brexit, a Orban, a Modi, a Duterte, sin dar un listado exhaustivo). El miedo y el odio (basado en la ignorancia) a los inmigrantes, a los diferentes, al otro; el nacionalismo ciego, el sectarismo político; todo eso consigue votos. Así la gente sí sale a votar motivada, apasionada, sin necesidad de comprarle el voto. Es más eficiente.
Pero entonces, si hacer política es cosa de gente con dinero, ¿quién invierte en la política? La respuesta es lógica: como en cualquier otra inversión, lo hace quien espere obtener una ganancia. La política no es cuestión de filantropía. Las democracias son negocios donde hay que invertir para ganar, y luego de ello, recuperar la inversión. Por ello es tan usual que no sea el “interés general”, sino grandes intereses particulares, los que ganan las elecciones y gobiernan. Y luego otros grandes intereses particulares logran alternan en el poder gracias a la oportunidad de las elecciones. Por ello también, la necesidad de más formas de participación política, además de las elecciones.
Ahora bien, de todo ello no debemos concluir con un desencanto hacia la democracia que nos lleve a caer en un embrujo autoritario. No porque la democracia tenga semejante sesgo económico y financiero (y lo tiene en todo el mundo) significa que debamos dejarnos llevar por soluciones fáciles al problema. El tedio que da pensar en estos problemas hace atractiva la solución que recomendaba Franco: “haga como yo, no se meta en política”. Pero el debate democrático, con su trasfondo económico y las frustraciones que pueda generar, es necesario. No en vano decía Churchill que la democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las demás. La experiencia nos ha demostrado que no hay de otra.
En el mediano y largo plazo, como sociedad democrática que queremos ser, debemos sostener una lucha decidida contra las oligarquías, que solo se logra aumentando el poder de la ciudadanía, su comprensión del poder público, su capacidad de organización; aumentando su capacidad de generar dinero para participar en política, aumentando su capital humano en el sentido más integral, en su educación, en sus capacidades de desarrollar su potencial, en sus valores. Un demócrata debe estar comprometido toda su vida con una cruzada educativa por reconstruir esta democracia desde la base, en un esfuerzo de todos los días.
Pero mientras lo logramos, pensemos en el corto plazo. En el corto plazo, lo mínimo que se le puede exigir a una democracia es que, si el dinero es tan determinante, entonces sea controlado. Que tenga topes, y que tenga controles. Que se sepa de dónde viene y cómo se gasta. Que tenga un marco de regulación y control. Otro pilar fundamental de la democracia es el “equilibrio de poderes”, los pesos y contrapesos. La posibilidad institucional de sospechar unos de otros y vigilarnos los unos a los otros, de no poder abusar.
Desde esta perspectiva, ¿cómo construir democracia? ¿Por qué después de tantos escándalos, tanta indignación, tantas evidencias de la corrupción en las elecciones, hoy vivimos bajo un nuevo escándalo como el de la Ñeñepolítica?
¿Por qué nos pasa la Ñeñe-política?
El sector privado de toda sociedad democrática tiene un poder relativo a su capacidad económica. El ciudadano de a pie no es tan influyente como alguien bien posicionado en la burocracia (con influencia privada sobre las rentas públicas), en los Medios o en el sector empresarial. Eso es común a cualquier democracia del mundo. El problema con la colombiana es que el sector privado está lleno de narcotráfico, minería ilegal, contrabando, evasión de impuestos y corrupción.
Colombia tiene la trigésima población del mundo por tamaño, pero su ejército activo es el decimoquinto más grande del planeta. Esto es así porque Colombia se ha tenido que adaptar a sus características propias, con una complejísima geografía que hace desafiante el control del Estado sobre su propio territorio y población, en un contexto de falta de construcción de Estado y proliferación de la “ilegalidad”. Esto se ha traducido en un ejército desproporcionadamente grande para tratar de contrarrestar esos problemas.
De forma análoga, Colombia no debería tener cualquier control sobre la financiación de su democracia. Debería tener un sistema institucional desproporcionadamente poderoso para detectar el origen, monto y destino de la financiación de campañas. Como colombianos, así como nos preocupan las grandes amenazas existentes a nuestra seguridad, también deberían preocuparnos las evidentes amenazas existentes a la transparencia de nuestra democracia.
Curiosamente, ese no es el caso. Las Fuerzas Armadas colombianas parecen desproporcionadamente grandes para Colombia. El Consejo Nacional Electoral colombiano, en cambio, es ridículamente pequeño y frágil para Colombia.
Solo desde 2017 es delito financiar ilegalmente las campañas electorales en Colombia. Antes de eso Odebrecht (que según la Fiscalía infiltró ambas campañas presidenciales de 2014), la parapolítica (que ha infiltrado campañas las últimas dos décadas), el Cartel de Cali (que las infiltró en las 90), el Cartel de Medellín (que las infiltró en los 80), no han sido más que faltas administrativas (nunca castigadas, además) en lo que respecta a su relación con las elecciones. Se nos volvió costumbre ver el dinero de la ilegalidad en la política y no hacer nada.
Ni qué decir sobre el respeto a los topes de financiación. Todo el mundo dice saber que los candidatos gastan millonadas en sus campañas, por encima de lo permitido, y sin embargo todos los registros oficiales suelen estar muy por debajo de los topes, sin que nadie esté verificado quién dice la verdad y quién miente. Eso lo debería hacer el CNE, pero no lo hace. Muy excepcionalmente, solo un alcalde de Puerto Gaitán y otro de Cota han sido alguna vez sancionados por gastar más dinero del permitido en sus campañas electorales. Un par de tantos que no lo han sido.
El Consejo Nacional Electoral, la máxima autoridad administrativa colombiana, no tiene oficinas regionales permanentes. Cuando las crea, lo hace encima de las elecciones. No tiene las potestades normativas suficientes para ejercer un control serio sobre las campañas, especialmente sobre su financiación. Es demasiado politizado y muy poco técnico. Muchos candidatos no respetan las reglas existentes sobre la financiación electoral porque no respetan a la autoridad que las debe hacer cumplir.
Entonces, o tomamos conciencia, como ciudadanía, del valor de nuestra democracia y logramos que una participación ciudadana activa contrarreste el rol del dinero en las elecciones; o, mientras llegamos allá, imponemos un control serio a la financiación de campañas.
La fórmula es simple. El Estado maneja mucho dinero. Luego, manejar el Estado es lucrativo. Para manejar el Estado en una democracia, hay que ganar las elecciones. Para ganarlas, hay que tener dinero. Para tener dinero, se puede obtener manejando el Estado. O se puede sacar de cualquier otra fuente (la droga, el oro ilegal) e invertirse en las elecciones y en el Estado. En cualquier caso, la corrupción es un círculo vicioso que se reproduce cada cuatro años en las elecciones.
La Ñeñepolítica es el último episodio de una historia que se repite sin cesar porque como colombianos hemos entregado nuestra democracia (al igual que nuestra geografía) a una economía gobernada por la ilegalidad, y no hemos estado a la altura de imponerle control. Como ciudadanos nos ha quedado grande construir nuestro propio Estado y controlarnos. Como colombianos, con las complejidades de nuestro país, esa no es una libertad que nos podamos dar.
Eliécer Cuervo Ramírez
Foto tomada de: Zona Cero
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