El 20 de julio se inauguró la última legislatura de este Gobierno. No solamente el presidente no se hizo presente para escuchar la réplica de la oposición a su intervención y delegó a su ministro del Interior para cumplir la misión, sino que las mayorías eligieron a los candidatos del Partido Conservado y del Centro Democrático para ocupar las presidencias del Senado y la Cámara, respectivamente. Desde luego no fue la elección de los representantes de dichos partidos lo que causa irritación a los que todavía se preocupan por los destinos de la nación, sino lo que representa la elección de los mencionados representantes. En Colombia los congresistas pactan desde el comienzo del mandato presidencial qué partidos han de ocupar las presidencias de ambas cámaras y es de caballeros respetar el pacto al que se comprometen los aliados del Gobierno al inicio de la nueva administración. No obstante, es de esperar que quienes ocupen tan altos cargos sean personas de conocida pureza moral y ajenos a situaciones que pongan en entredicho su gestión lo cual no ha sido el caso en la elección de marras.
Ciertamente y como lo recalcan sin cesar muchos políticos, los delitos de sangre no existen en Colombia. Sin embargo, no deja de llamar la atención que tantos altos cargos tengan prontuarios familiares maculados por actos delictivos y criminales ligados al robo de tierras, a compra de votos, fraudes procesales y narcotráfico. Las actuales presidencias del Congreso, en cabeza de dos parlamentarios poco conocidos del público, no escapan a esta circunstancia.
Preside el Senado de la República desde el pasado 20 de julio, Juan Diego Gómez, hijo de Jesús Gómez Botero quien fue condenado en 2011 por conformar una empresa criminal destinada a apropiarse de un predio urbano mediante adulteración de documentos, fraude procesal y falso testimonio.
Más espinoso es el caso de Jennifer Arias. Presidenta de la Cámara de Representantes, quien pertenece al Centro Democrático desde su fundación y fue directora del mismo en el Meta, así como candidata a la alcaldía de Villavicencio y jefe de campaña de Duque. Su padre, Luis Eduardo Arias Castellanos, adjudicatario de jugosos contratos públicos en su departamento, fue condenado en 1993 por asesinar a un hombre en un supuesto caso de infidelidad, mientras su hermano, Andrés Eduardo Arias Ochoa, está condenado en Estados Unidos desde 2008, por narcotráfico.
Según la Fundación Pares, Jennifer Arias ha actuado también como lobbista de compañías aéreas de los Llanos, particularmente de Llanera de Aviación, la cual ha estado involucrada en operaciones de narcotráfico encubiertas en “acciones humanitarias” como la que dio lugar a la incautación de una nave con su cargamento en San Andrés. Esas mismas aeronaves son las que transportaron a Duque y su comitiva en sus viajes de campaña, por lo que se rumora que la recién elegida presidenta de la Cámara estará dispuesta a recompensar estos servicios, valiéndose de su posición.
El escándalo de las elecciones de quienes han de presidir las cámaras del Congreso, se suma a los ya conocidos de Odebrecht, el Ñeñe Hernández y el Mermo fantasma, y al igual que estos se perderá en la bruma de los tiempos, opacado por las campañas políticas que se preparan para las próximas elecciones.
Los delitos de sangre no existen, pero cuando el decoro está ausente en la vida pública, la ciudadanía pierde confianza en la política y en el funcionamiento de las instituciones, lo que convierte la democracia en un arrabal callejero, como lo estamos viendo.
Si las personas no son responsables de los actos que cometen sus familiares, las organizaciones políticas sí han de serlo cuando tienen claro qué tipo de sociedad quieren y para quiénes. Como ello no ocurre en Colombia, no es de extrañar que la confianza en los políticos y en la política descienda cada día y que en lugar de progreso democrático asistamos a un retroceso y a una involución que conduce el país a un despeñadero.
El Congreso de la República – que en opinión de los colombianos encabeza la lista de las instituciones más corruptas – se ha convertido en escenario de toda clase de prácticas perniciosas de los políticos, quienes en lugar de preocuparse por su pretendido derecho a la tajada de la torta burocrática, debieran recordar lo que decía Churchill: “El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”, sin perder de vista que “La mujer del César no solo debe ser honesta sino parecerlo”.
Aunque algunos disientan, ética y política son los ojos de un mismo rostro y cuando individuos sin ética ocupan cargos públicos terminan por corrompen el poder al hacer uso indebido de él, convirtiendo a la política en el más vil de los oficios.
Rubén Sánchez David, Profesor Universidad del Rosario
Foto tomada de: Caracol Radio
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