En las sociedades contemporáneas ha cambiado el contexto informativo; mejor dicho, ha sido sustituido por un entorno publicitario. La industria digital generó un ecosistema de comunicación al servicio de la persuasión y no de la información. Los algoritmos no las distinguen. Hacen visibles y diseminan las noticias que se parecen más a los anuncios. Y premian los anuncios-noticias más efectistas y escandalosos. Estilo Trump, en estado puro.
Antes recibíamos la propaganda rodeada de noticias. Ahora, nos inundan con propaganda. Desbordados por el flujo publicitario recibimos “noticias” y “promociones”, sin percibir la diferencia. Antes, identificábamos la información porque tenía un formato distinto. Ahora la inmensa mayoría de la comunicación digital está formateada y canalizada con una estrategia publicitaria. Al fin y al cabo, era el objetivo que buscaban las redes comerciales.
Las noticias falsas aprovechan la manipulación sobre la que se asienta el negocio de la industria digital. Convierte la información personal en publicidad. Rentabiliza la credibilidad de nuestros círculos sociales. Nos anima a formatear los selfies y “eventos” de nuestras biografías como si fuesen infopromociones de una estrella o el book de fotos de una celebritie. Todos creamos noticias basura, pero solo unos cuantos pueden vincularlas a una candidatura electoral. Los algoritmos las extienden y dan credibilidad. Están programados para hacerlo. Pero con dinero, funcionan mejor.
Las noticias falsas fueron consideradas un factor clave del éxito de Trump. Le convirtieron en líder de la era de la post-verdad. Había llegado a la Casa Blanca con un discurso visceral, plagado de embustes, sin importarle los desmentidos. En la campaña de 2012, Barack Obama había incurrido en un 25% de afirmaciones falsas. Politifact, un portal galardonado con el Pulitzer que contrasta información, también señala que el rival de Obama, Mitt Romney, había mentido el 40% de las ocasiones. Donald Trump en 2016 se llevó la palma: 70% de embustes y contradicciones; más del doble que Hillary Clinton, que se situó en el 30%.
A los votantes republicanos no pareció importarles que 7 de cada 10 afirmaciones de su candidato fuesen una mentira o una incoherencia. Entre otros motivos, porque ni siquiera 2 de cada 10 confiaban en los medios que le desdecían. La veracidad de la información digital es un valor a la baja. Análisis contrastados confirman que las páginas más falseadas y engañosas resultan ser las más viralizadas en Facebook. Cuanto menos riguroso es un artículo, más posibilidades tiene de ser visto y compartido en la plataforma.
Trump desató un huracan de patrañas en las condiciones de una tormenta perfecta. Barrió a sus adversarios en las primarias y entró como un tornado en la Casa Blanca. Demostró que los algoritmos de las redes propagan una incultura política de alto voltaje. Hacen saltar por los aires el conocimiento ciudadano y los estándares de información mínimos de una democracia.
¿Con qué principios gestiona Facebook los contenidos que publicamos y compartimos? Toma decisiones trascendentales para la calidad del debate público. Y no es la plataforma neutral que afirma. ¿Ignora que es la referencia con la que millones de personas toman decisiones vitales para ellos y para la democracia? Consultamos las redes hasta para medicarnos y votar; para cuidar la salud física y la de nuestras libertades. Porque somos personas y ciudadanos. Ni más ni menos, también en la Red. Pero para Facebook apenas representamos datos comerciales. No le importan nuestras intenciones ni necesidades.
Cuando Facebook Noticias nos envía ciertas “informaciones”, puede que sean —en contra de lo que dice la plataforma— las que menos nos “interesan”. Consultar, publicar o compartir determinados mensajes no significa que estemos de acuerdo con ellos. A lo mejor manifestamos lo mucho que nos disgustan. Y, encima, los estudios afirman que no hemos leído más del 70% de las noticias que compartimos. Difícilmente sabemos si son verdaderas o ciertas. Las intercambiamos para darnos lustre: hacernos los enterados y transmitir la impresión de que estamos al tanto.
Las redes (como la vida misma) están llenas de gente inmadura que hacen el trol. Incordian para cobrar visibilidad. Se mueven por placeres inmediatos y lanzan exabruptos primarios. Pero los algoritmos los tratan con más consideración. Les promocionan más que a la gente respetuosa y comprometida con la verdad. Cuando los algoritmos incorporan la inteligencia artificial, las cosas empeoran, porque “aprenden” de los troles y los favorecen. Entonces, crean una realidad más artificial que inteligente. Resulta nociva en términos sociales. Son algoritmos basura. Fabrican realidad basura: barata de generar y fácil de extender. Como la que producía Trump.
Gran parte de las noticias falsas fueron viralizadas por robots. Crean contenido e interactúan con los usuarios en las redes. Desempeñan lo que se conoce como propaganda computerizada. Difunden desinformación sobre candidatos opositores. Los “bots” sirven de amplificadores, resultan baratos y sencillos de poner a trabajar. Cambian constantemente, para evitar ser desactivados. Y pueden irradiar contenidos manipuladores en períodos clave. Los estudios señalan que los bots generaron el 20% de los tuits sobre el primer debate presidencial, cuando apenas representaban al 0,5% de los usuarios. Favorecieron cuatro veces más a Trump que a Clinton, proporción que se mantuvo durante toda la campaña. Uno de cada cuatro mensajes pro Trump, publicados en y por Twitter, no era humano.
Los responsables de las noticias falsas resultan ser los ingenieros, tanto o más que los usuarios. Los algoritmos de las redes resultan deficientes e insuficientes para una democracia. La clave reside en para qué se utilizan. Y el uso los convierte en algoritmos basura. De hecho, esas fórmulas matemáticas condensan un modo de entender el mundo, resumen una ideología. El concepto de “Trending topics or news” (asuntos o noticias de moda, viralizados por Facebook y Twitter) es una basura. No pasa un mínimo control de calidad. La mayoría de los usuarios ni siquiera leen lo que comparten. Lo comparten sin verificarlo. Y muchas veces son reemplazados por máquinas.
Las noticias falsas no tienen fácil solución. Nadie se pone de acuerdo. Lo que para unos lo es, para otros no. Las propuestas tienden a establecer alguna forma de censura, que siempre se puede evitar. Por ejemplo, resulta difícil perseguir la anorexia cuando los usuarios escriben “I love ana” y se recomiendan auto-agresiones buscando la delgadez extrema. O si el algoritmo de Youtube, en su afán por mantenerte pegado a la pantalla, te recomienda que después de buscar un vídeo dietético veas uno sobre anorexia.
Las noticias falsas explotan nuestra tendencia al fanatismo, la irracionalidad o el sectarismo. Por supuesto que la ciudadanía tiene responsabilidad de la comunicación infotóxica que consume. Pero actúa en un contexto que desconoce y donde los algoritmos priman los rasgos psicológicos más nocivos. Incrementan la demanda inconsciente y los reenvíos automáticos de rumores llamativos no contrastados.
La solución, según algunos, no es censurar la mentira sino que los algoritmos potencien la verdad y premien la veracidad. Pero sería una medida contraproducente para un negocio publicitario como el de las redes. Viralizar denuncias sobre las condiciones en que se producen algunas marcas o las consecuencias de su consumo bajaría las ventas. ¿Es factible hacerlo? Porque hasta resulta difícil que las administraciones graven con impuestos las bebidas con azúcar.
Parece imposible pedirle a una compañía privada que incorpore criterios de salud democrática. ¿Qué consecuencias tendría? Cuestionar la publicidad con noticias críticas podría llevar a los empresarios ante los tribunales. Ya ocurrió, por ejemplo, en 2016 con el fraude de motores “ecológicos” de diesel en la Unión Europea. Y es lo que le ha ocurrido a Facebook y a su fundador, Mark Zuckerberg, quien ya ha tenido que comparecer ante el Senado de los Estados Unidos y en el Parlamento Europeo por la filtración masiva de datos de la que se aprovechó Trump mediante Cambridge Analytica. Solo los medios que reconocen su función social limitan la publicidad y combaten sus mentiras. Solo así es posible mantener un ecosistema informativo y comunicativo saludable.
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