Las interceptaciones y los perfilamientos que reveló Semana son, como ya dije, preocupantes. Y lo son desde muchos puntos de vista. Supongamos lo siguiente. Primero, que le creemos a las Fuerzas Militares, cuando señalan que no existe una orden de carácter institucional para hacer esas interceptaciones y perfilamientos. Segundo, que también le creemos a las Fuerzas Militares cuando dicen que no saben quién dio las órdenes de hacer esas interceptaciones y perfilamiento. Finalmente, le creemos al presidente Duque, que apoya a las Fuerzas Militares.
¿Qué escenario se nos presenta? El peor de todos. Me explico. Toda clase de regímenes totalitarios, autoritarios y pseudodemocracias han utilizado la inteligencia -militar, paramilitar, policial o de otra naturaleza- para lograr sus objetivos. Sea para defender los intereses de clase, de casta, de un grupo político, de un partido o de simpatizantes oportunistas. Lo vimos en la España franquista, en la Alemania Nazi, en la Italia Fascista, en las dictaturas del Cono Sur, los regímenes tras la Cortina de Hierro, etcétera.
Utilizo esos ejemplos para evitar discusiones sobre las barbaridades actuales, pero más, para mostrar que es una práctica que ha existido y, tristemente, seguirá existiendo. Pero hay una diferencia con lo que ocurre bajo el supuesto que aceptamos. En todos esos casos se sabía que esa práctica era institucionalizada. En plata blanca, se sabía quién era el opresor. Se tenía al enemigo identificado: el régimen mismo.
Para bien o para mal, sobre esas actividades se construyó algo. En el caso de las dictaduras del Cono Sur o en la Alemania Nazi, por ejemplo, esas actividades de inteligencia permitieron información para luego hacer la reconstrucción de la verdad histórica y, aunque sea en una mínima medida, lograr algo de reparación y de justicia individual y colectiva. También permitió descubrir el plan Cóndor y mostrar que la barbaridad no era un invento local, sino un plan orquestado desde el norte.
Sobre estas y otras barbaridades realizadas al amparo de oscuras leyes de inteligencia se ha construido una consciencia en torno a la necesidad de regular y poner frenos a la labor de inteligencia. Se ha logrado, por ejemplo, cerrar centros de formación que promovían el uso de la inteligencia para fines inadmisibles, como el caso de la Escuela de las Américas. En fin, permitió cierto avance en identificar los riesgos que la labor de inteligencia entraña para la democracia y los derechos humanos.
Para no ir más lejos, la ley 1621 de 2013, estatutaria en materia de inteligencia, se ha estructurado en torno a que la labor de inteligencia tiene como límites los derechos humanos y, de manera particular, la prohibición de discriminación. Así, se puede decir que la labor de inteligencia, necesaria para enfrentar la criminalidad y los riesgos reales a la seguridad, se ha librado, al menos en el plano normativo, del capricho de gobernante de turno y se ha convertido en una política pública que es posible evaluar, juzgar y modificar.
Pero lo que se desprende de aceptar que las Fuerzas Militares y el presidente hablan con la verdad, es un panorama completamente distinto. En lugar de una actividad de inteligencia que responde a una política pública clara, directamente vinculada a una política pública de seguridad y, de manera decisiva, controlada de forma transparente por el Estado, tenemos incertidumbre y oscuridad.
No tenemos claridad sobre cuál es el objetivo de esos perfiles e interceptaciones. Si lo que dice el Estado es cierto, entonces quienes ordenaron los perfilamientos y las interceptaciones buscan intereses desconocidos para el propio Estado. Esto es grave, no sólo por el hecho de que se utilicen medios estatales para perseguir fines particulares, sino por tres razones. La primera, que evidencia falta de control sobre el funcionamiento de las instituciones. Este fenómeno no es nuevo, pues las diversas formas de corrupción existentes se apoyan en esa incapacidad de controlar los medios humanos y tecnológicos en manos del Estado.
La segunda razón tiene que ver con que se esté utilizando a la inteligencia para dichos fines desconocidos. Si hay algún elemento del Estado que debería estar debidamente controlado, es la inteligencia. Si bien no existe el control absoluto, pues siempre es posible que alguien siga la senda de la ilegalidad, en el caso de los organismos y los medios técnicos y humanos de inteligencia, el control debe ser mayor. Lo que ha ocurrido no pasaría de ser algo anecdótico, si no fuera porque se ha vuelto recurrente. Ocurrió en los años cuarenta del siglo pasado, y en los cincuentas, sesentas, setentas, ochentas y noventas. Con el cambio de siglo pareciera que ocurre con más frecuencia. Esto lleva a la tercera razón.
Esta recurrencia en el uso de los medios legítimos de inteligencia del Estado para fines no compatibles con el orden jurídico es evidencia de algo más grave dentro del funcionamiento del propio Estado y la sociedad. El carácter reiterado sólo puede explicarse por la debilidad institucional y, ella, por la percepción de que (i) es legítimo utilizar los medios estatales para fines personales o (ii), que el concepto real de seguridad nacional no corresponde al normativo.
La primera opción puede ser el caso, pues en nuestro imaginario la corrupción campea. Lo que se ha visto en los últimos días relativo a los sobrecostos y el oportunismo con los recursos para enfrentar las consecuencias de la cuarentena, es suficiente evidencia de la manera en que los recursos y medios públicos son destinados para resolver necesidades personales (desde el vil enriquecimiento hasta la satisfacción de necesidades que se estiman apremiantes).
Tristemente, la segunda también puede ser el caso. Nuevamente, si los seguimientos a las 130 personas que menciona Semana fueran un hecho aislado, difícilmente se podría llegar a la idea de que hay un cortocircuito en la concepción normativa y la real de seguridad nacional. Pero no es así. Llevamos algo más de tres décadas (por no ahondar en el pasado) de actividades sistemáticas de eliminación de líderes sociales, de “chuzadas” o asesinato de periodistas incómodos, de “chuzadas” a jueces y magistrados, de “chuzadas” y persecuciones a políticos de oposición (y no necesariamente de izquierda, sino todo aquél que se desvía de cierta visión “válida”) y de desinformación y posverdad.
Esto nos deja un panorama desalentador. Pareciera que se estiman como riesgos a la seguridad nacional la lucha en contra de la exclusión social, la búsqueda de la verdad, el juzgamiento conforme a derecho y el disenso. En otras palabras, la igualdad, la libertad de expresión, el principio de legalidad y la democracia son factores de riesgo para la seguridad nacional.
Ahora, ¿cómo se explica la constante en este fenómeno? Los diversos estudios sobre mapas culturales y de valores en el planeta coinciden en ubicar a Colombia entre los países que se aferran a valores tradicionales, aunque no hay tanto consenso en el grado de apoyo a valores igualitarios, de autonomía intelectual y de intervención del Estado en la economía[1], por ejemplo.
Si se asume esto como cierto, se comprendería porqué la seguridad nacional se pone en riesgo con la igualdad, la libertad de expresión y la democracia. Una defensa decidida a estos derechos y valores pone en riesgo a la tradición, sea religiosa o cultural, y la dominación social que se construye sobre ella.
De ahí la enorme dificultad para la defensa de los derechos humanos, pues se han construido sobre la base de que las formas de dominación basadas en la tradición pueden (y deben) ser enfrentadas.
Si a esto le sumamos, en el plano de la inteligencia militar, las enseñanzas de la Escuela de las Américas (formalmente desmontado), se tiene que el concepto de terrorista político es lo suficientemente ambiguo como para incluir a quienes luchan por los derechos humanos, en tanto que se enfrentan al statu quo y a la tradición. Todo esto, claro está, no explica las acciones puntuales de interceptación y de perfilamiento, pero sí permite comprender por qué, para muchos, se estima legítimo hacer tales seguimientos.
Pero más allá de ello, pone de presente la urgente necesidad de que el Estado no sólo esté atento a las utilizaciones indebidas de estos recursos, sino que promueva una cultura de respeto por los derechos humanos. Se han realizado acciones dentro de la fuerza pública, mediante cursos sobre derechos humanos. Pero esas actividades son limitadas y de poco alcance y su aproximación es académica. Además, cada vez que se incorporan personas a la fuerza pública, se requieren de nuevos “cursos”.
El respeto por los derechos debe ser un plan de acción público que permeé a toda la sociedad. Que cambie el apego por la tradición y valore el disenso, no sólo la diversidad. Mientras no logremos ese cambio, luchar contra estas actividades ilegales será titánico, pues se estiman legítimas.
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[1] Considerando World Values Survey: http://www.worldvaluessurvey.org/WVSContents.jsp?CMSID=Findings, Valores humanos en el nivel de las culturas: https://cambiocultural.org/cultura-politica/valores-culturales-de-schwartz/ y Human values of colombian people. Evidence for the functionalist theory of values: http://www.scielo.org.co/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0120-05342012000300009#f3
Henrik López Sterup, Profesor de la Universidad de los Andes. Sus opiniones no necesariamente reflejan las de la Universidad de los Andes.
Foto tomada de: Semana.com/
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