Así ocurre con el proyecto de acto legislativo 04 que acaba de ser aprobado con 96 votos a favor y 10 en contra en la Cámara de Representantes; consta de un solo artículo que eleva a rango constitucional la prohibición de crear, promocionar, instigar, organizar, instruir, financiar, apoyar, tolerar, encubrir o favorecer grupos civiles armados organizados ilegales de cualquier tipo, incluyendo los denominados autodefensas, paramilitares, así como sus estructuras o prácticas, grupos de seguridad ilegales o de justicia privada u otras denominaciones equivalentes.
Tal y como quedó aprobada la norma, cuestionada por ciertos sectores, lo que se está prohibiendo es la creación, promoción, instigación, organización, instrucción, financiación, apoyo, tolerancia, encubrimiento o favorecimiento de grupos civiles armados organizados ilegales de cualquier tipo, es decir que válidamente se podrán crear, promover, instigar, etc., grupos civiles armados organizados legales de cualquier tipo, tal y como ocurrió con los ejércitos privados que se conformaron para “autodefender” terratenientes, ganaderos, mafiosos, etc., al amparo del decreto 356 de 1994 –Estatuto de Vigilancia y Seguridad Privada- y con las CONVIVIR que permitieron conformar estructuras armadas “legales” y finalmente se constituyeron en el engendro y embrión que mutaría en las Autodefensas Unidas de Colombia –AUC- cuyo historial de terror ha sido ampliamente documentado. ¿Cuál es el escozor?
El resquemor ante dicha prohibición radica en que, según sus críticos de diversas orillas, se estaría aceptando que el Estado colombiano promovió el paramilitarismo; que es una estrategia de las FARC para enviar a la cárcel a quienes están en su contra; que la prohibición también debe incluir la insurgencia; que es una estupidez prohibir lo prohibido, que se degrada la “legitimidad”[1] del Estado, etc.
La periodista María Isabel Rueda, por ejemplo, considera que es una “estupidez”, tal y como si se prohibiera por vía de la Constitución, “matar a la abuelita”, pues ello indicaría “que en Colombia se permite matar abuelitas hasta el día en que entre en vigor tal prohibición”.
Bajo tal argumento también sería una estupidez, que la Constitución promulgada en 1991, prohíba: i) la desaparición forzada (art. 12) -en Colombia hay 60.630 víctimas de ese crimen según el Centro Nacional de Memoria Histórica-; ii) toda clase de discriminación contra la mujer (art. 43) –las mujeres colombianas tienen la tasa más alta de desempleo en América Latina y ganan en promedio 25% menos que los hombres; durante 2014 fueron asesinadas 810 mujeres, en 2015 otras 670 y en 2016 otras 731-; iii) que los partidos, movimientos políticos y grupos significativos de ciudadanos, reciban financiación para campañas electorales, de personas naturales o jurídicas extranjeras. Ningún tipo de financiación privada podrá tener fines antidemocráticos o atentatorios del orden público (art. 109) – ¿quién dijo Odebrecht?-; iv) que los servidores públicos puedan celebrar contratos, por sí o por interpuesta persona, o en representación de otro, con entidades públicas o con personas privadas que manejen o administren recursos públicos (art. 127); v) que los servidores públicos utilicen el empleo para presionar a los ciudadanos a respaldar una causa o campaña política (art. 127); vi) que se pueda desempeñar simultáneamente más de un empleo público o recibir más de una asignación que provenga del tesoro público, o de empresas o de instituciones en las que tenga parte mayoritaria el Estado (art. 128) -¿cuáles contratos de los exmagistrados Bustos y Ricaurte?-
Y así, también sería estupidez, pregonar desde la propia Constitución Política, que el derecho a la vida es inviolable (art.11) –según la Defensoría del Pueblo, entre el 1 de enero de 2016 y el 5 de julio de 2017 han sido asesinados 186 líderes sociales-; o que toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente (art. 37) – ¡hasta cuando llegue el ESMAD!-.
De otra parte, y desde la misma perspectiva argumental, ¿cómo interpretar el artículo constitucional 216 que impone a los colombianos la obligación de “tomar las armas cuando las necesidades públicas lo exijan para defender la independencia nacional y las instituciones públicas”? Esa obligación, de tomar las armas, podría tenerse como el sustento constitucional, a como dé lugar, de los grupos empecinados en mantener los privilegios de la Colonia en favor de terratenientes y gamonales; o, de herederos del Frente Nacional, dispuestos a defender las instituciones, es decir sus privilegios. Y ahí cabría cualquier grupo de autodefensa o paramilitar dispuesto a cumplir el mandato de defender la independencia nacional y las instituciones públicas, de mantener el statu quo.
Que una prohibición emane de la Constitución no garantiza que la misma se vaya a cumplir; así como no implica que el Estado colombiano, por fin, acepte una verdad de a puño, expuesta por los jefes paramilitares en sus versiones ante la Fiscalía General de la Nación, en el marco de la Ley de Justicia y Paz, antes de que Uribe Vélez decidiera silenciarlos por la vía de la extradición en la madrugada del 13 de mayo de 2008: que el paramilitarismo fue amamantado por altos oficiales del ejército colombiano y utilizado como recurso infame para combatir la insurgencia.
El debate que subyace es sobre el tipo de Estado que se quiere mantener, desconociendo la realidad de los acontecimientos históricos que ha vivido el país durante los últimos 60 años y particularmente con el surgimiento de las bandas paramilitares, pero no como fenómeno aislado del mismo Estado sino como estrategia oficial y soterrada para enfrentar la insurgencia y el descontento social, sin los “estorbos” que implica un Estado de derecho. No puede olvidarse, como lo plantea Ricoeur, que con el Estado aparece una cierta violencia, que tiene las características de la legitimidad.
El Estado colombiano se encuentra organizado de manera que la solución a los conflictos sociales y políticos, se ha planteado a través de mecanismos violentos, al amparo del monopolio de las armas y de la violencia legitimada. Desde esa “prerrogativa” ha utilizado diversas estrategias – legítimas e ilegítimas – que antes que acabar con el conflicto, lo han llevado a niveles extremos de perdurabilidad, barbarie y degradación. Desde el inofensivo y disuasivo Escuadrón Móvil Antidisturbios –ESMAD- hasta las candorosas y “legitimas” autodefensas permitidas en manuales de guerra del Ministerio de Defensa y amparadas, como se dijo, en el decreto 356 de 1994.
Colombia padeció, durante el gobierno de Uribe Vélez (2002-2010), la priorización del uso “legitimo” de la violencia estatal sobre la base del “fortalecimiento de la Fuerza Pública”, política oficial que hizo evidente el “monopolio del terror” por parte del Estado colombiano, y de allí fácilmente devino en un Estado autoritario caracterizado por arbitrariedades, reformas normativas dirigidas a mantenerse en el poder, persecución y aniquilamiento de cualquier forma de oposición, poder político unipersonal encarnado en la figura “redentora” del salvador de la patria.
Con la legitimidad de la violencia debajo del brazo, aunada al monopolio de las armas y el poder de reprimir, el Estado se presenta como la “síntesis de la legitimidad y la violencia, es decir como poder moral de exigir y poder físico de obligar”[2]. Y si la unión entre el derecho y la fuerza es ya un problema, éste se torna más grave cuando el Estado le añade violencia ilegítima -dicho sin eufemismos, violencia paramilitar-. Podríamos decir que los anteriores son los cimientos del andamiaje político, filosófico, jurídico y ético –tanto legítimo como ilegal– sobre el cual, el Estado colombiano, ha montado y justificado su aparato de guerra, para resolver las injusticias sociales, la inequidad de la distribución de la tierra, la exclusión, la marginalidad, etc. Argumento que encuentra respaldo en la propia institucionalidad, dada la contundente evidencia de los hechos. De acuerdo con el informe del Grupo de Memoria Histórica[3], la continuidad y permanencia de la guerra en Colombia, propiciaron el surgimiento de unas particularidades que distinguen la historia del país durante los últimos decenios: Un aparato estatal diseñado para la guerra, la violencia legítima e ilegítima como método predilecto para resolver las diferencias; impunidad y negación de la realidad que contribuyen a su distorsión y a invisibilizar e ignorar a las víctimas del conflicto.
Y esa caracterización del Estado colombiano, que se sepa, por obra y gracia del Acuerdo Gobierno-FARC, o por bendiciones del Nobel de Paz, no ha sido modificada en lo más mínimo. Por el contrario, desarmados los grupos insurgentes y atenidos a los cambios “democráticos” que buenamente permitan los grupos hegemónicos, el aparato estatal colombiano consolida su poder y asegura el monopolio de la fuerza y de las armas.
Finalmente, quienes exigen que se “prohíba” igualmente la insurgencia, deberían recordar que el preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos, consagra “el supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión” en tanto elevada aspiración humana por “un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias”.
JOSÉ HILARIO LÓPEZ RINCÓN
30 de agosto de 2017
Imagen tomada de: http://www.patriesvanelsen.nl/punk.S.html
NOTAS
[1] ¿Cuál legitimidad? ¿La que brinda el poder de las armas o acaso la que da una democracia de 60% de abstención?
[2] Ricoeur, P. Historia y Verdad. (3ª ed.). Madrid: Ediciones Encuentro
[3] Centro Nacional de Memoria Histórica – Grupo de Memoria Histórica (2013). ¡BASTA YA! Colombia: Memorias de guerra y dignidad. Bogotá: Imprenta Nacional.