La existencia de grupos significativos de ciudadanos o movimientos por firmas para presentar candidatos a cargos de elección popular surgió con la Constitución de 1991 con el ánimo de democratizar la política (artículo 108). Posteriormente, las leyes 130 y 134 de 1994 y la 1475 del 2011, entre otras, desarrollaron estos grupos y determinaron el número de apoyos o firmas ciudadanas que deben recoger para avalar aspirantes y el camino que deben seguir para ello.
El primer paso es inscribir ante la Registraduría un comité promotor del grupo por firmas, al cual le será entregado el formulario para que proceda al recaudo de las mismas. Una vez conseguidas estas, dicho comité debe presentarlas ante la misma entidad electoral para que sean verificadas y, en caso de superar el mínimo exigido, se les entregue una certificación que así lo indique. En el caso de los candidatos a la Presidencia, la ley 996 de 2005 o Ley de Garantías, establece que para inscribir candidatos a la Presidencia de la República los grupos significativos de ciudadanos deben reunir un número de firmas válidas equivalentes al 3 % del total de los votos válidos de la última elección a ese cargo.
Las ventajas de la recolección de firmas con respecto a las normas que rigen la actuación de los partidos políticos son muchas. En efecto, la posibilidad de garantizar un aval sin la competencia interna de los partidos, la libertad de hacer alianzas con otras colectividades, el baño de independencia y la posibilidad de empezar la campaña medio año antes de lo normal, son los incentivos que explican, en parte, el boom que se ha desatado de candidaturas presidenciales por firmas.
Que a este mecanismo recurran candidatos que no pertenecen a partidos con personería jurídica es comprensible dado que no cuentan con organizaciones poderosas. Sería el caso de precandidatos presidenciales como Sergio Fajardo, Clara López, Alejandro Ordóñez, Gustavo Petro, Piedad Córdoba o Juan Carlos Pinzón. Lo es menos en el caso de Germán Vargas Lleras o Marta Lucía Ramírez por cuanto, como lo afirmara el senador por el Partido Liberal, Guillermo García Realpe: “Lo que no es aceptable ni legitimo es que militantes expresos de partidos políticos tradicionales hoy se escuden de movimientos ciudadanos y por lo tanto opten por la estrategia de la recolección de firmas para disfrazarse de políticos alternativos”. Para algunos analistas este proceder sería una avivatada fundamentada en los vacíos de la norma que permitiría a connotados miembros de partidos reconocidos contar con más tiempo que el previsto por la ley para adelantar sus campañas políticas y evadir controles relacionados con la financiación. Sin embargo, también cabe tomar en cuenta otros factores.
Un primer punto relacionado con el auge de firmas se debe a las constantes investigaciones que adelanta la Fiscalía por corrupción de muchos políticos. La recolección de firmas permitiría a los que aspiran a ocupar el solio de Bolívar agrupar más sectores sin cargar el peso del desprestigio de sus partidos. Una estrategia electoral para tomar distancia de los partidos sin romper amarras. Otro factor está relacionado con el personalismo que rechaza los mecanismos propios de toda organización y desemboca en prácticas caudillistas y populistas.
Estos hechos cuya expresión más contundente se concreta en la necesidad de planear estrategias basadas en la necesidad de concertar coaliciones son, empero, la traducción de fenómenos que tienen largas raíces en la práctica política colombiana y albergan efectos tanto negativos como positivos para la democracia.
En primer lugar, como es de consenso general, la corrupción que ha carcomido los fundamentos éticos de la política, así como el clientelismo fundamentado en lealtades personales y familiares que legitiman el nepotismo y debilitan la cultura cívica. Un comportamiento que avalaría la tesis según la cual los partidos han dejado de ser organizaciones que agregan y canalizan intereses y se han convertido en maquinarias electorales a la vez que, como lo afirma Anthony Downs, lo que mueve a los políticos no es un pretendido interés general sino el ingreso, el prestigio y el poder. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, el sentimiento de los ciudadanos de no verse representados ni tomados en cuenta en las instancias políticas, sentimiento que conduce a la indignación y el desencanto con la política oficial pero que también pueden dar cabida a la búsqueda de nuevos liderazgos en un contexto en el que el conflicto armado ha dejado de ser el referente divisorio de la sociedad colombiana y favorece un renacer de la sociedad civil.
En términos teóricos es fundamental que la sociedad no caiga en un peligroso desencanto del sistema democrático ante el grado de la penetración de la corrupción. Para ello sería necesaria una actuación contundente de los tribunales y después la puesta en marcha de medidas de control y transparencia que eviten el saqueo de las arcas públicas pero esto último no puede hacerse sin una transformación profunda de la clase política y de sus principios y prioridades. ¿Será posible que esto ocurra algún día o seguirá primando la impunidad, causa última de lo que hoy vive el país?
RUBÉN SÁNCHEZ DAVID
Deja un comentario