El mercado laboral rural se viene deteriorando. Mientras en el primer trimestre de 2016 la tasa de desempleo de los “centros poblados y rural disperso” fue de 5,9%, en el primer trimestre de 2019 llegó a 7%. El número de desocupados pasó de 290 mil en el primer trimestre de 2016 a 356 mil en el mismo período de 2019.[2] Lo grave es que el sesgo anti-empleo de la economía rural es un rasgo estructural: “mientras la elasticidad promedio del empleo al crecimiento de la economía en el período 2002-2013 es de 0,52, la elasticidad promedio del crecimiento del empleo en las zonas rurales al crecimiento del PIB agropecuario es de -0,52 en el mismo período” (Uribe & Vélez, 2018, p. 23). La ganadería extensiva; el crecimiento de los cultivos permanentes propios de la agroindustria en detrimento de los cultivos transitorios (asociados a la economía campesina) y, las economías de enclave vinculadas a los megaproyectos y a las explotaciones mineras, configuran una economía política rural incapaz de incorporar en condiciones productivas y remunerativas a la mayor parte los habitantes del campo. El testimonio de un campesino de Carmen de Bolívar ilustra el punto con elocuencia: “Los agricultores de Montes de María estamos viviendo de cuatro cosas: venta de minutos de celular, ventas ambulantes de tinto, mototaxismo y ventas de chance: Ninguna de esas actividades nos permite alimentar a la familia” (citado por Reyes, 2016, p.138).
La Reforma Rural Integral incluida en el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera no se hizo para complacer a la guerrilla. Se firmó para comenzar a revertir la serie de injusticias históricas de las que ha sido víctima el campesinado colombiano desde la época de las instituciones coloniales de la encomienda y el repartimiento. No obstante, las fallas en el inicio de la implementación del acuerdo durante el gobierno de Juan Manuel Santos y la abierta animadversión del gobierno actual hacia el mismo, además de otros factores, están conduciendo a los campesinos de Colombia, y con ellos a la comunidad política nacional, hacia una nueva derrota.
El texto se divide en tres partes. La primera corresponde a esta breve introducción. La segunda hace un breve recorrido histórico por las derrotas del campesinado colombiano. La tercera explica las razones por las cuales el “Pacto por la Equidad” acentúa lo que he llamado el “sesgo anti-campesino de nuestro estilo de desarrollo” (Uribe, 2013)
Un registro histórico de injusticias
La historia del campesinado colombiano es una secuencia de derrotas. En las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX, los terratenientes interesados en la exportación de materias primas enfrentaban la escasez de mano de obra. El trabajo de la historiadora Catherine LeGrand (1986) muestra que aquellos despojaban a los campesinos de sus tierras con el propósito de transformarlos en jornaleros en sus haciendas. Era común –muestra LeGrand- que esos despojos se llevaran a cabo con la complicidad de alcaldes, jueces y agrimensores. En 1926, la Corte Suprema de Justicia trató de ponerle coto a esa situación al dictaminar que sólo el título original era válido como prueba de la propiedad sobre la tierra. Muchos campesinos, conscientes de que los hacendados no poseían esos títulos, se movilizaron para invadir los predios apropiados por estos. La Ley 200 de 1936 fue expedida con el propósito de canalizar las tensiones sociales en el campo y evitar la violencia que ya se gestaba. La ley eliminó la disposición de la Corte y la sustituyó por la amenaza de la expropiación en caso de que las fincas no fueran usadas en forma productiva. Desafortunadamente, los requisitos de expropiación resultaron muy favorables para los terratenientes: al menos la mitad de cada predio debía usarse productivamente y el plazo para hacerlo era de quince años.
Tras los limitados intentos reformistas de la Revolución en Marcha de Alfonso López Pumarejo (1934-1938) vino La Pausa de Eduardo Santos (1938-1942) y luego, lo que Daniel Pécaut (1987) bautizó como la “restauración elitista” de los gobiernos conservadores de Mariano Ospina (1946-1950) y Laureano Gómez (1950-1951). El acaparamiento de tierras constituyó el telón de fondo de La Violencia de las décadas de 1940 y 1950. Entre 1931 y 1945 la privatización de baldíos aumentó a una tasa de 60 mil hectáreas por año; entre 1946 y 1954 la tasa anual de incremento pasó a 150 mil hectáreas y llegó a 375 mil hectáreas entre 1955 y 1959 (Berry, 2002).
Al comenzar el Frente Nacional y en el contexto de la Alianza para el Progreso promovida por John F. Kennedy, la presión estadounidense condujo al gobierno de Alberto Lleras (1958-1962) a la expedición de la Ley 135 de 1961 conocida como “ley de reforma social agraria”. Esa ley tenía propósitos redistributivos que nunca se llevaron a cabo. Albert Hirschman (citado por Thorp, 1998), se refirió a esta como a un “reformismo sin reformas” debido a que la norma no asignó ni las facultades ni los recursos necesarios al Incora (Instituto Colombiano de la Reforma Agraria), entidad responsable de su implementación. Más tarde, Carlos Lleras (1966-1970) intentó impulsar nuevamente la reforma mediante la Ley 1 de 1968. En un claro ejemplo de las consecuencias no intencionadas de la acción, la ley agilizó los trámites para expropiar tierras inadecuadamente explotadas y entregarlas a los aparceros que estuvieran laborando en ellas; sin embargo, esto incentivó a los propietarios a acelerar la expulsión de sus arrendatarios y estos reaccionaron con amplias movilizaciones de invasión de tierras.
El gobierno de Misael Pastrana (1970-1974) no sólo reprimió militarmente a los campesinos que invadieron las tierras de las que habían sido expulsados, sino que infiltró y dividió la organización social que Carlos Lleras había contribuido a crear: la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos. La organización quedó escindida entre la “línea Sincelejo” y “la línea Armenia” (cooptada por los intereses de los grandes propietarios).
Pastrana fue más allá en su empeño anti-campesino. Su ministro de agricultura, Hernán Jaramillo Ocampo, reunió en enero de 1972 en la sede de la Caja Agraria en el municipio tolimense de Chicoral a congresistas de los dos partidos tradicionales y a representantes de los gremios rurales. La ANUC fue excluida. El documento que firmaron allí, conocido como Acuerdo de Chicoral, propuso una serie de acciones orientadas a desmontar paulatinamente al Incora y hacer más exigentes y burocráticos los requisitos de expropiación. La reforma agraria quedó descartada y en su lugar se llevó a cabo una política de “desarrollo rural integrado” orientada a la introducción de agroquímicos, la promoción de la agroindustria y el incremento significativo de la relación capital ∕ empleo. Los programas de “desarrollo rural integrado” beneficiaron a muy pocas familias campesinas con tierras próximas a los mercados sin afectar la estructura de la propiedad y sin favorecer a la mayoría de los pequeños propietarios de tierra (Puyana, 2002).
En la década de los ochenta, los narcotraficantes buscaron convertirse en nuevos propietarios de tierras, contribuyendo en forma dramática a la concentración de la propiedad rural y a la expulsión de los campesinos hacia zonas cada vez más alejadas de la frontera agraria. Los programas de apertura y liberalización de la economía en la década de los noventa, también alentaron la expulsión del campesinado hacia territorios alejados de los mercados y de los bienes públicos.
En los noventa, las exportaciones petroleras, la simultaneidad de la liberalización comercial y cambiaria, el déficit fiscal y las elevadas tasas de interés, configuraron el cuadro clínico de la enfermedad holandesa (aumento relativo del precio de los bienes transables sobre los no transables en desmedro de la competitividad de los primeros). En ese contexto, el aumento relativo del costo de la mano de obra con respecto a los insumos y al capital alentó una recomposición de la agricultura a favor de los cultivos permanentes (agricultura de plantación) y en contra de los cultivos transitorios (correspondientes en su mayor parte a la economía campesina).
Ante la estrecha relación entre alta concentración de la tierra y baja competitividad de la agricultura, la Ley 160 de 1994 buscó crear un mercado de tierras entregando subsidios individuales a campesinos para la compra de predios. Evidentemente, una reforma agraria negociada en el mercado, en un contexto de apropiación extorsiva de la tierra, sin información catastral confiable y sin recursos presupuestales suficientes, estaba condenada al fracaso.
Refiriéndose a las últimas décadas del siglo XIX colombiano, LeGrand (1986) afirma que a la par que se promovió la exportación de bienes primarios, “aumentó la concentración de la tenencia de la tierra a través de un proceso de desposeimiento de miles de colonos” (pp. 127-128). Las palabras de LeGrand aplican también a lo ocurrido a fines del siglo XX y comienzos del XXI. Por ejemplo, aplican al caso de las comunidades afrodescendientes de Jiguamiandó y Curvaradó en el Chocó:
“[E]n estas comunidades las localidades beneficiadas por la titulación comunitaria derivada de la ley 70 de 1993, fueron expulsadas por la acción de grupos paramilitares apoyados por unidades del ejército y luego sometidas a procesos judiciales que llevaron a la expropiación de parte de su territorio, del que se adueñaron varias empresas productoras de palma aceitera, banano y ganados” (Fajardo, 2009, p. 200).
Una nueva derrota
En los últimos años, el otorgamiento desmedido de licencias mineras que, en 2013, llegaron a abarcar casi 6 millones de hectáreas (Roldán Ortega, 2014, p. 532); la puesta en marcha de megaproyectos cuyos costos sociales y ambientales son desbordados e infames (como ha quedado en evidencia con el caso de Hidroituango y como se pretende hacer con la absurda propuesta de un puerto en el golfo de Tribugá); la expansión de cultivos de tardío rendimiento como la palma de aceite que goza de generosas exenciones tributarias; la precariedad de la institucionalidad rural y la improvisación permanente en el sector; la escasez de recursos para la inversión rural agropecuaria que suele estar por debajo del 1% del PIB y, finalmente, la estigmatización del campesinado y el asesinato sistemático de sus líderes sociales, son factores que hacen pensar que estamos ante una nueva “restauración elitista” violenta que busca no sólo boicotear reformas como la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras sino también, echar a perder la oportunidad de convertir el proceso de implementación del Acuerdo de Paz con las Farc, en una coyuntura crítica apropiada para inaugurar una senda diferente de construcción de la amistad cívica y del buen vivir al interior de nuestra comunidad política nacional.
El plan de desarrollo del presidente Duque, llamado equívocamente “Pacto por la Equidad”, y el articulado del mismo aprobado en la Cámara de Representantes, plantean una nueva derrota del campesinado colombiano y un reforzamiento del sesgo anticampesino de nuestro estilo de desarrollo. Hay al menos dos razones.
En primer lugar, el plan de desarrollo traiciona los compromisos adquiridos por el Estado colombiano con el acuerdo de paz. Algunos de los aspectos medulares de la Reforma Rural Integral no son visibles: El Fondo de Tierras, la Jurisdicción Agraria, las Zonas de Reserva Campesina y las estrategias orientadas a lograr un balance entre agricultura familiar y agricultura comercial de gran escala. Sobre los PDET, el artículo 281 propone una “Hoja de Ruta Única” para la implementación de lo que el plan denomina “política de estabilización”. Esa hoja de ruta, definida por la Consejería para la Estabilización y la Consolidación deberá coordinar los PDET, los Planes de Acción para la Transformación Regional, los Planes Nacionales Sectoriales, los Planes Integrales de Sustitución y Desarrollo Alternativo y los Planes Integrales de Reparación Colectiva.
Con los términos “estabilización” y “consolidación” se renuncia al lenguaje de la reconciliación y la construcción de la paz. Se trata de una renuncia que significa sustituir la deliberación y la construcción colectiva desde abajo por la de la despolitización y la escogencia tecnocrática desde arriba. ¿Cuál será la estrategia para coordinar los PDET y los Planes de Acción para la Transformación Regional con los Planes Integrales de Sustitución y Desarrollo Alternativo si lo que el gobierno ha planteado es el regreso al fallido enfoque represivo en materia de cultivos ilícitos? ¿Cómo van a concretarse los llamados “Pactos Territoriales” de los que habla el artículo 252 mientras se reanuda la fumigación con glifosato? ¿Cómo se tendrán en cuenta las voces de las comunidades si ya está claro que en materia minera el gobierno aspira a consolidar una auténtica dictadura extractivista que pretende ignorar por completo las decisiones que comunidades y autoridades locales toman sobre el uso del suelo en sus territorios?
En segundo lugar, el plan de desarrollo traiciona los compromisos adquiridos no sólo por el Estado sino por el actual gobierno. Duarte (2019) advierte que el gobierno está incumpliendo los acuerdos firmados este año con la Minga Suroccidente. En esos acuerdos, los delegados del presidente aceptaron incluir en el plan de desarrollo la construcción de una política pública de reconocimiento de derechos del campesinado. El gobierno incluyó un artículo que menciona la política omitiendo a los campesinos como sujetos de derechos y evitando identificar los recursos presupuestales necesarios para el proceso de construcción participativa de la política.
Para el “Pacto por los recursos minero-energéticos para el crecimiento sostenible y la expansión de oportunidades” se destinan ocho veces más recursos que para el punto “Campo con progreso: una alianza para dinamizar el desarrollo y la productividad de la Colombia rural” incluido dentro del Pacto por el Emprendimiento. Es decir, en las estrategias de promoción de la agricultura comercial. En el “Pacto por la equidad: política social moderna centrada en la familia, eficiente, de calidad y conectada a mercados”, el campesinado no aparece. Este plan renuncia a la Reforma Rural Integral y a la posibilidad de corregir una injusticia histórica. Así las cosas, la secuencia de derrotas del campesinado colombiano continúa. El nombre de Iván Duque figurará en la historia junto con los de aquellos que siempre han vetado las transformaciones democráticas.
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Mauricio Uribe López
Foto obtenida de: Grupo Semillas
[1] Cifras del Dane para 2018. https://www.dane.gov.co/index.php/estadisticas-por-tema/pobreza-y-condiciones-de-vida/pobreza-y-desigualdad/pobreza-monetaria-y-multidimensional-en-colombia-2018
[2] Cifras del Dane. https://www.dane.gov.co/index.php/estadisticas-por-tema/mercado-laboral
Referencias
Berry, Albert (2002) “¿Colombia encontró por fin una reforma agraria que funcione?” en Revista de Economía Institucional 4(6), 24-70.
Duarte, Carlos (2019). ¿Democracia de la Desconfianza? DNP le queda mal a los campesinos. Portal la Silla Vacía: https://lasillavacia.com/silla-llena/red-rural/democracia-de-la-desconfianza-dnp-le-queda-mal-los-campesinos-70891 (Consultado el 15 de mayo de 2019).
Fajardo Montaña, Darío (2009). Territorios de la Agricultura Colombiana. Bogotá, Universidad Externado de Colombia.
LeGrand, Catherine (1986 [2007]) “Los Antecedentes Agrarios de la Violencia: El Conflicto Social en la Frontera Colombiana, 1850-1936” en G. Sánchez y R. Peñaranda (Eds), Pasado y Presente de la Violencia en Colombia (pp. 119-137). Bogotá: La Carreta Editores, Universidad Nacional de Colombia.
Pécaut, Daniel (1987 [2012]). Orden y Violencia: Colombia 1930-1953. Medellín: Fondo Editorial EAFIT.
Puyana, Alicia (2002)., “Rural poverty and policy: Mexico and Colombia compared” en C. Abel y C. Lewis (Eds), Exclusion and Engagement. Social Policy in Latin America (pp. 378-407). Londres: University of London.
Reyes Posada, Alejandro (2016). La Reforma Rural para la Paz. Bogotá: Debate.
Roldán Ortega, John Jairo (2014). “Demografía y Minería en Colombia” en J. Benavides (Ed.), Insumos para el Desarrollo del Plan de Ordenamiento Minero (525-571). Bogotá: Cider, Universidad de los Andes.
Thorp, Rosemary (1998). Progreso, Pobreza y Exclusión: Una Historia Económica de América Latina. Washington: BID, UE.
Uribe López, Mauricio (2013). “Estilo de Desarrollo y Sesgo Anticampesino en Colombia” en Cuadernos de Economía 32 (60), 505-535.
Uribe López, Mauricio & Sara Vélez Zapata (2018). “Ruralidad, Paz y Estatalidad en Colombia” en J. Giraldo. (Coord.), Contribuciones de la Universidad a la Agenda de La Habana (pp. 14-54), Medellín: Fondo Editorial EAFIT.
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