En mi artículo del mes pasado —Ascensión y caída de los partidos políticos—, reflexioné acerca de su incapacidad para establecer el bien y la justicia, su maldad constitutiva, su apuesta por la pasión versus la razón, su vaguedad ideológica, su criterio sobre el bien en función de su crecimiento cuantitativo, el totalitarismo parlamentario y la vinculación del poder político a las mentiras.
Por desgracia para la ciudadanía, la subjetividad de los partidos políticos acerca del bien ejerce una presión extremadamente radical sobre el pensamiento de las personas. Proclaman públicamente su criterio y lo defienden como si fuese el único verdadero. Pero la realidad no tiene miedo y confirma que los partidos políticos son organismos públicos que matan el auténtico significado del bien y de la justicia.
La propaganda como correa de transmisión de la mentira
Si los partidos políticos no hiciesen propaganda, desparecerían. Por eso, quienes aspiran al poder la utilizan. Ahora bien, el objetivo de la propaganda no es transmitir la verdad, sino persuadirnos sus ejecutores para someternos y, si bien los políticos aseguran que educan a quienes se acercan a ellos, mienten, porque lo que realmente practican es su «domesticación» para imponer a hierro y fuego su pensamiento.
¿Qué ocurriría si algún afiliado practicase el bien público y la justicia en todos los asuntos que surgiesen sin tener en cuenta las directrices del partido al cual pertenece? Se le perseguiría encarnizadamente, ya que sus camaradas lo acusarían de traición. Le quedaría optar por los objetivos del partido al cual pertenece o por el bien público y la justicia, en cuyo caso sería expulsado.
La triple mentira a la que se enfrenta el político honesto
Si solo hay una verdad acerca del bien y la justicia, únicamente podrá ser fiel a dicha verdad, pero no se lo podrá decir a su partido para que no lo persiga. Sin embargo, al ocultárselo se convierte en un mentiroso. Por tanto, para ejercer el bien y la justicia de forma eficaz tiene que practicar la mentira —el mal— con su partido. En consecuencia, es imposible ser honesto manteniendo la libertad interior y la disciplina exterior. además, también mentiría al público.
Ante la triple mentira —mentirse a sí mismo, mentir al partido o mentir al público— la única solución es disolver los partidos. Tanto si hay políticos honestos como si todos son deshonestos.
La corrupción inherente al punto de vista personal
Los partidos políticos afirman que la justicia y la verdad dependen exclusivamente del punto de vista personal; afirmación que emana de una ideología envenenada, pues solo existe una verdad y quienes lo niegan o bien se equivocan y manifiestan su ignorancia o mienten y, entonces, son corruptos.
Los problemas públicos a los que se enfrentan diariamente los políticos son demasiado complejos como para discernir la verdad en todos y cada uno de ellos y, al mismo tiempo, defender la actitud del partido al que se pertenece si este impone el punto de vista personal.
El sistema actual de partidos constituye una clara manifestación de la dualidad premio-castigo. Los políticos que optan por ningunear justicia y bien público no son perseguidos, pero son corruptos por prometer a sus seguidores lo que jamás cumplirán. Los que eligen la honestidad sufren severas penalizaciones de su partido por «indóciles», lo que afecta a sus carreras, sentimientos, amistades, reputación, honor y vida familiar. Incluso su vida se ve amenazada. Le ocurrió al político sueco Olof Palme. En consecuencia, no pueden actuar de forma eficaz.
Por tanto, si exceptuamos algún caso singular, los partidos políticos son el aparato más efectivo para desatender el bien, la verdad y la justicia.
Influencia de la Iglesia católica
Ha sido decisiva en la estructura de los partidos políticos. Es la que más ha exigido el acatamiento de los conversos a sus artículos. En caso contrario, solo les queda el anatema. En la estructura eclesial, cualquier intento de establecer el bien y la justicia se convierte en sometimiento a una enseñanza estipulada sin reflexión ni búsqueda de la verdad.
La Reforma y el Humanismo renacentista fueron los primeros en oponerse a los principios canónicos de la Iglesia católica. Sus herederos fueron los principios de la Revolución Francesa, aunque el sistema democrático que generaron, consolidó un sistema de partidos en el que cada uno era una «Iglesia» particular que excomulgaba a quienes, desde dentro, se le enfrentaban. Desgraciadamente, la fe ciega en los partidos ha contaminado la vida mental de la época contemporánea.
Resulta más cómodo no pensar
Quien se adhiere a un partido de buena fe es porque ha creído en su propaganda, ya que es imposible que sepa de qué forma actuará dicho partido ante todos los problemas que vayan surgiendo. Con todo, a medida que vaya conociendo sus posturas y decisiones, o bien las acepta sin cuestionarlas o es anatemizado, perseguido y expulsado. Pero las personas prefieren no pensar.
Los partidos fabrican pasiones colectivas y son formaciones artificiales
Como constata la historia, se trata de una energía que los partidos utilizan para practicar la propaganda en el exterior y la presión en el interior, que nos vuelve sordos y ciegos y nos empuja al encarnizamiento contra quienes no son como nosotros, aunque sean inocentes. No obstante, nadie piensa en suprimirlas, a pesar de consistir en un mal en estado puro, no solo como principio sino también por sus efectos prácticos. ¿Por qué, pues, no suprimir los partidos si alimentan el mal en estado puro?
También son formaciones artificiales que poco tienen que ver con verdaderas afinidades. Es conocida la anécdota de una discusión entre un comunista y un nazi en una calle de la Alemania de 1932. De repente, descubrieron que estaban de acuerdo en todos los puntos.
La perversión de los términos «a favor» y «en contra»
Cuando una ley es imparcial y equitativa y está fundada en una imagen del bien público que el pueblo asimila fácilmente, debilita las prohibiciones de los partidos porque vence a la mentira y el error.
Sin embargo, aunque suprimir los partidos políticos no conllevaría ningún inconveniente y sanearía la vida de la colectividad porque el espíritu de partido lo contamina todo, es una medida con pocas posibilidades de éxito. En efecto, el prestigio del poder es tal que las instituciones que controlan la vida pública influyen en el pensamiento total del país. Lo vemos en la incidencia que está teniendo la política europea al imponernos un rearme.
Hoy no existe ningún entorno en el que no se tome posición «a favor» o «en contra» de algo, sin una argumentación previa. Es consecuencia del influjo de la adhesión a un partido o de su rechazo. Nos podemos encontrar con gente que respeta las opiniones con las que dice estar en desacuerdo; otra gente no admite nada que le sea contrario, propio de un espíritu totalitario. El resultado es la pérdida de sentido de lo que es verdadero y falso.
Además del político, donde más abundan las opiniones «a favor» y «en contra» es en los ámbitos científico, artístico, literario y religioso. No hace falta recordar las actitudes ante el cambio climático, la COVID-19 o las vanguardias artísticas y literarias.
En las escuelas, tampoco se estimula el pensamiento racional y crítico, pues se invita a los niños a tomar partido «a favor» o «en contra» de algo sin que aporten argumentos. Se acercaría más a la verdad proponerles que meditasen sobre un texto y expresasen sus reflexiones. Esos «a favor» o «en contra» han sustituido la necesidad de pensar y de constituir corpus de pensamiento complejo, consecuencia de las estructuras organizativas de los partidos políticos.
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*Jugando el partido, es el título de una novela de Ian Buruma en la que el criquet actúa como una metáfora de la política.
**Simone Weil era una decidida partidaria de la disolución de los partidos políticos y este artículo ha tomado algunas de sus reflexiones como referentes.
Pepa Úbeda
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