La persecución por parte de un sistema odiado procura al líder popular la condición anímica previa para su posterior y decisivo éxito entre las masas, pues con cada prueba la aureola del futuro líder se acrecienta ante el pueblo hasta alcanzar el plano místico.
Stefan Zweig, Castellio contra Calvino
En San Basilio de Palenque, el presidente afirmó tajantemente que “el poder es la comunicación”, y a la prensa colombiana la calificó de “goebbelsiana”. Hace poco, en otra intervención, se refirió a las muñecas de la mafia y causó revuelo. Esta crítica fue tajante, pero no absoluta, ni siquiera general: en realidad se refería muy especialmente a casos bien particulares. Los oportunistas, en cambio, enemigos acérrimos del presidente y defensores ocasionales de la mujer, salieron a decir que Gustavo Petro había irrespetado a las mujeres y a las periodistas. ¡Ni una cosa, ni otra! Quisieron invertir la situación para propiciar un error lógico evitable con un simple silogismo. Pero lo de ellos no es pensar, sino tergiversar para engañar más fácil: que las muñecas de la mafia sean mujeres no quiere decir en absoluto que todas las mujeres sean muñecas de la mafia. Además, no toda mujer es periodista, ni toda periodista está comprometida con la mafia y sus intereses económicos. Es inevitable oír esa expresión y no invocar a “las dos monitas” (así se le conocía al dúo que aportó bastante a la legitimación ideológica del proyecto paramilitar de las AUC a principios del dos mil desde la cadena RCN)[1]. Así pues, el presidente no se refirió en absoluto a las mujeres, sino a un grupito de mujeres que, fingiendo ejercer de “periodistas”, prestan sus servicios a poderes reaccionarios y mafiosos.
Argumentando la necesidad de una política de hierro dirigida por una mano dura, se defendió un proyecto (para) militar con la intención de dar lugar a un “Estado fuerte”, para lo cual la ultraderecha se esforzó por configurar un Estado autoritario y someter a la sociedad a un estado de terror con el pretexto de brindar seguridad. Sin embargo, un Estado fuerte no es aquel que se comporta como un poder totalitario. La debilidad o fortaleza de un Estado no se mide por la magnitud ni la frecuencia con que hace uso de la fuerza. La agresión y la violencia regular no son signos de poder político: todo lo contrario, son símbolos de su fracaso. Estado débil es aquel que se encuentra doblegado porque su poder está focalizado en sectores que lo usurpan: gamonales de provincia, gremios y banqueros, empresarios, ganaderos, políticos, narcotraficantes, paramilitares, bandas criminales, señores de la guerra, propietarios de la tierra, etc.
Un Estado fuerte, por el contrario, no acude a la violencia sino como último recurso. Su poder está tan afianzado que casi no precisa de un mandato expreso o una actitud amenazante y coactiva. Un poder autoritario no puede prescindir de la amenaza y la sanción. La “mano dura” del expresidente Uribe es, en realidad, el signo de un poder muy blando e inseguro: “La ley no se basa en la espada. Y poco poder tiene quien únicamente sea capaz de imponer su voluntad en virtud de una sanción negativa” (Han, 2017, p. 31)
Sin embargo, quien hace de la guerra y de la fuerza condiciones de existencia para su conservación, el recurso al terrorismo, el crimen y la intimidación se hacen imprescindibles para mantener activo su poder basado en la violencia. Para que esta sea duradera debe ser perpetuada con la construcción discursiva de un enemigo absoluto y radical sobre el cual solo cabe el exterminio. Por eso el genocidio ha sido el crimen típico, por acción u omisión, de nuestros ilustres gobernantes.
El genocidio de El Dovio, el genocidio de Fresno, el genocidio de Irra, el genocidio de Salento, el genocidio de Armero, el genocidio de La Línea, el genocidio de Letras, el genocidio de Icononzo, el genocidio de Supía, el genocidio de Anserma, el genocidio de Cajamarca, el genocidio de El Águila, el genocidio de Falan, ¿quién los recordaba? Colombia no, la desmemoriada: yo que no olvido. ¡Cómo olvidar! Si lo que hicimos entonces es insuperable, nuestro non plus ultra; entonces, cuando Colombia fue más Colombia que nunca” (Vallejo, 2016, p.39)
Un régimen tan agresivo de muerte y corrupción ha logrado persistir en Colombia en gran parte por la propaganda de medios hegemónicos de comunicación que han apostado por campañas masivas de desinformación y legitimación de formas especiales de violencia para mantener, como sea, cautiva a la inmensa audiencia a la que se dirige.
Durante mucho tiempo, estos medios han sostenido una intención comunicativa cuyo lenguaje simula ser mera referencia a hechos y sucesos. Pero el lenguaje, que no puede ser neutral ni cumple una función simplemente denotativa, está cargado de interpretaciones y a través de él se expresa un mundo previamente valorado. En Colombia, el lenguaje de la comunicación de los grandes medios de televisión y radio ha sido hasta ahora un lenguaje de odio y guerra. Como instrumento de persuasión altamente sugestivo, la prensa dominante ha hecho de su oficio un quehacer antisocial.
A pesar de la diaria política de destrucción sobre el Gobierno nacional ejercido desde las comunicaciones tradicionales en propiedad de los hombres más ricos de Colombia, el Gobierno popular del presidente Petro no ha podido ser disminuido como es su aspiración para poderlo derrocar. Quieren presentar al presidente como una figura aislada que agita las manos en un discurso autista ante un pueblo inexistente. Se autoengañan y quieren engañarnos, y no ven en absoluto que su odio por el presidente en realidad es una consecuencia del desprecio a un concepto de democracia que trascienda el corrupto marco legal e institucional vigente.
José Manuel Restrepo, un hombre de poco talento y más bien ignorante que ejerció como ministro durante el gobierno Duque y que hoy funge de rector de la Escuela de ingeniería, afirmó en su cuenta X que la institucionalidad de este país “ha permitido a nuestra nación tener la democracia más antigua y sólida de América Latina”. Este mentecato no puede darse el lujo de pensar por un momento y se limita a reproducir un lugar común de la derecha a la que pertenece, ¿acaso no le dice nada que este país sea un territorio de asesinatos y masacres? ¿No puede detenerse para revisar esa extraña mezcla de “libertades democráticas” unidas con el terror y la zozobra con que se ha oprimido a la nación? ¿No le dice nada la combinación del poder político con narcotraficantes y el maridaje entre políticos y paramilitares como ocurrió de nuevo en el Gobierno de Iván Duque del que él mismo hizo parte? No, no puede, no es suficientemente honesto para eso.
El caso es que estamos en las manos de un régimen mafioso bastante poderoso liderado por egoístas ambiciosos dispuestos a engañar, comprar, tranzar, amenazar, asesinar, sobornar e intimidar. Y poderes del Estado antes reputados han servido como cortesanos para justificar y hacer pasar por justo un sistema integral de corrupción. ¿Quién hoy puede confiar en la Corte Constitucional, en el Consejo de Estado o en el Consejo Nacional Electoral? ¿No son más bien un tribunal de ricos que administran aparatos del Estado para usarlos en favor del viejo régimen con el fin de hacer inviable este gobierno aplicando una política de oposición? El descrédito de magistrados y togados ha alcanzado un nivel extremo.
El presidente Petro sigue empeñado en su tarea de instaurar nuevos modos y órdenes en su gobierno. Como todo hombre de Estado trata de lograrlo mediante la lucha decidida y la educación del conjunto de ciudadanos, los cuales ciertamente hoy son más conscientes y están más enterados. Al contrario de los medios institucionales de comunicación que por años han sido dueños exclusivos del micrófono y la información, el presidente ha practicado un modo de decir propio de la parrhesía: habla franco, libre y atrevidamente, dice la verdad sin disimulo, sin reserva, sin censura, ni exigencias del estilo, ni juego retórico que pueda cifrar o enmascarar la realidad que quiere descubrir, incluso si resulta inconveniente o riesgoso para él mismo. Practica el arte del “desocultamiento”: aquello que poetas y filósofos de Grecia llamaban Aletheia.
La justicia consiste en otorgar a los demás el derecho que cada uno reclama para sí. Privar a los demás de los mismos derechos que reivindico para mí es la injusticia del privilegio, que para poderse asegurar necesita del uso continuo de la fuerza. Nuestra lucha hoy es contra el régimen violento de unos pocos ambiciosos que se resisten a abandonar el privilegio.
¿No habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir?
Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una desgracia: Desquite resucitará, y la tierra se volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas.
Gonzalo Arango
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[1] “Al comparar los datos, es evidente que la prensa recurre a estrategias lingüísticas para aminorar u ocultar la responsabilidad de los paramilitares en los hechos violentos y resaltar la de la guerrilla. Esta tendencia aumenta durante el período 2002 al 2006”. https://www.las2orillas.co/de-por-que-odiamos-a-las-farc-y-no-tanto-a-los-paras/ (2016).
David Rico Palacio
Foto tomada de: Unidad de Víctimas
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