La Comisión Asesora de Relaciones Exteriores (en adelante, la Comisión) es una institución creada por la Constitución de 1991. Como muchas otras de sus disposiciones, el artículo 225 que la establece encarna una noble intención, pero no va más allá. No puede hacerlo. Su vigencia depende de la dinámica política la cual, regulada por otras instituciones de la misma Constitución de 1991, ha entrado en una fase de polarización que impide la necesaria articulación de intereses nacionales en la esfera internacional.
La noble intención de los constituyentes de 1991 era que la política exterior fuera genuinamente nacional. Si bien la propia Constitución señala que la dirección de las relaciones exteriores le corresponde al Presidente de la República (art. 189, núm. 2), este debe asesorarse de distintas personas cuya tarea es, como en otros dominios de la política pública, identificar los valores en juego en cada decisión, los medios más apropiados para alcanzar ciertos fines y las consecuencias que se seguirían de seguir uno u otro curso de acción.
El Presidente no está obligado a seguir el consejo que le den. Si lo estuviera, ya no sería el director de las relaciones internacionales. Por esta razón, me parece desacertada la propuesta de Laura Gil, de darle obligatoriedad a las decisiones de esta Comisión. Dejaría de ser asesora para convertirse en directora de las relaciones internacionales. Como en el caso de los constituyentes de 1991, la intención es noble, pero no pasa de una buena intención. El problema fundamental sigue siendo qué incentivos le proporcionan las normas formales (las instituciones políticas) y las informales (la cultura política) a los actores políticos para llegar a consensos acerca de cuáles son los intereses nacionales en la esfera internacional, intereses que van más allá de las diferencias que pudiesen existir en muchos dominios de la política interior.
De acuerdo con la Ley 68 de 1993 que regula su funcionamiento, esta Comisión debe reunirse por lo menos cada dos meses ya sea para obrar como cuerpo consultivo o para recibir informes de la Cancillería. La presencia de 6 miembros del Congreso, 3 del Senado y 3 de la Cámara, 2 delegados del Presidente, así como de los expresidentes de la República, tiene como propósito que los asuntos en cuestión sean considerados desde diversos puntos de vista. En su extraordinario estudio sobre la crisis de los misiles en Cuba en 1962, Graham Allison encontró que uno de los problemas más graves del proceso de toma de decisiones por parte del presidente Kennedy fue la prevalencia del pensamiento de grupo. Este es un fenómeno descrito por la psicología social como la inhibición que sienten los miembros de un grupo para disentir de la mayoría. En la medida en que ningún disenso se expresa, artificialmente se genera la sensación de que el grupo tiene un mismo pensamiento, lo cual puede ser fatal en términos de ignorar los altísimos costos que podría tener una determinada decisión. La ventaja de varias perspectivas en la discusión de los asuntos de política exterior consiste, precisamente, en evitar el pensamiento de grupo.
En Colombia, sin embargo, tenemos el problema exactamente opuesto: la incapacidad para llegar a un mínimo consenso acerca de los objetivos que se deben procurar en la esfera de las relaciones internacionales. Entre más dividida y polarizada está la política interna, más difícil es que la Comisión funcione. Por supuesto, menos va a funcionar si el gobierno y la oposición se deslegitiman mutuamente. El declive en el número de reuniones de la Comisión tiene aquí su causa fundamental. Desde luego, también hay otros factores: el más prominente, la mezquindad de nuestros expresidentes para quienes parece no haber tampoco ninguna noción de intereses superiores a sus propios egos.
No creo que haya habido otro presidente en la historia de Colombia que haya deslegitimado la oposición con más ahínco que Álvaro Uribe Vélez. Me refiero, por supuesto, a la oposición representada en el Congreso, no a las formas de oposición extrainstitucional que, por su propia naturaleza, generan dinámicas de deslegitimación. En países donde la oposición es reconocida como un interlocutor válido y, por supuesto, donde esa oposición es leal en sus críticas al gobierno y consciente de su responsabilidad en asuntos de carácter nacional, el gobierno puede convocarla a darle informes de política exterior y de inteligencia. Aquí, donde la oposición tiende a ser desleal y a actuar con poca responsabilidad, ¿qué gobierno va a querer compartir qué información con la oposición? Esto aplica tanto a la oposición de izquierda como a la de derecha. No lo digo por asumir un sentido de falsa equidistancia. A la vista están las actuaciones de cada facción, como deberíamos designarlas propiamente.
En efecto, no es sólo el gobierno el que ha deslegitimado la oposición. Es también la oposición la que ha deslegitimado al gobierno. El expresidente Uribe nunca aceptó que el entonces presidente Santos le diera un viraje a la política externa e interna. El acercamiento al régimen autoritario de Hugo Chávez tenía un claro propósito estratégico: obtener su colaboración para ponerle el fin al conflicto armado, proporcionándole incentivos al régimen chavista para que dejara de ser la retaguardia de las guerrillas colombianas. Para Uribe, aparentemente, sólo existía un único camino: la confrontación militar, incluso al grado de arriesgar una confrontación militar con Venezuela, que habría sido absolutamente devastadora para ambos países.
La actitud facciosa de la oposición de Uribe también salió a relucir con ocasión del fallo de la Corte Internacional de Justicia en el caso del diferendo con Nicaragua. Una oposición responsable habría formulado propuestas sensatas acerca de la manera de asumir una decisión lesiva de los intereses nacionales. La oposición de Uribe consistió en el llamado a desobedecer ese fallo, lo que nos pondría en la condición de país paria del sistema internacional, en contravía de una tradición en política exterior en la cual Colombia siempre ha propugnado por el respeto al derecho internacional. Uribe, quien como presidente desconoció esa tradición al apoyar la guerra de Estados Unidos en Irak, una guerra abiertamente ilegal, no tuvo escrúpulo alguno para proponer sacarle el quite al fallo de la Corte Internacional.
¿Qué decir de la oposición de izquierda? Es francamente un acto de leguleyismo esperar que la Comisión funcione apelando al expediente de una orden de un juez. Los jueces del caso, en primera y en segunda instancia, fallaron en derecho, pero es claro que su decisión no puede crear de la nada las condiciones necesarias para que una institución funcione. En efecto, si la oposición deslegitima continuamente al gobierno, ¿puede esperar esa oposición que el gobierno la invite a escuchar su consejo en materia de política exterior? No nos digamos mentiras. La acción de cumplimiento de los Senadores Cepeda y Sanguino servía para poner al Gobierno contra las cuerdas frente a la opinión pública, no para generar un espacio en el cual Colombia revisara sus prioridades en materia de política exterior. El Gobierno actuó en consecuencia. Convocó a una reunión insulsa de mero carácter informativo sobre un asunto divorciado del propósito de la Comisión. A una leguleyada respondió con otra.
Para terminar, vale la pena considerar las respuestas de los expresidentes a la convocatoria a la Comisión. En una misiva, el expresidente Pastrana dijo que era necesario reactivar las reuniones de la Comisión, pero se excusó de asistir por tener “compromisos previos”. Una respuesta así confirma el carácter confuso de muchos de sus pronunciamientos y también su frivolidad. ¿Qué clase de compromisos de carácter privado son más importantes que la política exterior colombiana? En un artículo reciente, La Silla Vacía apunta que puede haber otra razón, que quizá confluya con las anteriores: la falta de respuesta del presidente Duque al apetito de Pastrana de ver acólitos suyos en altos cargos del Estado.
Aunque de otro tono, la respuesta de los expresidentes Gaviria, Samper y Santos pone de presente una similar falta de sentido cívico y nacional. Para ellos, la invitación forzada a asistir a la Comisión fue meramente una oportunidad para asestarle un golpe al gobierno ante la opinión. Así las cosas, lo que tenemos es el primado de la política interior, facciosa, mezquina, sobre la política exterior.
La conclusión de todo esto podría ser que tenemos que sentarnos a llorar pues carecemos de la capacidad de llegar a acuerdos en un área tan crucial para el país como nuestras relaciones con el resto del mundo. Empero, la conclusión podría ser otra. No esperemos nada más de este tipo de personajes; renovemos los liderazgos políticos y asumamos una actitud más responsable en la definición de nuestros intereses nacionales.
Juan Gabriel Gómez Albarello
Foto tomada de: https://noticias.canal1.com.co/
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