“Unidad, unidad, unidad, debe ser nuestra divisa”
Simón Bolívar
En su discurso del primero de mayo, el presidente Petro afirmó desde el balcón hacia la Plaza de Armas que “se necesita de una clase obrera que quiera gobernar”. El gobierno popular de Petro, (popular en un doble sentido, no solo porque, a pesar de la arremetida unánime del establecimiento, aún goza de general aceptación, sino en cuanto representa un programa de gobierno que pone en el centro la preocupación por los más pobres) ha tratado de llegar a acuerdos con las viejas élites y la tradicional clase política, sometiendo al escrutinio de la sociedad y el Congreso los proyectos de reformas que propuso en su campaña. Pero en las últimas semanas la respuesta de la prensa, los empresarios y el Legislativo ha sido otra: desinformación, ataques y evasión de los debates. Los grandes medios artífices de la opinión pública y las cadenas poderosas de televisión y radio han emprendido una cruzada para desgastar, desprestigiar y deteriorar no solo la figura del presidente, sino las propuestas de gobierno y la legitimidad de su mandato.
La coalición política inicial con la que se logró llegar a acuerdos durante el primer semestre permitió aprobar proyectos importantes como la reforma tributaria, el Plan Nacional de Desarrollo, la ratificación del acuerdo de Escazú (hundido durante el gobierno Duque) y la prohibición del fracking; sin embargo, esta coalición oficial llegó a su fin el 25 de abril pasado: “La invitación a un pacto social para el cambio ha sido rechazada […] La coalición política pactada como mayoría ha terminado en el día de hoy por decisión de unos presidentes de partido”, escribió Petro en su cuenta de Twitter. Petro ha repetido innumerables veces que una nación es fruto del acuerdo entre los integrantes de la sociedad; que una nación surge del consenso y del pacto, de un contrato social, como lo expresó en La Habana citando a Rousseau.
Ahora bien, a pesar de esa ruptura, el Congreso aprobó en las últimas semanas una serie de proyectos de gobierno de cierta relevancia: la jurisdicción agraria, el reconocimiento del campesinado como sujeto de derechos, la matrícula cero y la adición presupuestal. En lo que la extrema derecha y los grupos de poder, temerosos de que las reformas afecten sus intereses, bienestar y privilegios, no estuvieron dispuestos a acompañar las propuestas de gobierno fue en las reformas que implican una modificación más o menos estructural de la situación social de este país. La reforma laboral no fue ni siquiera discutida, se evadió el curso normal del examen y la argumentación. El mensaje de las élites fue claro: no están dispuestas a considerar objeto de discusión este tipo de reformas. El modelo neoliberal no es susceptible de revisión.
Sin desconocer el poder legislativo, el presidente Petro ha tratado de respaldar estas reformas estimulando la movilización social para ejercer una presión política de carácter popular: “Un gobierno que tiene que ser, obviamente, de mayorías. Un gobierno que tiene que ser de un pueblo movilizado”, afirmó en su discurso del primero de mayo. Esta concepción radical de democracia que exalta los valores republicanos demanda una ciudadanía activa ajena a la apatía política estrictamente liberal propia del gobierno representativo. La noción de política adquiere un sentido distinto al de una actividad basada en el monopolio de los gobernantes, pues fomenta la participación e invita a la ciudadanía a tomar parte activa en la deliberación y en las decisiones a través de las cuales las personas se esfuerzan por modelar lo público. Para este fin el gobierno debe favorecer en todos los niveles la participación de los ciudadanos en las actividades de gobierno. Pero en Colombia, que “goza” de una democracia raquítica y formal secuestrada por elites reaccionarias y mediocres, la deliberación, actividad sustancial de toda democracia participativa, queda en suspenso tan pronto lo deliberado compromete los intereses de las clases más ricas y pudientes.
Pero si el pueblo es el beneficiario de estas reformas y legitimador del poder que emana de su voluntad, le corresponde a este salir en la defensa del gobierno que reclama sus derechos y los acoge como suyos. Este pueblo conformado por asalariados, trabajadores empobrecidos y precarizados, maestros, oficiales y aprendices de oficios, reducido a la condición de siervos y de criados, privado de derechos sociales y políticos, está apenas despertando y ha empezado a tomar conciencia de su condición. Al poder político se asciende, dice Maquiavelo, con el favor del pueblo o de los nobles, “porque en toda ciudad se encuentran estos dos tipos de humores” (2013). Y una vez describe a ambas clases enuncia su sentencia: “El pueblo no desea ser dominado, ni oprimido por los nobles; mientras los nobles quieren oprimir y dominar al pueblo”. Pero no es que el pueblo aspire a una vida sin gobierno, es que huye del poder gravoso. En consecuencia, “el fin del pueblo es más honesto que el de los nobles”, concluye Maquiavelo. Ahora, si el pueblo es enemigo del gobierno, este no puede estar seguro, pero si tiene por enemigo a los nobles, puede resistirlos. Aquel es más numeroso y aparentemente menos poderoso; y estos, a pesar de ser muy pocos se diría que ejercen más poder. Pero no hay que olvidar la sentencia de Bolívar, lector de Maquiavelo: el espíritu reformador es más vehemente e ilustrado que el conservador, de modo que la masa física se equilibra con la fuerza moral (1815).
El deseo de no ser oprimido es deseo de libertad, pero una efectiva libertad política debe suponer seguridad económica. De otro modo queda reducida a simple formalismo. La lucha democrática por la conquista de los derechos debe insistir en el diálogo con los más ricos, pero no puede nunca prescindir del pueblo: “Los Estados bien ordenados y los príncipes sabios han buscado con toda su diligencia los medios para no reducir a la desesperación a los nobles y para dar satisfacción al pueblo” (Maquiavelo, 2013). Pero como es difícil satisfacer en igual medida la pretensión de ambos, un gobierno justo debe decidirse por el interés del pueblo. Este es, en efecto, su mejor defensa, “porque por muchas fortalezas que tengas, si el pueblo te odia, no te salvarán”.
En su Discurso de Angostura (1819), afirmó Simón Bolívar que “el sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política”, pero la derecha colombiana se resiste a esto y está dispuesta a provocar la máxima inestabilidad política con tal de impedir el menor grado de seguridad social.
Si atendemos el llamado del presidente Petro y tomamos en serio la necesidad de que el pueblo sea el que gobierne, surge una dificultad que es preciso superar. La movilización masiva es signo elocuente de unidad política, pero es insuficiente para el actual gobierno: hace falta que el pueblo adquiera el arte de la administración pública y salga de la infancia respecto a la ciencia del gobierno. Hemos sido expulsados del manejo de los asuntos públicos e ignoramos el funcionamiento de su mecanismo. Hemos padecido una especie de tiranía de la que el mismo pueblo había estado ausente; no es el despotismo democrático en el que, según Kant, todos mandan, pues estábamos privados incluso de la “tiranía activa”, dado que nos era prohibido ejercer este dominio:
“Jamás éramos virreyes, ni gobernadores sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos pocas veces; diplomáticos nunca; militares, solo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados, ni financistas, y casi aún comerciantes: todo en contravención directa de nuestras instituciones” (Bolívar, Carta de Jamaica)
La presidencia ahora es nuestra, pero aún no disponemos del gobierno, y el poder, más hoy que antes está en disputa. El momento político presente exige abandonar el síndrome de oposición que hasta ahora fuerzas políticas determinadas aún arrastran. Para gobernar hace falta más que ocupar la presidencia; es preciso disponer de lugares claves en los cargos públicos, entidades e instituciones de gobierno. La formación política es cosa bastante diferente de la afiliación política. No basta con tener años de vida partidista o militante para comprender los asuntos del Estado, ni para entender por qué es crucial hoy para Colombia defender a este gobierno. Al fin y al cabo, no se trata de la figura del presidente, sino de echar los fundamentos de un pueblo naciente que puede proponerse, porque tiene cómo, alzar el vuelo con las alas que le han roto.
Debemos estar prestos a explicar, defender y gobernar. La democracia, entre otras cosas, consiste en que todos aprendamos o podamos aprender a gobernar, más aún un pueblo excluido por una minoría que le ha impedido ejercer su derecho de ciudadanía más allá de un acto meramente comicial. Así pues, dado que hemos sido siempre marginados de las responsabilidades públicas, es preciso recordar lo que Bolívar tantas veces advirtió acerca de la necesidad de apropiarnos del poder una vez que se produjera la independencia americana:
“Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos; y, lo que es más sensible, sin la práctica de los negocios públicos, a representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario, diplomáticos, generales, y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la jerarquía de un estado organizado con regularidad” (Carta de Jamaica).
Si dejamos ir esta ocasión no habrá otra oportunidad bajo esta tierra.
David Rico
Foto tomada de: Radio Nacional de Colombia
maribel says
Que buena disertación!! Es ahora o nunca! no podemos seguir creyendo que ya cumplimos la tarea con la elección, pues ésta apenas empieza