Bajo esta idea se crearon escuelas de formación que ampliaron capacidades y oportunidades, especialmente para jóvenes y mujeres; se diseñaron programas públicos de fomento industrial y se respetaron los derechos laborales. Dichos derechos reconocían la evidente relación capital/trabajo y buscaban poner en equilibrio los poderes ejercidos entre sí. Las políticas fiscal y comercial buscaban fortalecer la industria naciente a través de garantizar recursos desde la tributación para fomentar la industrialización o mediante la protección arancelaria que incentivara la producción sin exponer a los empresarios a fuerte e inequitativa competencia.
Con la llegada de la Guerra de Vietnam y la crisis de la deuda latinoamericana de los ochenta, el debate sobre el ajuste estructural y el crecimiento económico trajo nuevas discusiones sobre la manera de entender, lo que hasta ahora había sido considerado por siglos, como el factor trabajo. Los nuevos modelos que empezaron a acogerse para explicar las políticas de ajuste abandonaron la idea intervencionista e introdujeron variables sobre la base del cambio tecnológico, el libre comercio, la liberación de obstáculos financieros y de los mercados, así como la desregulación y la flexibilización laboral.
La tecnificación productiva industrial hizo que el uso de la fuerza de trabajo fuese menor. Se produjo desempleo, aunque la inversión creció, al tiempo que trajo mejores niveles de productividad. Esto ayudó a que el debate sobre la producción y el crecimiento empezara a girar alrededor de las mejoras en el conocimiento, donde la educación y las habilidades de los individuos jugaron un papel protagónico frente a las máquinas pensando en aumentar siempre los niveles de productividad. Así fue como se introdujo la idea de que, ya no sólo el capital físico era acumulable, sino también el capital “humano”, generando un desprecio por las ideas intervencionistas y promoviendo la premisa de que los individuos son portadores de crecimiento.
Por esta vía se fue marchitando en el discurso y en las normas la relación capital/trabajo. Los trabajadores pasaron a ser “capitalistas” al ser portadores de un capital humano que, incluso, la mayoría no podía acumular porque no había plenas garantías de educación para todos. Este paradigma empezó a dominar la política económica y las reformas laborales. La idea era permitir entonces que el capital físico, que no se vuelve más barato, pueda hacer uso del capital humano, el cual sí tenía espacio para abaratarse. De esta manera se flexibilizan salarios, horarios y los derechos a la protección social, los cuales venían atados a la relación salarial y pasaron a ser responsabilidad casi exclusiva del nuevo “capitalista humano” bajo la modalidad de prestación de servicios. Vinieron así las reformas que flexibilizaron las relaciones laborales, las formas de contratación, redujeron horarios de descanso de los trabajadores, ampliaron jornadas de trabajo diurnas para no ahorrar pago por recargos nocturnos, disminuyeron recargos por trabajar de noche o domingos y festivos y desregularon los costos de despido, llevando al trabajador a situaciones precarias y despojándolo de derechos.
Tal vez por esta razón no es que sea en vano que los salarios crezcan a una menor tasa que la productividad, como ya ha advertido la OIT para países de altos ingresos, donde estas políticas de flexibilización no han sido ajenas.
Gráfico 1: Tendencia de los salarios reales promedio y la productividad laboral en países de altos ingresos 1999-2017
En síntesis, es urgente detener la idea de la flexibilización laboral dado el evidente y vergonzoso nivel de empobrecimiento de los trabajadores producto de la precarización laboral y de la pérdida de su cualidad dentro de la relación capital/trabajo. También por la erosión de derechos y la pérdida irreparable de su protección social.
Jorge Coronel López, Economista, Mg. en Economía, Columnista Diario Portafolio
Foto tomada de: Twitter La Silla Vacia
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