Introducción al libro “El leve aleteo de un murciélago en Wuhan. Ética y Derechos Humanos en tiempos de pandemia”
Hoy, en redes sociales, en columnas de periódicos, en entrevistas, muchos auguran con euforia esperanzadora, pero vacía, que el mundo no será el mismo después de esta crisis generada por la pandemia. Que este choque civilizatorio hará despertar conciencias, tumbará los paradigmas del egoísmo y el lucro personal que sostienen el actual sistema económico mundial; que después de sentir la respuesta de la naturaleza, el hombre construirá una forma más amable de relacionarse con el medio ambiente y consigo mismo; en fin, que un nuevo y mejor orden emergerá de todo esto. Pues sin ánimo de enfrentarlos a la decepción, si es bueno advertir la enorme posibilidad que este mundo, después de la pandemia, sea mucho peor de lo que conocemos.
Que probablemente este mundo será más represivo y autoritario, en vez de democrático; será más competitivo, ambicioso y voraz, en vez de solidario; estará más enfermo de esa locura llamada violencia, en vez de gozar de esa saludable condición de paz llamada fraternidad. Que este mundo, y en eso si no se equivocan los optimistas futuristas, va a ser más humano, porque desgraciadamente para nosotros, y para el resto de seres vivos, la condición humana degeneró en cultivar dañinos anti valores que nos rebajan a la condición biológica de plaga[1] e, incluso, a la misma condición del peligroso virus que pretendemos combatir.
Mientras discutimos con ingenuo optimismo que el mundo va a cambiar, médicos franceses proponen, con una insolencia que aterra, utilizar de conejillos de indias a los habitantes del África, para probar los efectos colaterales de las vacunas contra el virus; ya están las poderosas empresas farmacéuticas compitiendo por quién logra el liderazgo, en el lucrativo negocio de venderle, a una humanidad aterrada ante la muerte, el remedio o la vacuna salvadora; en las altas esferas y bloques del poder político mundial, se proyectan las nuevas hegemonías e imperios que surgirán en la post pandemia, desplegando, incluso, guerras coloniales en medio de la mortal propagación del virus; la banca internacional, lejos de pensar en condonar las deudas de los países más vulnerables, que colapsarán en medio de la crisis sanitaria, social y económica que se perfila, enfilan sus objetivos sobre la rentabilidad financiera que les traerá las consecuencias de la pandemia.
Sin sonrojarse siquiera, muchos han empezado a lanzar propuestas y discursos que animan al sacrificio humano en pro de la economía; los inmigrantes y refugiados han quedado a expensas de los irracionales nacionalismos exacerbados que se desatan en escenarios de escasez; ni la cuarentena, ni la muerte parecen ser obstáculo para los corruptos, que como buitres hambrientos ante un cadáver, se congregan ante la contratación directa y la feria de dádivas desatada en medio de la confusión de la catástrofe; y ni el dolor, ni la tragedia espantan la ambición de los especuladores, que cuadriplican los precios de productos de primera necesidad, sin asomo alguno de vergüenza, porque en este modelo de sociedad que hemos construido, siempre habrá alguien que quiera aprovecharse y sacar ventaja de las desgracias de otros.
El mundo, tal y como se nos presenta hoy, que lo desnuda la crisis, no es un lugar para nada agradable, no es un lugar digno para existir, a lo mucho para sobrevivir; y las burbujas donde solíamos refugiarnos de él, han empezado a explotar, a desvanecerse en el aire. Por tanto tendremos que volver a las preguntas básicas, a las reflexiones filosóficas esenciales que, al borde del colapso, resuenan con otra tonalidad y consistencia: ¿Qué es la vida? ¿Cómo vivir? ¿Cuál es el fin de nuestras vidas? ¿Cómo convivir en sociedad y con la naturaleza? Preguntas que hace más de 2.500 años, se hacían Sócrates, Platón y Aristóteles en la antigua Grecia; interrogantes que incluso se planteó el pretérito pueblo Egipcio hace más de 5.000 años; cuestiones que guardan la misma esencia con la que, por miles de años, las comunidades tradicionales indígenas, campesinas o africanas, han buscado armonizar su forma de relacionarse con la tierra, con los demás seres de este mundo y con los del “más allá”, y con ellos mismos, y que se puede sintetizar en el concepto transcultural de: “el buen vivir”.
No existimos, como se nos ha hecho creer, solamente como individuos, preocupados únicamente por nuestros pequeños y mezquinos intereses, y extraños a lo que pasa en el país y en el mundo. La ciudadanía y, con mayor razón la sociedad o la comunidad humana, deben ser lo contrario a todo esto. Por esencia, ciudadanía y comunidad son antagónicas a la apatía. Ser ciudadano, y con mayor razón en tiempos de crisis, es tener el coraje de dejar la cobardía de la indiferencia aun lado y asumir los retos que nos impone la vida, rechazando la pasiva aceptación de lo que se nos pretende imponer.
Todos, en mayor o menor medida, somos víctimas de un sistema impuesto como inevitable ante nuestros ojos, ojos que mientras el mundo se hacía añicos miraban hacia otro lado, distraídos en las frivolidades que ese mismo sistema ha creado para anestesiar la dolorosa realidad: el espectáculo deportivo, musical, o farandulero. Engordando nuestras vanidades y banalidades como porcinos embelesados con el pienso, en fila hacia el matadero.
El gran filósofo italiano, Antonio Gramsci, decía que había que afrontar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad. Esa capacidad de perseverar, en medio de tantas y tan duras realidades, sosteniendo al mundo con nuestros valores y principios, bajo la más firme y profunda determinación.
Por lo anterior, no es un tema menor hablar de ética y derechos humanos en medio de la pandemia -aunque quienes con burdo pragmatismo buscan administrar eficiente y lucrativamente la vida y la muerte, digan lo contrario-, ya que son la ética y los derechos humanos los únicos instrumentos que pueden servir de timón, de brújula para guiar las acciones colectivas y las respuestas que, como sociedad humana, debemos emprender en medio de esta aguda crisis; las únicas herramientas capaces de actuar como un sólido plano que de un rumbo cierto al conjunto de las drásticas decisiones sanitarias, económicas, políticas, sociales y ambientales que se nos avecinan y, que en medio de la urgencia y el miedo, ya estamos tomando improvisadamente, sin siquiera reflexionar sobre su trascendencia para nuestro futuro inmediato.
Mejor dicho, de la forma como enfrentemos esta grave crisis de todo orden, van a depender las nuevas relaciones y actitudes que surgirán, una vez superemos el peligro de muerte viral. De ahí que, nuestro primer y principal problema no es la salubridad, no es social, no es económico y, ni siquiera es político; nuestro primer y principal problema es de fondo, porque es ético, y consiste en que, como especie humana, debemos reflexionar y actuar urgentemente para corregir el rumbo y construir una sociedad cimentada en valores como la solidaridad, por encima del individualismo; una sociedad respetuosa y amable con el medio ambiente, que venza el egoísmo depredador que nos contagió el consumismo; una sociedad justa con las demás especies vivas, y digna para todos y cada uno de nosotros.
Solo un comportamiento ético, mediado por la (re)construcción y (re) configuración de los valores esenciales para vivir en sociedad y en equilibrio armónico con la naturaleza, podrá hacer posible que enfrentemos esta crisis planetaria en debida forma; para no solo sobrevivir como especie, bajo la ley del más fuerte, sino como civilización humana, esto es: que salgamos a construir un mundo mejor para todos, que es el fin último y lo que define al comportamiento ético, y a los derechos y deberes humanos, en su más íntima esencia.
La ética y los derechos humanos deben ser como un gran mapa colectivo que debemos desempolvar, abrir sobre nuestros miedos e incertidumbres, y plasmar sobre él un rumbo, hacia un puerto realmente seguro.
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[1] Tradicionalmente se denomina “plaga” a cualquier ser vivo que resulta perjudicial para otro ser vivo, especialmente cuando la población de una especie aumenta afectando de manera directa la vida de los otros seres vivos.
Gabriel Bustamante Peña
Foto tomada de: elpais.com.uy
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