La problemática a la que se enfrenta el país tiene varias dimensiones. Entre muchas, una es relativa a los aforados y, otra, a la tesis de la Corte Constitucional de que toda sentencia condenatoria puede ser apelada. Respecto de la segunda, me limito a señalar que la postura de la Corte Constitucional es, por decir lo menos, insostenible. Esto por varias razones. En primer lugar, se basa en una concepción discutible frente a los derechos fundamentales, como es la idea de que el derecho a apelar la sentencia condenatoria es un absoluto. El tema central es que, a fin de que una democracia constitucional opere debidamente, ha de admitirse que no existen derechos constitucionales absolutos. Pero bueno, hay opiniones de toda índole.
En segundo lugar, la Corte no tiene presente que el derecho a impugnar la sentencia condenatoria opera dentro de un proceso. De manera algo extraña para muchos, este derecho es parte integrante de la estructura básica de debido proceso, pero, a la vez, el procedimiento mismo es una restricción a los derechos y garantías previstas en el complejo del debido proceso. Factores temporales limitan el derecho de defensa o el de acción, por ejemplo.
En términos generales, el proceso (judicial o administrativo) está diseñado para garantizar los derechos de quienes participan en él. Si bien inicialmente el debido proceso en materia penal se concibió para proteger al procesado frente a los abusos estatales (cuestión que, desgraciadamente, sigue siendo la primera necesidad en materia procesal penal), hoy en día también se concibe como garantía para la víctima. A ésta se le debe dar oportunidad real para participar y un aseguramiento de que no sea revictimizada (no sólo en materia de violencia sexual, sino también en otros escenarios).
Partiendo de ello y si se acepta que el principio de progresividad también se aplica a los derechos civiles y políticos, ha de entenderse que al extender la garantía de que el procesado pueda apelar toda sentencia condenatoria, la víctima tendrá derecho a apelar toda sentencia absolutoria. No hay razón para justificar un tratamiento desigual, pues los derechos de uno y otro están en juego.
Dicho esto, creo que es evidente que el proceso penal se convertiría en un juego donde las partes podrían apelar eternamente, con una consecuencia gravísima: impunidad. Para que el modelo opere, habría que regular el tema de la prescripción. Mientras la condena no esté en firme, siguen corriendo los plazos y… ya sabemos cómo termina este asunto. Repito: impunidad.
Los procedimientos judiciales y administrativos tienen una estructura dirigida a que se llegue a un fin, a que se culminen. Puede aparecer como injusto, pero no es este el asunto. Los derechos absolutos conducen a discusiones absolutas y lo absolutamente justo sería debatir hasta el cansancio. Pero eso es inoperante. Pero la Corte no lo advirtió en su momento, pues no consideraba posible que el derecho a impugnar la sentencia condenatoria se subsumiera dentro de la doble instancia. Pero, precisamente, de eso se trata.
Por alguna extraña razón (me reservo aquellas que me imagino), los honorables magistrados de la Corte Constitucional no se detuvieron a analizar la “lógica” de la primera y segunda instancia, la función de la primera como centro de debate probatorio y la segunda como revisión de las conclusiones jurídicas. Es probable que la mala práctica nacional haya influido en ello.
A margen de las debilidades de la administración de justicia, la mala práctica es producto de un diseño normativo o institucional errado, por decir lo menos. Esto me conecta con la primera dimensión señalada arriba.
¿Cómo es el sistema procesal penal colombiano? (También el civil): llena de privilegios y entronización de la desigualdad en Colombia. Por un lado, tenemos aforados, con derechos a las más altas Cortes y, por el otro, a pobres miserables condenados a juzgados de última categoría. No digo que los jueces de municipales sean menos que los H. Magistrados de la Corte Suprema. He conocido a muchos de los de abajo que deberían estar arriba y varios de arriba que deberían estar afuera. Ese no es punto.
La cuestión es que el modelo está diseñado para distinguir entre procesos que merecen y otros que no; entre procesados que merecen y otros que no. Para los que no merecen, hay juzgados repletos de procesos, en edificios en malas o regulares condiciones (recuerden, los ascensores se caen) y con esfuerzos investigativos incipientes, negligentes o nulos. Frente a ellos, para quienes merecen algo están los Tribunales y para los que merecen más, la Corte Suprema.
Claro, hay que racionalizar la administración, pero no de la manera en que está hecha. Suficiente debería ser las pequeñas causas en materia civil, y primeras y segundas instancias en toda la administración de justicia. Procesos bien formados en primera instancia y dificultades, en tanto que importantes exigencias argumentativas y teóricas, para llegar a la segunda. Todo esto, sin privilegios (también en casación deberían eliminarse).
Ahora. Hoy en día el debate sigue girando en torno a esos privilegiados, a quienes les garantizaron que por su estatus no pisarían juzgados, sino tribunales y cortes. Estatus que deberían perder tan pronto la Fiscalía hiciese una justificada imputación. Si la imputación es buena o mala, poco importa. Tengan presente que, como se ha visto, muchas de esas imputaciones son tan irregulares para los privilegiados como para los excluidos. Pero los males de la Fiscalía requieren de otras reflexiones. Retomando el hilo, el debate sigue en torno a qué hacer con esos privilegiados que, por su privilegio, perdieron un derecho.
Estoy de acuerdo en que toda sentencia de primera instancia condenatoria debe poder ser apelada. También considero que el argumento de que al ser juzgados por la Corte Suprema de Justicia se les otorgaba un beneficio (el de ser juzgado por el juez de mayor jerarquía, no necesariamente por el mejor juez), es una patraña. Pero los privilegiados, enceguecidos por la importancia que tendrían (es como decir: “guón, usted no sabe quién soy yo; a mí me juzga la Corte Suprema”) aceptaron la condición. Y han tenido tiempo de sobra para remediarlo… pero el dulce sabor de ser importante (como tener esquemas de seguridad inútiles y miles de carros para… terminar en un trancón) puede más.
Gracias a ello, tenemos un problema mayor. Habiéndose modificado (no corregido, en tanto que el privilegio se mantiene) el injusto, el país se enfrenta a la duda: ¿el reconocimiento de la doble instancia para los aforados debe ser retroactivo? Sobre esto hay cuatro posturas. La primera dice que es un derecho absoluto y que, por tanto, ha de aplicarse retroactivamente. La segunda sostiene que no es absoluto y que es posible limitarlo en el tiempo. Estas dos no se debaten. Son irrelevantes en la sociedad colombiana, pues carecen de aquello que a tantos les gusta: tufillo político. Eso sí lo tienen las otras dos posturas. La tercera sostiene que se debe aplicar retroactivamente para superar injusticias (la de Andres Felipe y los 200 o más casos, que nunca mencionan por su nombre), que pesan tras procesos sin garantías. La cuarta, que esto es puro Uribismo y que, por eso mismo, debe caerse, para que el peso de la ley siga sobre esas lacras de la sociedad. En otras palabras, los unos dicen que los otros quieren garantizar injusticias (llámese impunidad o juzgamiento sin garantías).
Volviendo a los argumentos serios (las dos primeras posturas) hay razones para un lado y para el otro. Si se sigue la tesis de la Corte, derivada de las sentencias C-792 de 2014, SU-217 de 2019 y SU373 de 2019, ha de apoyarse la retroactividad. Esto, debido a que la Corte parece sugerir que el derecho a impugnar la sentencia condenatoria es absoluto y, en esa medida, cualquier negación de ella es violatoria de la Constitución y los Derechos Humanos. Así, el eventual límite sería la entrada en vigor de el Pacto de San José o del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. O, en su defecto, cuando entró en vigor la Constitución de 1991. Frente a esto algunas preguntas:
- ¿Qué pasa con la prescripción? Si los procesos terminaron ¿revive el término de juzgamiento? ¿Qué pasara con los casos que, de reabrirse, ya prescribieron? ¿En qué quedan los derechos de las víctimas? Y, si hubo indemnizaciones ¿habrá que devolverlas?
- ¿Seguridad jurídica? ¿Se pueden reabrir procesos de 29 o más años?
- ¿Las pruebas? ¿Qué si han desaparecido? ¿Tiene la Rama Judicial un buen archivo?
- ¿Quién iniciará el incidente de impacto fiscal derivado de la interpretación y aplicación de estas sentencias o de la sentencia de la Corte Constitucional sobre la ley Arias (sea o no estatutaria, en algún momento habrá sentencia)?
- ¿Habrá incidente de impacto fiscal para pagar las indemnizaciones a los procesados? ¿Se les ha olvidado que las prescripciones o eventuales absoluciones (por ejemplo, luego de tanto tiempo faltará la evidencia) pueden implicar gasto público?
- ¿Cuánto costarán los litigios ante el sistema interamericano?
- ¿Financiará el Estado a quienes carecen de medios para acudir nuevamente al proceso?
- ¿Se crearán nuevos juzgados y tribunales para atender las apelaciones?
Como ven, algunas preguntas son teóricas y otras prácticas. No me imagino al sr. Presidente, a través del ministro que esté de malas, iniciando un incidente de impacto fiscal cuando un favorecido por el régimen aparezca o cuando el Sr. Contralor advierta sobre el posible detrimento patrimonial para el patrimonio público. Pero todo eso tiene solución. Seguramente chambona.
La cuestión compleja es la teórica. Si se admite el carácter absoluto de este derecho, es forzoso entrar a discutir el carácter absoluto o relativo de la prescripción y de los derechos de terceros afectados. Frente a esto ha de reconocerse que el derecho no opera muy bien ante tanta indeterminación y el sistema terminará por ofrecer alternativas de dudosa solidez conceptual. Dudosa, porque parte de un postulado dudoso: el carácter absoluto de este derecho.
El derecho opera definiendo una realidad, a pesar de la realidad misma. Implica una decisión sobre qué fue y qué será. El modificar el qué será genera incertidumbre y falta de previsión. El modificar el qué fue, entierra la seguridad jurídica.
Para enfrentar estos problemas, está la segunda opción: es admisible imponer límites temporales y definir un momento desde el cual este derecho se activa. Bien: ¿desde cuándo? La práctica constitucional colombiana, desde las primeras sentencias de la Corte Suprema de Justicia en materia de control constitucional, ha sido la de reconocer efectos futuros a las decisiones legislativas y judiciales (salvo la nulidad). Eso ha permitido una relativa estabilidad jurídica al país. Por ejemplo: las injustas absoluciones a hombres, so pretexto de inexistencia de acceso carnal violento dentro del matrimonio, no se revisarían, a pesar de que la normatividad cambió; quienes fueron condenados y purgaron penas por delitos que desaparecieron del código penal, no recibieron indemnización; los excluidos que ahora son incluidos no serán indemnizados; los actuales condenados en segunda instancia, no tendrán derecho a que su condena sea revisada. Así, el límite ha sido, de alguna manera, la fecha de adopción de la regulación.
Pero es que hay gente que merece y eso altera todo. Pues bien, si se va a aplicar la decisión de la Corte Constitucional de manera íntegra y sin desconocimiento de la igualdad, las opciones son claras: todos o ninguno. Opción uno: Todos los condenados hasta la fecha y que no tuvieron doble instancia o que fueron condenados en segunda instancia, deben tener la oportunidad de apelar la sentencia condenatoria. Opción dos: Ninguno de los condenados hasta la fecha y que no tuvieron doble instancia o que fueron condenados en segunda instancia, deben tener la oportunidad de apelar la sentencia condenatoria.
Opto por la segunda. No porque no considere, siguiendo la decisión de la Corte, que todos deberían poder apelar. Opto por la segunda porque el país no garantizará que todos tengan el derecho. Será una burla para los excluidos y, seguramente, la fuente de más incertidumbre e impunidad. No quiere eso decir que los casos aberrantes no deban ser revisados, pero para eso bien funciona la tutela. Si el proceso penal fue fallado con defecto fáctico (inexistencia de pruebas o valoración inadmisible), defecto sustantivo (con normas erradas o inexistentes), interpretación inconstitucional o violación directa de la Constitución, cabe la tutela. Sería oportuno, para poder ofrecer la garantía, reflexionar sobre cuál es el plazo razonable para que un condenado de manera injusta pueda “entutelar” la sentencia condenatoria.
No se trata de reabrir el debate probatorio, sino de verificar que se haya cumplido con parámetros constitucionales. Ante el temor de una avalancha de demandas, las condiciones subjetivas (indefensión, exclusión, etcétera) de cada demandante y el hecho objetivo de la sentencia condenatoria, permitiría establecer quienes tienen o tuvieron razones y medios para cuestionar y quienes no.
Pero ¿qué hacemos con todos los Andy-Pipes? Pues esas personas con privilegios (magistrados, congresistas, ministros, etcétera) estaban en una posición de poder cuando cometieron sus “fechorías”. Gozaban de capacidad de influir en el diseño normativo del proceso penal y no lo hicieron. Peor aún, sabiendo que el diseño normativo les negaba un derecho, optaron por asumir el riesgo y colocarse en posición de que efectivamente les fuera negado; no olvidemos que al cometer un delito se colocaron en la posición de ser víctimas del Estado. Es una suerte de acciones a propio riesgo o “autopuestas” en peligro. En otras palabras, es un caso en que cabría pregonar que nemo auditur propriam turpitudinem allegans.
________________________________________________________________________________
Henrik López Sterup: Profesor de la Universidad de los Andes. La opinión que aparece en este documento no compromete la posición de la Universidad de los Andes en esta materia.
Foto tomada de: https://www.portafolio.co/
Deja un comentario