La distorsión generada por el Producto Interno Bruto (PIB) ha sido una de las razones principales. Durante más de 70 años ha sido utilizado por economistas, políticos y medios de comunicación como el índice sine qua non de progreso económico y desarrollo social, cuando en realidad su función es ofrecer un estimado del nivel del rendimiento del mercado, sumando todos los bienes y servicios que son producidos e intercambiados por dinero. Uno de sus principales arquitectos, el economista Simón Kuznets, advirtió, tan temprano como en 1938, en una audiencia donde él presentaba el PIB al Congreso estadounidense, que ese índice no buscaba incluir todos los servicios y actividades que tienen lugar en un país sino que fuera una herramienta diseñada a medir tan solo un segmento estrecho de la actividad de una sociedad.
No lo escucharon. Fue efectivo, como mecanismo para medir los niveles de producción en los tiempos de crisis de la Gran Depresión y durante la Segunda Guerra Mundial cuando la hambruna y la miseria se mezclaban con la barbaridad. Pero desde luego su capacidad de medición se desbordó frente a un mundo muy complejo, heterogéneo y cambiante. Qué tanto se equivocaron asociar el PIB con prosperidad y difundirlo, a través del mundo, como medida esencial para determinar los méritos de países que requerían préstamos y asistencia técnica por parte de entidades multilaterales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), y en el proceso convertirlo en la medición más importante para los gobiernos de todos los colores y partidos políticos. Tal cual fue el caso en Colombia, sobre todo, luego de la llegada al país de la Misión del Banco Mundial, en cabeza de Lachlin Currie en 1949; desde ahí, nuestro desarrollo será vinculado, casi a la fuerza, con los vaivenes del PIB y el fordismo periférico.
No solo es lo que el PIB no incluye: toda la economía de cuidado no remunerada (aquí gran parte de la invisibilización sistemática del aporte de la crianza y cuidado de toda la población, hecha principalmente por mujeres), las actividades voluntarias y comunitarias, la salud y calidad de educación de la población y los servicios silenciosos pero esenciales para la vida como los hábitats de biodiversidad y el agua que corre por los ríos y quebradas, o hasta el aporte del conocimiento tradicional; ¡mejor dicho todo lo que queda por fuera de las transacciones del mercado!
Por el contrario, el PIB se mueve con otras actividades económicas altamente dañinas al bienestar social: la contaminación genera más PIB, la economía de guerra, la aspersión de glifosato y otros agrotóxicos, el uso de la violencia estatal para reprimir protestas sociales pacíficas, la creación de elefantes blancos que fomentan la corrupción y el nepotismo, como, entre muchos, los casos de la Refinería de Cartagena y Bioenergy.
Además de fetichizar el crecimiento económico como objetivo político primordial, descuida la faceta nociva del crecimiento. Hace tiempo, el PNUD identificó cinco tipos de crecimiento económico nocivos:
- Crecimiento sin empleo
- Crecimiento sin contemplar derechos civiles y de trabajo
- Crecimiento sin raíces (los impactos negativos de la globalización económica)
- Crecimiento que promueve la desigualdad
- Crecimiento sin futuro (basado en el consumo insostenible de los recursos naturales finitos)
Si analizamos el caso colombiano, varios de estos tipos de crecimiento pernicioso se podrían aplicar, sobre todo durante el presente siglo. En los últimos 20 años el país tiene una tasa promedio de crecimiento del PIB porcentual del 3,815, producto, en gran parte, de la reprimarización y financiarización de la economía, fomentadas por las políticas económicas que favorecen el crecimiento a través de la Inversión Extranjera Directa (IED), y la negociación y ratificación de los Tratados de Libre Comercio (TLC), todo gestionado por esfuerzos gubernamentales de ofrecer beneficios arbitrarios a las grandes empresas y reducir sus costos y niveles de tributación. Al mismo tiempo, los niveles de desempleo han sido siempre más altos del promedio regional y la informalidad laboral y empresarial siguen siendo uno de los verdaderos motores mal lubricados de la gran mayoría de los hogares colombianos. De manera muy conexa, la desigualdad, medida por ingresos de trabajo a través del índice del Gini, siempre se ha mantenido muy por encima del promedio regional.
Más allá del PIB, hemos estado asfixiados por la hegemonía del discurso de la eficiencia y la imposición de precios del mercado sobre el valor de uso de una actividad o servicio. Ahora veamos como ambos conceptos se presentan tan débiles y superficiales en momentos de pandemia y crisis. Se dispara la Bolsa de Nueva York mientras que más de 38 millones de empleos desaparecen en tan solo dos meses en Estados Unidos, para no hablar de Colombia. El PIB y la noción dominante de la eficiencia, respaldados por la teoría neoclásica de precio e intercambio, han distorsionado no solo cómo medimos el crecimiento sino cómo valorizamos unas actividades más que otras, glorificando el sector financiero mientras que esté, con el paso de los años, está más desconectado de la economía real donde se produce, consume y genera empleo.
¿Qué hacemos?
La llave estranguladora del PIB parece estar perdiendo fuerza. La devastación del Covid-19 nos ha enseñado, apresuradamente, que la economía del cuidado, tanto el remunerado como el no remunerado, debe tener la importancia que merece, porque, como estamos aprendiendo, ¡sin salud tenemos tan poco! Al mismo tiempo, las políticas de confinamiento obligatorio parecen un preludio para un mundo con menos necesidad de automóviles, aviones comerciales y energías fósiles, ambas industrias las grandes beneficiarias del fetiche del PIB. Muchos economistas, sobre todo mujeres, están de-construyendo esa disciplina académica como primer paso, en la formulación de nuevas maneras de medir y pensar nuestro rumbo económico y social, preparándonos para la verdadera crisis humanitaria de este siglo: el cambio climático. Desde Colombia, ¿Qué estamos esperando? Recientemente, se han diseñado algunas mediciones diferentes del PIB que contemplan otros parámetros de bienestar ignorados por éste y la eficiencia económica: El Indicador de Progreso Genuino (GPI en inglés) o el Índice del Bienestar Sostenible (SWI), el índice de Capacidades Básicas, entre otros. Estos, como otros, no han escapado de las críticas respecto a la veracidad y alcance de sus mediciones, pero sobre todo en épocas de crisis, hay que pensarnos por fuera de la caja.
Es urgente difundir y debatir los nuevos índices alternativos de medición del desarrollo social, en los ámbitos académicos y, sobre todo, públicos y políticos. Es tiempo de salir de este embrollo.
Daniel Hawkins, PhD en Ciencias Políticas de la Universidad de Kassel, Alemania. Investigador y director del proyecto Centros de Atención Laboral de la Escuela Nacional Sindical (ENS): [email protected]
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