“Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”
John Donne (1572-1631)
Pregunta: ¿Qué enseñanzas le puede dejar el desastre que está ocurriendo en Mocoa -una ciudad pequeña enclavada en el piedemonte amazónico- a Bogotá y a su región circundante, que concentran más de la quinta parte de la población colombiana, el 41% de la industria nacional, la cuarta parte de las empresas del país y casi el 32% del Producto Interno Bruto Nacional?
Respuesta: todas las enseñanzas. A pesar de las condiciones geográficas, ecológicas, económicas y sociales tan distintas, todo lo que condujo a la generación del desastre en Mocoa constituye una alerta para Bogotá y los municipios de la Sabana.
La necesidad de redefinir las relaciones entre la Colombia urbana y la rural y entre el Distrito Capital y el resto del país
Quienes conocen de cerca el territorio y las condiciones ecológicas y sociales que se confabularon con unas condiciones climáticas extremas para generar el desastre en Mocoa, informan que una gran parte de la población afectada, que habitaba en zonas de alto riesgo que nunca deberían haber sido ocupadas para usos distintos a la protección ambiental, estaba compuesta por familias desplazadas del campo por el conflicto armado y por la violencia estructural (o para decirlo de otra manera: por la exclusión implícita y explícita) a que un modelo de desarrollo urbanocéntrico condena a las comunidades rurales.
Ese es el mismo origen de una gran cantidad de comunidades que hoy ocupan zonas de alto riesgo en las laderas de los cerros y en las orillas de los ríos, en todas las ciudades colombianas, empezando por el complejo Bogotá-Soacha, ese casco urbano extendido de más de 42 mil hectáreas que en los últimos años ha recibido por lo menos el 25% de la población desplazada del país.
El “ordenamiento territorial” y la distribución poblacional colombiana ha sido en gran medida producto del conflicto armado y de la ya mencionada exclusión implícita y explícita a las comunidades rurales. Esto lo escribo precisamente hoy 9 de abril de 2017, cuando se cumplen 69 años del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán. Como es bien sabido, el llamado “bogotazo” marcó un punto de inflexión en la historia contemporánea del país: el inicio de ese trágico periodo que conocemos como “La Violencia”, de cuyos efectos de largo plazo todavía estamos intentando salir.
El “bogotazo”, por supuesto, no fue el origen único de La Violencia bipartidista, sino un paso más en el proceso de frenar la implantación de las ideas liberales en Colombia, y de oponerse a las tímidas tentativas de realizar una reforma agraria que venían desde 1936 y que, de haberse concretado, posiblemente hubiera evitado estos últimos 80 años de guerra que han desangrado al país.
La recuperación y construcción de la nueva Mocoa debe ir ligada a la puesta en marcha de la llamada “paz territorial” en toda la región, incluso más allá de las fronteras políticas del Putumayo. La “paz territorial” debe sembrar la posibilidad de que los campesinos tengan una opción distinta a sobrevivir en zonas de riesgo en el casco urbano de su capital; y alternativas de vida distintas a los cultivos de uso ilícito como las siembras extensivas de coca con destino a narcotráfico, a la extracción legal o ilegal de madera, o a la ganadería extensiva en suelos deforestados que no resisten esa actividad.
Así mismo, en una escala mayor, Bogotá debe asumir de manera expresa, consciente y efectiva su condición de Distrito Capital de un país comprometido con la construcción de condiciones integrales en las que sea posible la paz. Eso debe reflejarse, entre otras cosas, en instrumentos concretos como el Plan de Ordenamiento Territorial.
Esa concentración de población, desarrollo económico y crecimiento empresarial en una sola región al que se refiere el primer párrafo de este artículo, indica que la brecha entre Bogotá y las demás regiones del país es cada vez mayor. El Distrito Capital debe propiciar la equidad y la reciprocidad inter-regional, y unas relaciones mucho más armónicas y de simbiosis con la Colombia rural, en lugar de seguirse consolidando como un poderoso agujero negro que se chupa todas las oportunidades de desarrollo del resto del territorio nacional.
En el documento “Once propuestas desde el ambientalismo colombiano para los equipos negociadores de La Habana” (Agosto 2016) lo expresamos como la necesidad de
Comprometerse a redefinir las relaciones entre la Colombia Urbana y la Colombia Rural teniendo en cuenta que los ecosistemas naturales y construidos han sido víctimas de la guerra y que es preciso concertar acciones colectivas orientadas a restaurar los ecosistemas, recuperando valores de conservación, equidad, reciprocidad, solidaridad, hospitalidad, corresponsabilidad e identidad, que garanticen a las comunidades rurales el fortalecimiento de sus identidades con dignidad y calidad de vida integrales, y a las ciudades y a sus habitantes, el derecho a existir en territorios armónicos con las dinámicas que hacen posible la Vida.
Un crecimiento urbano innecesario para Bogotá y nocivo para el resto del país
Estudios recientes elaborados por Rafael Echeverry y Ernesto Rojas para la Sociedad de Mejoras y Ornato de Bogotá (que precisamente este año cumple 100 años de fundada), demuestran que las proyecciones demográficas en que se basa la actual Administración Distrital para justificar la expansión del casco urbano de la ciudad, carecen de asidero y justificación. Próximamente la Sociedad de Mejoras dará a conocer esos y otros estudios y una serie de propuestas y recomendaciones no solamente frente al POT, sino para los próximos cien años de Bogotá. El 8 de mayo a las 5:30 de la tarde, en el auditorio del Museo del Chicó, sede de la Sociedad de Mejoras de Bogotá, los demógrafos Ernesto Rojas y Álvaro Pachón debatirán sobre el tema, y yo volveré con mayor detalle sobre los mismos temas que abordo en este artículo.
Recordemos que en 1954 Bogotá materialmente se tragó a varios municipios autónomos que hoy son localidades del Distrito Capital: Engativá, Fontibón, Suba, Usme, Bosa y Usaquén. No se tragó formalmente a Soacha, pero en la práctica sí. Entre la gran ciudad y los municipios anexados no se dejó ninguna zona de amortiguación: las vértebras urbanas se juntaron sin ningún disco intervertebral que garantizara la capacidad del territorio para resistir los efectos de la variabilidad climática exacerbada y del cambio climático.
http://wilchesespecieurbana.blogspot.com.co/2016/01/islas-de-calor-urbano-adaptacion-al.html
El crecimiento de Bogotá, por supuesto, no se puede frenar, pero no es necesario forzarlo y acelerarlo arbitrariamente y en contra de todo tipo de recomendaciones científicas y técnicas. A costa entre otras cosas, como ya se dijo, de la resiliencia o capacidad del territorio para absorber sin traumatismos los efectos de la agudización de los extremos climáticos. Un aguacero extremo como el que desencadenó el desastre de Mocoa ha ocurrido en el pasado y bien puede ocurrir una y muchas veces más en Bogotá. La experiencia demuestra que la ciudad es cada vez menos capaz de resistir las manifestaciones extremas, y muchas veces las “normales”, de la variabilidad climática.
Gestión del Riesgo y adaptación al cambio climático en la Bogotá urbana y rural
Otra de las lecciones que el desastre de Mocoa les deja a Bogotá y a los demás municipios de la Sabana, es el de la seriedad con que se debe tomar el continuum gestión del riesgo–adaptación al cambio climático, del cual el ordenamiento territorial es un componente fundamental.
Más allá de la oportuna y adecuada atención a las emergencias y desastres, en las cuales el Distrito Capital ha venido avanzando, especialmente después de que tras el atentado contra el Club el Nogal se realizó una evaluación autocrítica que demostró que los niveles de preparación y de coordinación que existían en ese momento eran muy precarios, Bogotá debe comprometerse mucho más con una gestión territorial que fortalezca la resiliencia del territorio urbano y rural en lugar de seguirla debilitando.
Esto se puede expresar como el desafío de desarrollar una Cultura anfibia urbana versión siglo XXI para Bogotá.
En varias ocasiones he recordado que lo que se conmemora el 6 de Agosto de cada año no es la fundación de Bogotá, pues cuando nuestros antepasados españoles llegaron a este territorio llamado entonces Bacatá, ya existían aquí los Muiskas, una cultura anfibia consolidada y adaptada, sino el aniversario de la fundación del primer barrio de invasión en los barrios orientales. A partir de la fundación de Santa Fe de Bogotá en lo que hoy es La Candelaria, comenzó a cambiar totalmente la manera de relacionarse las comunidades humanas con las dinámicas del territorio, y particularmente con el agua.
http://wilchesespecieurbana.blogspot.com.co/2006/08/el-primer-barrio-de-invasin-en-los.html
Esta costra urbana casi compacta de más de 42 mil hectáreas que conforman Bogotá y Soacha, se extiende sobre territorios que de alguna manera siguen sometidos a las dinámicas del agua y que, como sucedió en Mocoa, cada vez que la variabilidad climática ofrece una oportunidad, el agua sale a reclamar.
Esa costra que hoy existe no se puede des-urbanizar, pero sí es posible rediseñar sus relaciones con las dinámicas naturales con las cuales necesariamente debe aprender a convivir. En aras de fortalecer la resiliencia, resulta obligatorio no seguir avanzando en el deterioro de los componentes esenciales del sistema inmunológico del territorio, ese que vamos a necesitar cada vez más para poder convivir sin traumatismos con los efectos del cambio climático.
Me refiero a la necesidad de conservar la integridad y diversidad de los humedales que todavía nos quedan (menos de mil hectáreas de aproximadamente 50 mil que existían a comienzos del siglo pasado), al igual que de los Cerros Orientales y Occidentales de Bogotá. Me refiero también a la necesidad de mantener zonas amortiguadoras como la Reserva Thomas van der Hammen, y de restaurar su integridad y su biodiversidad. Y a la importancia de que el río Bogotá pueda ejercer su derecho a los meandros, a su cauce y a sus zonas de inundación, en lugar de canalizarlo para convertirlo en lo que no es. Paradójicamente, en varios países europeos y en Estados Unidos, hay en marcha procesos de des-canalización de ríos importantes, precisamente porque se han dado cuenta de que la viabilidad y resiliencia de los territorios depende de que se le respeten los derechos al Agua.
El Plan de Ordenamiento de Bogotá, como el de Mocoa y el de cualquier otro territorio del país, debe entenderse como el resultado de un ejercicio de concertación entre el desarrollo humanos y sus actores, con las dinámicas naturales del territorio y especialmente con el clima y el agua.
El modelo de desarrollo basado en el crecimiento desbordado de la costra urbana de Bogotá, pasando por encima de las zonas de amortiguación que evitan que suceda con otros municipios vecinos lo que sucede hoy con Soacha y lo que sucedió en 1954 con los municipios que fueron devorados por la gran ciudad, lejos de fortalecer el territorio, genera una gran cantidad de amenazas y de factores de vulnerabilidad.
¿Convendrá esperar a que ocurra en Bogotá un desastre, proporcional en gran escala, al que destruyó parte de Mocoa y generó tres centenares de muertos, para comenzar a pensar en una nueva manera de concebir el Ordenamiento Territorial?
Otra lección que reafirma el desastre del Putumayo y que también es válida para Bogotá, es que quienes tienen y han tenido en sus manos la gestión del territorio, deben responder incluso penalmente, cuando con plena advertencia y pleno consentimiento han tomado decisiones contrarias a la seguridad del territorio o han incurrido en omisiones que han permitido que se produzca un desastre.
Cuando oigamos doblar las campanas recordemos que no solamente doblan por Mocoa, sino que también pueden doblar por cualquier otra ciudad y territorio del país, incluida Bogotá.
Gustavo Wilches-Chaux
Abril 09 de 2017