El contexto histórico de las revueltas raciales en los Estados Unidos
La segregación racial es una grieta que la sociedad estadounidense no ha logrado cerrar. El origen de esa grieta es muy claro: el sistema esclavista que estuvo vigente hasta el fin de su guerra civil, en 1865. Ese año, el Congreso aprobó la decimotercera y decimocuarta enmiendas a la Constitución con el propósito de consolidar la emancipación de los esclavos que había proclamado el entonces presidente Abraham Lincoln. Los nuevos ciudadanos se incorporaron rápidamente al proceso político. En todos los estados del sur, fueron elegidos afrodescendientes como alcaldes locales, representantes de las asambleas y congresos estatales, y también del Congreso federal.
Se produjo entonces la reacción racista. Primero fueron los linchamientos para intimidar a los votantes afordescendientes para que abandonaran los puestos de autoridad para los cuales fueron elegidos y también para que dejaran de votar. Luego fue la aprobación en cada uno de los estados del sur de una serie de leyes llamadas “Jim Crow” mediante las cuales, con distintos mecanismos, los afrodescendientes fueron excluidos del censo electoral. Estas leyes fueron complementadas con otras que hicieron de la segregación racial el principio a seguir en todos los espacios públicos e incluso en la vida privada, como la prohibición de matrimonios interraciales en el estado de Alabama.
La discriminación racial fue objeto de continuos cuestionamientos y motivo de varios disturbios a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Si bien una decisión de la Corte Suprema de Justicia le puso fin a la segregación en la educación en 1954, muchos estados se empeñaron en mantenerla. Todo cambió con el surgimiento de un gran movimiento social que se propuso alcanzar la igualdad racial mediante la lucha no violenta, incluida la desobediencia civil. Martin Luther King, Jr., fue el líder más visible de ese movimiento, pero no era el único. Con contundentes argumentos, intelectuales afrodescendientes como James Baldwin cumplieron un papel destacado en la puesta en cuestión del sistema segregacionista. Había, sin embargo, un sector de la comunidad afrodescendiente que no creía en el cambio pacífico y siempre apoyó las revueltas violentas que tuvieron lugar en las grandes ciudades. Figuras de este sector, como Huey Newton y Bobby Seale, proclamaron abiertamente que la única vía para poner fin a la opresión de los afrodescendientes en Estados Unidos era la revolucionaria.
Los disturbios raciales en la década de los sesenta
John F. Kennedy se comprometió con el movimiento antisegregacionista a sacar adelante una ley de igualdad racial, pero no tuvo éxito. En 1964, su sucesor, Lyndon B. Johnson, logró que el Congreso aprobara la primera ley federal que le ponía fin a la discriminación racial. Un año después, logró la aprobación de la ley del derecho al voto, que le puso fin a los obstáculos vigentes hasta entonces a la participación electoral de los afrodescendientes. No obstante, persistían tanto el racismo como la grave situación de pobreza de la gran mayoría de las personas segregadas y discriminadas. Esta situación era parte de un problema mucho más general de la sociedad estadounidense: su desigualdad. A diferencia de las sociedades europeas que realizaron grandes esfuerzos por reducir las disparidades económicas, estas seguían siendo bastante prominentes en los Estados Unidos. Hasta 1964, ningún partido se propuso abordar este problema. Esto cambió con Lyndon B. Johnson quien lanzó su programa de políticas públicas llamado “la Gran Sociedad”.
Este recuento sirve para entender por qué el racismo y la desigualdad fueron las causas necesarias de los disturbios raciales. No obstante, estos dos factores eran prevalentes a lo largo y ancho de los Estados Unidos. ¿Por qué hubo entonces revueltas en algunas ciudades y en otras no? Hubo una causa adicional, que podríamos considerar suficiente: la brutalidad policial. El ejercicio desproporcionado e ilegítimo de la fuerza por parte de la policía, usualmente en la forma de detenciones arbitrarias, golpizas y, sobre todo, del asesinato de personas afrodescendientes, fue la chispa de esas revueltas.
Algunas de las más dramáticas tuvieron lugar simultáneamente luego del asesinato de Martin Luther King, Jr., el 4 de abril de 1968. No obstante, hubo otras de una gran intensidad, como la revuelta en la ciudad de Detroit, en julio del año anterior. Durante cuatro días, miembros de la comunidad afrodescendiente se enfrentaron a la Policía y la Guardia Nacional. En el curso de esos disturbios fueron asesinadas 16 personas y 493 resultaron heridas. 1 miembro de la Guardia Nacional fue muerto y también 1 de la Policía de Detroit. Ambas unidades reportaron 55 y 214 heridos, respectivamente. Muchos edificios fueron incendiados. El alcalde de Detroit, quien había servido en el Ejército de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, comparó la escena de devastación de su ciudad con la que él vio en Berlín, en 1945.
Disturbios provocados por la Policía
De esta serie de revueltas raciales el primer elemento que quisiera destacar es la noción de disturbios provocados por la Policía. En muchos casos, un acto de violencia inicial perpetrado por agentes del orden era seguido por protestas espontáneas de familiares, amigos y vecinos de la víctima quienes reaccionaban con indignación ante el crimen. La posterior respuesta a esas protestas era igualmente violenta, lo que causaba una mayor indignación. Consumidos por la rabia, numerosos manifestantes le daban rienda suelta al deseo de inflingir en la Policía una herida simbólica y material tan profunda como la sufrida por ellos. Estaba en juego no solamente la pérdida de una vida sino también la humillación inflingida a una comunidad por agentes del orden que operaban impunemente. Desatada la violencia, muchas voces les pedían a las autoridades una acción firme para contenerla, con lo cual el ciclo se cerraba con un ejercicio aun mayor de violencia por parte de la Policía.
La Policía usó esta misma táctica de provocación en otro tipo de protestas: las realizadas contra la Guerra de Vietnam. Muchas manifestaciones pacíficas terminaron en choques violentos que, como las revueltas raciales, fueron objeto de un amplio cubrimiento mediático. Dependiendo de la fuente, este cubrimiento podía ser imparcial o completamente sesgado, presentando a los manifestantes como hordas de vándalos que amenazaban el orden social.
Fue precisamente con ocasión de una de esas protestas, la realizada en la ciudad de Chicago durante la Convención Demócrata, que se acuñó el término. No obstante, la noción de disturbios provocados por la Policía ocupó un lugar muy importante en la narrativa construida por la llamada Comisión Kerner, un grupo de expertos convocado por el presidente Johnson para entender las revueltas raciales y proponer soluciones a los problemas que les daban origen. El término sigue siendo usado en los Estados Unidos para describir la acción de los agentes del orden de provocar enfrentamientos violentos con los manifestantes. El caso más reciente es el de los disturbios en varias ciudades, luego del asesinato de George Floyd por un miembro de la Policía de Minneápolis.
Ausencia de liderazgo durante las revueltas y exiguos resultados
Un segundo aspecto a retener del caso estadounidense es la ausencia de liderazgo durante las revueltas. Salvo la revuelta de Miami en 1968, que fue organizada previamente para que coincidiera con la Convención Republicana, el denominador común de las revueltas raciales de los sesenta es que fueron espontáneas. No había un liderazgo que coordinara la acción de quienes protestaban con violencia contra la Policía. Aparentemente, esto habría permitido reprimir las revueltas más fácilmente. Si ocurrió todo lo contrario fue precisamente porque no había ningún interlocutor reconocido con quien las autoridades pudiesen procurar un acercamiento y, eventualmente, llevar a cabo una negociación.
Esto permite comprender también otro fenómeno singular: los resultados de las revueltas raciales fueron supremamente exiguos. Las revueltas no lograron ponerle fin a la brutalidad policial. La evidencia más clara de ello han sido precisamente los asesinatos que han causado más revueltas, así como la existencia de un movimiento en torno al valor de la vida de las personas afrodescendientes (Black Lives Matter) pues muchos agentes de la policía actúan como si ese valor fuera inferior al de la vida de las personas ‘blancas’.
De las causas objetivas de las revueltas al discurso de la ley y el orden
El grupo de expertos que estudió las revueltas raciales llegó a una conclusión que podría ser expresada de la siguiente manera: esas revueltas tenían unas causas objetivas. A este respecto, quisiera citar uno de los pasajes emblemáticos del informe de la Comisión Kerner, publicado en 1968.
Nuestra nación avanza hacia dos sociedades, una negra, y una blanca – separadas y desiguales.
La reacción a los trastornos del verano pasado ha acelerado este avance y ha profundizado la división. La discriminación y la segregación han permeado durante mucho tiempo gran parte de la vida estadounidense; ahora amenazan el futuro de todos los estadounidenses.
Esta división racial, cada vez más profunda, no es inevitable. Esta dinámica divisiva se puede revertir. Todavía se puede escoger un futuro distinto. Nuestra tarea principal es definir la elección que tenemos que hacer y presionar para que se tome una decisión nacional.
Seguir el rumbo que tenemos actualmente implicará la continua polarización de la sociedad estadounidense y, en última instancia, la destrucción de los valores democráticos fundamentales.
La alternativa no es la represión ciega o la capitulación ante la anarquía. Es la realización de oportunidades comunes para todos dentro de una misma sociedad.
Lo que está planteado aquí es que, sin hacer referencia a la forma que había tomado la sociedad estadounidense, a la profunda fractura en su estructura social causada por la discriminación y la segregación, no se podían entender las revueltas raciales. Habiendo entendido esto, la implicación que extrajo la Comisión Kerner era muy clara: si se quería prevenir su ocurrencia, la sociedad entera tenía que enfrentar el problema de la discriminación y la segregación, y realizar un esfuerzo enorme por superarla. Las instituciones tenían que revisar la respuesta a las revueltas y ponerle fin a la brutalidad policial. Además, tenían que involucrar a la comunidad afrodescendiente en la toma de decisiones que concernían a esa comunidad. En lo que concernía a las causas sociales y económicas de las revueltas, la Comisión Kerner demandó un gran esfuerzo fiscal en materia de educación, empleo, vivienda y protección social.
Esta contribución a la comprensión de las revueltas raciales y a la superación de sus causas no tuvo eco. Conviene tomar nota de la desafortunada recepción de este aporte. El primer rechazo no fue explícito, pero sí muy contundente. El presidente Johnson no recibió con beneplácito un informe que le mostraba que el gran programa de la “Gran Sociedad” se había quedado corto ante el problema de la discriminación y la segregación. Además, lo que ese informe le planteaba era que, si quería superar las causas de la violencia, tenía que revisar y modificar sustancialmente sus prioridades fiscales. Johnson, el líder político con la agenda económica y social más progresista que había tenido los Estados Unidos, después de Franklin Delano Roosevelt, era también el líder que había embarcado al país en una guerra sin futuro, que consumía enormes recursos. Convencido de que la prioridad era derrotar el avance del comunismo en el sureste asiático, Johnson dejó pasar la oportunidad de cerrar la gran brecha que todavía divide a la sociedad estadounidense.
Hubo otro rechazo a las conclusiones de la Comisión Kerner. Este provino del líder del Partido Republicano que aspiraba a la presidencia ese año y que, de manera oportunista, se apropió de la narrativa más conservadora de la causa de las revueltas raciales y las potenció mediante un discurso cuyo elemento central eran el restablecimiento de la ley y el orden. Las convulsiones de la sociedad estadounidense en la década de los sesenta no se limitaban a las revueltas raciales. Un gran número de jóvenes pusieron en cuestión el orden patriarcal y el ascetismo de la ética protestante. La reacción de muchos estamentos fue la de reafirmar los valores tradicionales y la de imputar las revueltas raciales a la falta de cultura cívica de los afrodescendientes. Lo que hacía falta era mano dura y un rechazo a la cultura permisiva que había aflorado esa década. Este discurso ha seguido vigente. Muchos sectores de la derecha estadounidense continúan convencidos de que su país debería abrazar de nuevo las certezas y seguridades que tenía antes de la década de los sesenta, rechazar todas las demandas de realizar el principio de igualdad de oportunidades y abjurar de todos los logros en materia de igualdad racial y de género.
Puntos para la discusión
De este recuento de las revueltas raciales en Estados Unidos podemos extraer varios puntos para una discusión acerca de lo que ocurre hoy en Colombia.
Un primer punto es el de los disturbios provocados por la Policía. Muchos de los videos en las redes que documentan el uso arbitrario y desproporcionado de la fuerza corresponden a eventos en los que los agentes del orden reprimen a personas involucradas en la protesta, no a vándalos que atacan instalaciones públicas o privadas. Salvo los medios de comunicación que actúan como ventrílocuos del gobierno, muchos son los que han registrado esos eventos. Como el gobierno anterior en el caso del Paro Agrario y como muchos otros gobiernos en el pasado, sobre este, pesa la sospecha de querer contener la protesta social deslegitimándola ante la opinión pública mediante la provocación de disturbios.
De cara a esta situación, los participantes en las movilizaciones populares tienen una gran responsabilidad: evitar esa provocación y documentarla. Más tarde o más temprano, el gobierno actual tendría que reconocer que su estrategia represiva para contener las demandas populares no resuelve los problemas del país, sino que los agrava. No obstante, puede suceder todo lo contrario. No podemos descartar un escenario en el cual se imponga la narrativa de recuperar la ley y el orden, si continúan los actos vandálicos: la destrucción de la infraestructura de transporte, los asaltos a los supermercados y locales comerciales, así como los ataques a los Centros de Atención Inmediata (CAIs) de la Policía, en los que los atacantes han mostrado un gran desprecio por la vida y la integridad de quienes perciben como sus enemigos. No puede haber equívocos respecto a este asunto. Una sociedad democrática, inclusiva, no se puede construir desfogando sin límite la rabia y el resentimiento mediante actos de destrucción.
Un elemento de la coyuntura es el carácter descentralizado de las protestas. No hay un liderazgo unificado en torno a un propósito común. El paro de los camioneros responde a una lógica distinta de aquella con la cual muchos jóvenes han salido a protestar en las grandes ciudades. Este carácter descentralizado hace difícil la concertación y el diálogo. Desde luego, el actual gobierno se ha encargado de minarlo de muchas maneras: reiteradamente ha minimizado las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por sus agentes, ha mostrado poco interés en establecer canales de comunicación con los líderes del Paro y se ha empeñado en sacar adelante una agenda económica y social profundamente regresiva, de la cual la reforma tributaria es solo la punta del iceberg.
Sin embargo, haríamos mal en soslayar otros componentes de la situación. Hay mucha gente que querría pescar en río revuelto. No hay que abrazar una visión conspirativa para entender que los choques entre las fuerzas del orden y los manifestantes le proporcionan al régimen de Maduro un gran respiro y que, por lo tanto, no se puede descartar que ese régimen o sus aliados instiguen actos de violencia que hagan más difícil la resolución de nuestros problemas. Otro tanto se puede decir del ELN y las disidencias de las Farc, organizaciones que siguen convencidas que el capitalismo se va a derrumbar y que, en una ocasión como esta, podrían asumir su rol de vanguardia revolucionaria. Slavoj Žižek y otros intelectuales de la misma factura querrían convencernos de que es la hora del fin del orden existente. Las cosas son muchísimo más complicadas. Precisamos de mucha sobriedad y cordura para encontrar una solución a nuestro actual predicamento.
Como sucedió con el informe de la Comisión Kerner, la idea de ‘causas objetivas de la violencia’ sigue siendo rechazada por un amplio sector de las élites políticas y económicas. Les parece que diluye todo sentido de responsabilidad individual y conduce a la adopción de políticas públicas equivocadas, que no resolverían el problema de la violencia y, en cambio, afectarían el crecimiento económico. Conviene retomar esta discusión y mostrar que, a menos que logremos cerrar las brechas que dividen a Colombia, esta nación continuará por la senda de la polarización y las crisis continuas. La tarea es, entonces, ponerle mucha cabeza al asunto y discutir sin apasionamientos cuáles podrían ser las políticas públicas que harían que este país fuera más amable, solidario, justo y emprendedor, que hicieran realidad el respeto a la vida y la dignidad de todas las personas, que garantizaran la igualdad de oportunidades y protegieran el medio ambiente sin el cual la vida, como la conocemos, no sería posible.
Juan Gabriel Gómez Albarello
Foto tomada de: teleSUR
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