Hace unos días, la corrupta y prófuga de la justicia, Aída Merlano, prendió un ventilador que esparció juicios morales, valoraciones éticas, inmundicias y heces fecales, las mismas con las que convivió la denunciante estrella, con políticos de la costa Atlántica que la convirtieron en una amanuense, estafeta y excremental congresista; al final de lo dicho por Merlano, se colige que todo el país sabe, hasta las autoridades electorales y la Fiscalía, que allá en esa parte del país es “normal” la compra de votos; el mismo comportamiento de otros clanes en el Valle del Cauca, Cauca, Putumayo, Chocó…; es decir, los une una ética perniciosa y mafiosa, compartida por cientos de miles de ciudadanos- puedes ser millones- que venden su voto por un plato de lentejas, cemento, una beca; mientras otros, lo hacen a cambio de contratos millonarios, cargos ministeriales y la entrega de instituciones estatales.
Mientras el recién elegido Fiscal General de la Nación desestimaba proseguir con viejas investigaciones en contra de los Char, abiertas de tiempo atrás, y de negar el envío de una comisión de fiscales a Venezuela para allegar las pruebas que dice Merlano tener, siguen asesinando líderes sociales, reclamantes de tierras, defensores de derechos humanos, indígenas y excombatientes farianos; sin duda, estamos ante un genocidio político y étnico a cuenta gotas, del que pocos se percatan. Y es así, porque la sociedad colombiana deviene escindida. Cada quien lucha por lo suyo, en una especie de “nuevo estado de naturaleza”, ante la evidente captura del Estado por parte de una élite empresarial-corporativa que ha sabido, con el tiempo, quitarle al Estado el sentido de lo colectivo y de lo público, connatural a su existencia.
Concomitantemente, la JEP descubre fosas comunes en el cementerio de Dabeiba, en donde hallaron cuerpos de menores de edad y de adultos que habrían sido asesinados por militares en el marco de dos políticas: la primera, amparada en la legalidad: la política de seguridad democrática (2002-2010) y la segunda, a todas luces ilegal, pero amparada en la ley: los falsos positivos. Y nadie se espanta por los hallazgos. Solo en las redes sociales, unos cuantos se atreven a juzgar al Estado y a los gobiernos comprometidos con los falsos positivos. El resto de la sociedad, sumida en las incertidumbres cotidianas y en la certeza de que nada pasará porque esa es la historia de Colombia.
Con todo y lo anterior, el país sigue su rumbo y en rumba. Genera más dolor la muerte de Joselito Carnaval, que los crímenes de excombatientes, lideresas y líderes sociales, de guardabosques, entre otros. Nadie se escandaliza, nadie llora o solloza. Solo las víctimas. Y así se nos la vida en este “Platanal con bandera”, mirando como naturalizamos ese ethos mafioso y criminal que guía la vida de varios políticos, empresarios, banqueros, militares… O las élites de Estado de las que habló Miliband (1970).
Se denuncia, también, que el gobierno de Duque-Uribe está haciendo trizas el Acuerdo de Paz. Pero a pocos les importa manifestarse en torno a esa realidad política y administrativa. Pareciera que vivir sin guerra, sin masacres, sin desplazamientos, sin muertos y heridos, nos asustara. Al fin y al cabo, para muchos ha de ser gratificante ver por televisión como mueren, se desplazan y se afectan las ontologías de esos Otros “insignificantes”: indígenas, afros y campesinos.
Y así, la historia va registrando, a pesar de la tesis negacionista de Acevedo y su combo, que se violaron, se violan y se violarán los derechos humanos y se cometieron, cometen y se seguirán cometiendo delitos de lesa humanidad; que políticos corruptos- en su gran mayoría- establecieron y lo seguirán haciendo, finas alianzas con criminales, sicarios, carteles de la droga, de la contratación y otras expresiones del clientelismo en función de capturar el Estado para ponerlo al servicio de una élite criminal y mafiosa; y con los inacabables paramilitares, con los que esa clase política sucia y criminal, firmó los Pactos de Chivolo, Pivijay y Ralito; que empresarios del campo, ganaderos, latifundistas y agroindustriales hacen todo para correr sus fronteras, afectando valiosos y estratégicos ecosistemas naturales-históricos (selvas y humedales) para potrerizar y sembrar palma aceitera y caña de azúcar y garantizar la producción de etanol; esos mismos ecosistemas tienen un enorme valor para enfrentar los desafíos del Cambio Climático, pero a nadie le importa; que ministros, concejales, alcaldes y presidentes mienten en sus hojas de vida, con títulos universitarios falsos o inflados; o que se atreven a plagiar trabajos, planes de desarrollo; estudiantes que también plagian o mandan a hacer sus ensayos, a otros estudiantes más aventajados, o con profesores que cobran muy bien por hacerles las tareas; y el listado de irregularidades, conductas nocivas y contrarias a la ley, delitos y toda serie de expresiones propias de una sociedad enferma, continúa.
Al final me pregunto: ¿quién o qué sostiene a este Régimen? Del quién, podemos decir que varios de los atrás nombrados, son los que soportan a este régimen criminal e inviable moralmente; y sobre el qué, solo diré que la inercia, institucional y ciudadana; y esa inercia no es otra cosa que la desidia, la falta de voluntad y la incapacidad de todos los señalados líneas atrás de proscribir ese ethos mafioso y criminal. No es que seamos así, es que nos acostumbramos a vivir así.
Germán Ayala Osorio, comunicador social-periodista y politólogo
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