Los resultados del plebiscito del 2 de octubre, no conducían a una eliminación del Acuerdo de Paz, aunque tampoco consistía un simple ejercicio simbólico.
Los ciudadanos colombianos estaban llamados a dar el respaldo al Acuerdo de Paz o a negarlo. Pero el rechazo mayoritario no lo haría desaparecer; no lo anulaba del todo. Si hubiera ganado el SÍ, el Acuerdo habría adquirido plena vigencia jurídica. Si en cambio hubiera perdido, como en efecto sucedió, no estaría condenado a desaparecer, por cuanto se trataba de una decisión protegida por las facultades constitucionales del Presidente de la República; no revocables por la participación popular. Simplemente, inhibía al jefe de Estado para ejecutar la fase de implementación, una razón poderosa por la cual estaba obligado a renegociar, tras lo cual podría, o bien someterlo otra vez al pueblo, o bien buscar otras formas de refrendación.
Era por tanto un plebiscito, no de resultados contundentes, sino atenuados; no de suma cero, sino de suma mixta: en caso de derrota, se perdía a medias.
Al Congreso
Surtida la renegociación, el gobierno de Santos ha optado, no por convocar a un nuevo ejercicio plebiscitario, al que no estaba obligado, sino por proponer una refrendación cuasi-simbólica en el Congreso.
Políticamente, era preferible otro plebiscito. Siendo que la primera versión fue negada en las urnas, lo procedente era una nueva convocatoria para dirimir el diferendo persistente.
Pero concurrían circunstancias de apremio. No se trataba de apoyar cualesquiera decisiones. No: aquí se trataba de finalizar una guerra; de consolidar un cese al fuego o, a contrario sensu, de abandonarlo a los azares que dicta su propia fragilidad. A propósito, la ruptura reiterada por incidentes, en principio, aislados, de este “cese”, podría devolver los actores a la guerra; aunque los comandantes de las FARC parecieran ya jugados por la paz.
Para conjurar estas contingencias en el quebradizo final de los combates, había que obrar con prontitud, con una decisión tan determinativa, que pudiese salvar un Acuerdo de Paz, ya renegociado; el mismo que se situaría así en un estado de avanzada, a la espera ya de la implementación.
No a una quietud fatal
Ese era el punto: no dejar el acuerdo huérfano de voluntad política, en las manos improbables de un delicuescente Pacto Nacional; no someterlo a una quietud, convertible en un retroceso real, mientras los factores de la coyuntura progresaban de cara a la cita de 2018. Todo ello, con el riesgo de que los juegos de la política electoral, demagogia y post-verdad incluidas, atrajesen irresponsablemente los “juegos de la guerra”. A lo cual contribuirían deleznablemente los “solemnes” juristas, afanados por impresionar con el argumento filisteo de que esta paz, de ahora, sustituye a la sagrada Constitución.
Por otra parte, la refrendación por el Congreso retrotraía el proceso de paz a un escenario de decisiones que le era favorable al gobierno; empeñado legítimamente en poner término a una guerra interna. Sin torcerle el cuello a la ley, conseguía que el centro de gravedad se desplazara a un espacio político en el que pudiese encontrar mayorías cómodas, pero no artificiales; pues allí hacen presencia los partidos, detentadores de representación y poseedores de recursos efectivos de poder.
Al mismo tiempo, el gobierno podía convocar a todos los partidos mínimamente sensibilizados en favor del proceso; y en particular, disciplinar a los jefes de su coalición, en función; digamos, de una “causa noble”; y por tanto, legitimable con argumentos razonables.
Factores reales de poder para la paz
Las discusiones sobre la validez de este escenario –el Congreso-, no dejaban de evidenciar el aliento que les insuflaba una respiración artificial, asociada con una argumentación, puramente formalista.
Es cierto que el Congreso -Senado y Cámara- está para aprobar leyes y reformas constitucionales (además de los debates de control político), pero no es menos verdad que se trata de un órgano autónomo, titular de la representación popular; por lo que está en condiciones de atribuirse la prerrogativa de debatir el Acuerdo de Paz y de pronunciarse mayoritariamente en la dirección de refrendarlo.
Naturalmente, no será un acto con fuerza jurídica, al modo como lo es una ley o un acto legislativo. Pero será, eso sí, un acto de legitimación política que, de ser obviamente aceptado por el gobierno, responsable del orden público, obrará como la refrendación (puramente política), necesaria para dejar el proceso, listo para la implementación. Una etapa que necesariamente se cumplirá en ese mismo Congreso, en un ejercicio que habrá de traducirse en leyes y reformas constitucionales; toda una operación que le dará retrospectivamente fuerza y legitimidad a la refrendación. Si es el Congreso, el encargado de la implementación; por qué no podría él mismo hacer una refrendación de carácter puramente político, y que es el paso previo, para asumir esa etapa de implementación.
Las decisiones de Senado y Cámara, los días 29 y 30 noviembre, han realizado esta operación política, cargada sobre todo de simbolismo legitimador; aunque también de eficacia funcional, en la medida en que han despejado el camino para una ley de amnistía; y para la concentración de los guerrilleros en las zonas veredales y campamentarias, el contexto necesario para el bienvenido desarme.
Una dificultad adicional vendrá después, a propósito de la implementación. Si la Corte Constitucional valida el fast track, se necesitaría además que este dejara de estar condicionado por la refrendación popular, pero si la misma Corte no tumba este condicionamiento, el gobierno podría estar nuevamente abocado a plantearse un nuevo plebiscito.
Ricardo García Duarte
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