Rousseau
En Colombia no hay clase industrial, ni productiva. No existe una burguesía propiamente dicha que surja como consecuencia de relaciones económicas modernas establecidas por la acción del capital. Hay un sector, sí, bastante rico que coincide con la clase dirigente nuestra, que es una camarilla materialmente ligada desde siempre al aparato del Estado, del que se apodera para constituirse como una oligarquía zángana e improductiva, es decir parasitaria, que vive de las sagradas recaudaciones públicas y de negocios turbios con los que ajustan sus ingresos ya de por sí muy altos. Esta triste pseudoburguesía colombiana es una clase gansteril y burocrática que acumula enormes cantidades de dinero a través de su influencia en el Estado y su vinculación orgánica con poderosos grupos criminales sólidamente estructurados.
La acumulación de riqueza en la sociedad moderna presupone una cantidad determinada de excedentes apropiados por las clases dominantes capitalistas que previamente se han adueñado de las condiciones objetivas (factores materiales) y subjetivas (fuerza de trabajo) de la producción. La acumulación capitalista propiamente dicha, si bien se basa en procesos de producción, explotación y rentabilidad, tiene como fundamento histórico un proceso de acumulación facilitado por la violencia, la expropiación y el despojo, en el cual se rompen los lazos entre los campesinos y la tierra, pero también entre el trabajador y sus medios productivos. Este acto fundacional del capital es lo que en los capítulos XXIV y XXV de El capital Marx llama “acumulación originaria”, y no puede entenderse solo como una época mítica ya superada, sino como un proceso continuo, mezclado con formas legales de reproducción del capital. Esta acumulación originaria no es solo un principio explicativo del origen de la producción capitalista, sino que es al mismo tiempo un complemento de su reproducción y crecimiento. Según J. Glassman (2006), “la acumulación primitiva puede verse vigente en la expulsión de los trabajadores de los campos para imponer formas privatizadas de control sobre los recursos naturales”. En Colombia, la acumulación de riqueza por desposesión ha predominado sobre los métodos técnicos y “civilizados” de la producción capitalista.
Lo que hoy opera en Colombia es lo que, invocando una fórmula acuñada por Álvaro Gómez Hurtado, se llama “régimen de corrupción”, o lo que es lo mismo, un régimen paramilitar y narcotraficante que, haciendo uso del Estado y sus instancias de poder, ha actuado impunemente violando la Constitución y acumulando formidables fortunas a partir de fuentes ilegales vinculadas con el crimen y el desfalco. En octubre 30 de 1995, Gómez Hurtado afirmó en una entrevista: “Lo que hay que tumbar es el régimen. Tumbar al presidente no tiene mucha importancia porque vendría otro del mismo régimen y sería igual o peor”. Pues bien, con la llegada del gobierno progresista en el año 2022 se triunfó electoralmente sobre la posibilidad de un gobierno paramilitar, pero el régimen de corrupción encarnado en el Estado y gran parte de sus instituciones ha sobrevivido a ese hecho y ha permanecido intacto. Por eso en Sincelejo el presidente Gustavo Petro afirmó:
“Hubo un momento ya en las elecciones del año 2022, y ganamos el gobierno, pero no el poder. La oligarquía de Colombia y la vieja manera de gobernar paramilitar quiere cercar a este gobierno para que no produzca las transformaciones. Yo lo que he propuesto es que nos constituyamos como pueblo, que el pueblo sea constituyente. Eso significa mover a millones de personas”.
En la sociedad constituida es necesario distinguir entre la causa y el efecto: lo que es en sí y se concibe por sí (el pueblo), y aquello otro que existe y es concebido por él (el Estado y sus instituciones), es decir, la causa primera y sus resultados. Estos últimos son originados por la acción de aquella, y no al revés. No son dos realidades separadas ni distintas. Pero el tiempo y la costumbre hacen perder de vista esta relación, y entonces el efecto se separa de su causa y se presenta como si cobrara vida propia. Por eso el establecimiento colombiano, que es la desviación de lo que fue constituido, quiere preceder a su constituyente, de modo que el pueblo obedezca y sirva a su criatura. En un pasaje esclarecedor de El contrato social, Rousseau explica que antes de pensar en la elección hay que preguntarse quién es el que la hace posible.
“Antes de examinar el acto mediante el cual un pueblo elige a un rey, habría que examinar el acto mediante el cual un pueblo se convierte en pueblo, porque, siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad” (p.18).
Las instituciones del Estado son el resultado de un proceso de constitución que depende del movimiento de la sociedad, pero con el tiempo esta relación se mistifica y aquellas se convierten en instancias casi originarias, como realidades autónomas que cobran vida propia al margen de la vida de los individuos y la comunidad. La democracia es entendida entonces como la participación de los ciudadanos encaminada a la perpetuación de las instituciones existentes. “Hasta hoy hemos tenido gobiernos democráticos, según la escritura, temerosos de las leyes escritas por círculos dominantes. Democracia de escrituras”, dice Fernando González. Esta democracia de papel, santanderista y leguleya, se inscribe en los procesos formales de la democracia liberal, caracterizada fundamentalmente por determinados aparatos institucionales que sirven de base para inducir a los ciudadanos a formas específicas de participación, las cuales se reducen con frecuencia a elegir representantes mediante reiteradas votaciones supuestamente libres. Hablando de Inglaterra en El contrato social, escribe Rousseau:
“el pueblo inglés cree ser libre, pero se equivoca; solo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; una vez elegidos se convierte en esclavo, no es nada. En los breves momentos de libertad, el uso que hace de ella merece que la pierda” (2012, p.113)
La verdadera democracia exige que los ciudadanos cuenten con espacios suficientes para madurar y desplegar sus capacidades políticas y desarrollar un conjunto de talentos y virtudes cívicas a través de la participación en los procesos políticos disponibles para ello. Pero las propuestas de reformas del gobierno progresista de Gustavo Petro han visto cerrarse los espacios de disertación y discusión, y han chocado con obstáculos que parecen confirmar que tales reformas no pueden realizarse sin un completo trastorno del actual orden social. Por eso, la verdadera democracia, según afirma Fernando González en su libro Los negroides,
“consiste en un gobierno que tenga raíces en el pueblo, no porque sea elegido por votos de aldeanos conducidos a mesas de votación como rebaños […]. La democracia practicada hasta hoy es formal; consiste en un método erróneo, en una creencia errónea: qué por medio de papeletas, en que siempre interviene el fraude, el engaño y las pasiones más ciegas, se manifiesta la voluntad de un pueblo” (1995, p.49).
El pueblo constituyente del que habla el presidente Petro es una reunión consciente del pueblo organizado. El principio fundamental de su asociación es el reconocimiento de su posición social, de su situación de clase, pues las condiciones económicas actuales, producto de años de despojo y empobrecimiento por quienes nos han mal-gobernado, han hecho que un amplio segmento de la población comparta las mismas situaciones de miseria, exclusión, sufrimiento y abandono. La dominación de una casta parasitaria y premoderna, incapaz de industria, aunque se presente como emprendedora y laboriosa, que ha vivido del robo del erario, del saqueo y el pillaje, ha creado a esta masa una situación común, modos de vida iguales y, por tanto, intereses semejantes. Mediante un plan de asesinatos sistemáticos y bien seleccionados se acabó con la vida de intelectuales honestos y brillantes, líderes políticos y sociales, y arrasaron con importantes dirigentes cuyo exterminio dejó en la orfandad a generaciones enteras que sin la influencia suya y desprovistos de una clara orientación política, quedaron sumidos en el desconcierto, sin dirección, ni rumbo claro.
Y así, el pueblo colombiano se convirtió en una masa informe, pero poco a poco ha ido despertando del sueño embrutecedor al que lo sometieron y ha empezado a constituirse como pueblo para sí a través de la lucha y la confrontación. “En la lucha, esta masa se reúne, se constituye en clase para sí misma. Los intereses que defiende se convierten en intereses de clase. Y la lucha de clase a clase es una lucha política (Marx, 1999 p. 187). Una enseñanza fundamental de Marx es que la conciencia de clase no es solo una comprensión teórica de la propia situación, sino que es el efecto de un proceso práctico de autoconstitución que solo puede concretarse a través de la actividad política y su consecuente lucha entre partes antagónicas. “Una clase oprimida es la condición vital de toda sociedad fundada en el antagonismo de clases. La emancipación de la clase oprimida implica pues necesariamente la creación de una nueva sociedad. (1999, p. 188).
El mercado por sí mismo no regula nada; concentra la oferta solo donde puede haber demanda. Esa es la razón por la que los derechos sociales como salud, educación, recreación, cultura, etc., cuando son dejados en manos de “el mercado”, terminan concentrándose en sectores exclusivos de la sociedad, olvidándose de las zonas más pobres y remotas. El Estado, que no es una empresa ni un negocio, debe intervenir para garantizar estos derechos en los lugares donde por falta de mercado, que no de necesidades, el capital no llega simplemente porque allí no encuentra clientes. Colombia, que ha tenido un capitalismo a medias, una especie de feudalismo comercial, una clase de proletarios y desheredados que apenas si viven del trabajo que aplican con sus manos, está adquiriendo una conciencia práctica y teórica más clara que la de sus verdugos, negociantes asociados con el crimen, el narcotráfico y los paramilitares. La queja de Marx sobre la Alemania del siglo XIX vale también hoy para Colombia: sufrimos el capitalismo por partida doble, padecemos todos sus estragos sin gozar de sus ventajas. “Además de las miserias modernas, nos agobia toda una serie de miserias heredadas, resultantes de que siguen vegetando modos de producción vetustos, meras supervivencias, con su cohorte de relaciones sociales y políticas anacrónicas”, escribe Marx en El capital (2017, p. 7).
Hay que despertar la conciencia del antagonismo entre los intereses comunes de la gente y los del régimen de corrupción que impiden la creación de un sistema económico, político y social justo. El actual estado de cosas es la negación de esa posibilidad. Por eso, la negación de aquella negación es precisamente la reafirmación de la Constitución y sus instituciones. En esta interacción dialéctica se produce un juego de apariencias e inversiones cuya verdad es justamente lo contrario: aquellos que parecen defenderlas en realidad las niegan al afirmar el régimen de corrupción; Petro, a quien acusan de atacarlas, ciertamente las defiende. El esfuerzo no se orienta, pues, a derrocar la actual Constitución, sino a derrotar la toma mafiosa de las instituciones a través de la actividad del pueblo organizado y en constante movilización. Esto es lo que el gobierno llama proceso social constituyente.
David Rico
Foto tomada de: Agencia EFE
Maribel says
Excelente artículo. Tremenda altura argumentativa!